Los amos de la guerra

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El País

Hugo Fontana

LA HISTORIA de las Mentalidades permitió acercarse a los acontecimientos del pasado de una manera en que lo cotidiano, la voluntad personal y la sensibilidad cobraron inusitada relevancia. Y no es que esa propuesta llegara para simplificar el análisis de los hechos ni elaborar una metodología menor, en oposición al hábito académico. A esa misma metodología habría hoy que agregar un nuevo instrumento, este sí bastante alejado de las propuestas tradicionales pero tampoco por ello menos riguroso: el disparado por los programas mediáticos de divulgación (documentales, series, etc.), transmitidos fundamentalmente por la televisión y cuyos resultados podrían traducirse como la Historia contada como una más de las aventuras protagonizadas por el hombre.

Los británicos Joanna Potts, licenciada en Historia por la Universidad de Bristol, y Simon Berthon, uno de los guionistas y productores de documentales de mayor prestigio en el Reino Unido, abordan en Amos de la guerra el corazón del conflicto, los sucesos que a lo largo de seis años, durante la Segunda Guerra Mundial, marcaron a fuego a la Humanidad. Lo hacen desde el entorno casi privado de los líderes de las cuatro facciones en pugna: Winston Churchill, Franklin Delano Roosevelt, Adolf Hitler y José Stalin. Para ello, realizaron un exhaustivo estudio de documentos que van desde comunicados oficiales, cartas muchas veces secretas, infinidad de telegramas, testimonios, memorias y diarios privados de algunos de los allegados a esos cuatro hombres por cuyas manos pasó el destino - la vida o la muerte, el dolor o la felicidad, la derrota o la victoria- de buena parte del planeta.

El libro está dividido en un prólogo y quince capítulos, cada uno de los cuales abarca algunos meses, desde el 10 mayo de 1940 (fecha en que Alemania invade Holanda y Bélgica, y que provocó la declaración de guerra del Reino Unido) hasta el 12 de abril de 1945, cuando Roosevelt muere en su casa de Warm Springs, Georgia, a doce días de que el Ejército Rojo llegue hasta las puertas del último búnker de Hitler, donde se suicidó junto a Eva Braun.

Las voces que dan cuenta de ese largo y cruento período son las de secretarias y ministros, amigos y funcionarios, periodistas y simples amanuenses, que Berthon y Potts van encastrando con oficio y sabiduría. Logran construir al fin un friso de miradas y puntos de vista que terminan acercando el trabajo a aquella idea de ficción colectiva formulada por Hans Magnus Enzensberger en su magnífico libro El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Buenaventura Durruti, que él mismo se ocupó de calificar como novela.

Las orejas del dictador. El libro avanza desnudando las relaciones de poder, las discrepancias y desconfianzas, las desinteligencias y los aciertos de cuatro estrategas de la guerra y de la política, cuatro individuos con diverso carisma, con distinta capacidad diplomática, con similares niveles de tozudez y arrogancia. Pero los autores no solo se detienen y muestran aquellos grandes movimientos que caracterizaron a la guerra -desplazamientos de gigantescos cuerpos militares, toma y pérdida de enormes territorios, ataques a objetivos militares o destrucción de núcleos civiles- sino que con puntillosa parsimonia se adentran en detalles a simple vista curiosos, pero que de modo encubierto son capaces de develar personalidad y patologías de sus protagonistas.

A modo de ejemplo, cuando a mediados de 1939 Hitler envía a Moscú a su ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop a firmar el tratado nazi-soviético, manda junto a la delegación a su fotógrafo personal, Heinrich Hoffmann, a fin de que fotografíe los lóbulos de las orejas de Stalin, ya que el Führer creía que si los tenía pegados al cráneo el líder soviético podía ser de origen judío, y si los tenía separados -como así pudo comprobarlo- era de origen ario. Adentrados en las cláusulas formales del efímero pacto, el lector tiene ante sus ojos todos los datos de que ambas potencias no solo se tenían entre sí un histórico y mutuo pavor, sino que poco tardaría para que se vieran enfrentadas en una de las batallas más largas y cruentas de la Historia, la que terminará a raíz de sus costos en vidas y en material bélico, acabando con las pretensiones imperiales de Hitler. Pero estos detalles casi privados, insignificantes a veces, permiten categóricas conclusiones acerca de la psicología de los protagonistas.

Lo mismo sucede con las suspicacias siempre presentes entre los que, un par de años más tarde, conformarán una coalición que se conocerá como la de los Aliados. Sordas recriminaciones, juegos diplomáticos, chismes hirientes van acumulándose en un cruce de rumores y negociaciones que culminarían con la creación de un mundo distinto al que, hasta aquellos momentos cruciales, era conocido. Además de su diaria y majestuosa ingesta de alcohol, Churchill por ejemplo gustaba usar ropa interior de seda rosada. Con fines electorales, Roosevelt debía disimular de manera cada vez más penosa su progresiva parálisis de los miembros inferiores. Tras los primeros avances nazis en territorio soviético, Stalin solía caer en depresiones devastadoras de las que era rescatado por sus colaboradores más cercanos.

Las tres serpientes. Largos meses le costaron a Churchill convencer a Roosevelt de que Estados Unidos entrara en la guerra. Cuando Alemania ocupa Francia, de inmediato el primer ministro solicita en préstamo al presidente unos viejos destructores usados en la Primera Guerra. Las argucias y demoras de Roosevelt hacen sospechar de una táctica que éste aplicaría hasta el final del conflicto y que tenía como objetivo el desgaste definitivo del Imperio colonial europeo, en particular el británico. Cuando Alemania abre el frente oriental y ataca Leningrado y Stalingrado, y llega a pocos kilómetros de Moscú, Stalin solicita armamento a Churchill y le pide que invada Francia, a fin de obligar al Führer a desarrollar su guerra en dos frentes. El primer ministro hace llegar algunos pertrechos por el Mar del Norte, infestado por la flota de submarinos nazis, pero, viejo enemigo del marxismo, responde no estar pronto para combatir en Francia y espera los resultados de la invasión nazi y de la respuesta soviética. Al mismo tiempo, viaja una y otra vez a Washington con la intención de forzar a Roosevelt, y de paso vacaciona en Georgia, en Hyde Park o en otras locaciones que el bueno de Franklin siempre le tiene preparadas.

Cuando finalmente, tras el ataque japonés a las instalaciones de Pearl Harbor, Estados Unidos declara la guerra al Eje -Alemania, Italia y Japón-, da comienzo una fina serie de movimientos en un tablero bastante más complejo que el de un ajedrez. Son múltiples los debates acerca de qué operativos resultan adecuados por parte de cada una de las fuerzas aliadas, múltiples las discusiones acerca de la oportunidad de atacar el norte de África, el sur o el norte de Francia, el sur de Italia, Grecia, las islas del Mediterráneo, los Balcanes… Y a cada paso, a cada informe de los generales que comandan las multitudinarias tropas, a cada orden tomada, a cada gambito, hay previamente un cúmulo de especulaciones políticas donde se juegan estrategia y prospectiva, apuestas donde las zonas de influencia toman una significación mayor, donde el nuevo reparto del planeta comienza a dibujarse con una frialdad acaso impensable en los campos de batalla.

Roosevelt, Churchill y Stalin se reúnen dos veces, la primera a fines de 1943 en Teherán, Irán, nación bajo dominio británico, y la segunda en febrero de 1945 en Yalta, Crimea, territorio soviético. En ambas oportunidades, siempre según lo narrado en este libro apasionante, ellos se mueven con el cuidado de finísimos cirujanos, tratando de no decepcionar, enojar o contradecir al otro más allá de lo conveniente. El relato de las conferencias deja al lector la sensación de estar ante tres serpientes venenosas que, al primer error, al menor y equívoco estímulo externo, a la primera contrariedad, pueden provocar una catástrofe. No obstante lo que a mediano plazo no pudieron establecer como paz duradera, lograron definir militarmente ante su enemigo común. Y entre tanto estos encuentros se concretaban o se sucedían en el extenso intercambio de notas, cartas o telegramas, alimentados en una intensa actividad diplomática, Hitler iba desplazando a sus generales de las decisiones estratégicas y acumulaba más poder, más errores y mayor soledad.

Meses enteros sin ver el sol, refugios cada vez más blindados, hicieron que el Führer no solo fuera perdiendo capacidad de análisis a la hora de evaluar las movidas de sus ejércitos sino que también se apagara el contacto directo con su pueblo, al que solía enfervorizar con sus discursos hipnotizadores. La instrumentación de la llamada "solución final" contra el pueblo judío, la instalación de los campos de concentración, las sucesivas derrotas en el frente ruso, fueron desmoronando un proyecto en el que se preveía una absoluta autoridad sobre el continente europeo y sobre vastas zonas del planeta. La Guarida del Lobo, como era conocido su búnker, se había convertido, según palabras de Nicolaus von Below, "en un coloso de hormigón con muros de siete metros de grosor. Otros tres búnkeres se habían revestido de forma parecida. Las antiguas estructuras de madera, con una protección de tablones de un grueso de sesenta centímetros".

Finalmente, y tras el desembarco en costas de Normandía -lo que se conociera como Día D-, tropas británicas y estadounidenses liberaron Francia en tanto el Ejército Rojo hacía retroceder a los cuerpos nazis hasta el mismo Berlín, ciudad que caerá definitivamente en mayo de 1945. Pero algo no terminó de salir todo lo bien que en particular Roosevelt preveía. De algún modo convencido de la necesidad de desplazar el colonialismo de la faz de la Tierra, el presidente de Estados Unidos confió con una credulidad digna de temor en que el mundo, ahora dividido en dos bloques, podría mirar el futuro con alguna calma. Esa ingenuidad costó casi cincuenta años de lo que las generaciones posteriores conocieron como Guerra Fría, pero ese ya es otro capítulo de la Historia.

Churchill pasó a la posteridad no solo por el papel que desempeñó a lo largo del conflicto, sino también por sus brillantes discursos cargados de expresiones imperecederas, como cuando advirtió al pueblo inglés que para ganar la guerra solo podía prometer "sangre, sudor y lágrimas". Por años los investigadores le atribuyeron la expresión "telón de acero", luego "cortina de hierro", para definir el avance soviético en Europa y la expansión de sus fronteras tras la caída del Tercer Reich. Sin embargo, bastante antes de que el primer ministro usara la imagen en una de sus más famosas alocuciones, el 19 de marzo de 1945 fue Joseph Goebbels quien dijo, a días de la derrota del nazismo y en alguna de las oscuras habitaciones del búnker hitleriano, que "está claro que en la situación actual de la guerra Stalin se lo juega todo para llenar sus graneros con tanto como le sea posible cosechar. Hace tiempo que Stalin ha bajado un telón de acero".

AMOS DE LA GUERRA. 1939-1945. El corazón del conflicto, de Simon Berthon y Joanna Potts. Destino, Imago mundi, Buenos Aires, 2007. Distribuye Planeta. 487 págs.

Cuatro famosos

HIJO DEL séptimo conde de Marlborough y de la estadounidense Jennie Jerome, Winston Churchill nació el 30 de noviembre de 1874, en una familia noble pero empobrecida. Pasó su infancia en internados escolares, donde rara vez era visitado por sus padres. No fue un buen alumno y a los 21 años se enroló en el Ejército, siendo su primer destino la India.

Hijo de un acaudalado propietario de tierras y vicepresidente de los ferrocarriles de Delaware y Hudson, Franklin Delano Roosevelt nació el 30 de enero de 1882. A pesar de haber llegado a la presidencia de Estados Unidos integrando el Partido Demócrata, era primo lejano del republicano Theodore Roosevelt, también presidente de la Unión. Su madre, Sara Ann Delano fue una figura abrumadora, inmiscuyéndose en su vida privada. Estudió en Harvard y en Columbia y en 1928 fue elegido gobernador del estado de Nueva York.

Nacido en Austria el 20 de abril de 1889, Adolf Hitler era hijo de un hijo natural y tuvo cinco hermanos, de los que solo sobrevivió su hermana Paula. El padre de Adolf quería que su hijo se convirtiera en un funcionario administrativo, pero el muchacho se largó de su casa e intentó infructuosamente ser admitido en la Escuela de Bellas Artes de Viena. A los 24 años llegó a Munich, y al comienzo de la Primera Guerra se enroló en el ejército alemán, donde alcanzaría el grado de Cabo y algunas medallas al valor.

Hijo de un zapatero alcohólico y golpeador que no pudo mantenerse como trabajador independiente y terminó sus días empleado en una fábrica, José Stalin nació el 18 de diciembre de 1878 con el brazo izquierdo tres centímetros más corto que el derecho y los dedos de un pie pegados. Tuvo tres hermanos que fallecieron en la niñez. Su madre deseó que fuera cura, pero siendo apenas un muchacho se interesó por el marxismo y comenzó a militar en los círculos cercanos a Lenin.

Fumador empedernido, consumado alcohólico, Churchill integró el Parlamento desde los primeros años del siglo XX y en 1911 fue nombrado Primer Lord del Almirantazgo, destacándose en la Primera Guerra por sus groseros errores militares. Ocupó un par de ministerios, se declaró fervoroso enemigo de los bolcheviques, escribió libros de historia y biografías. Se casó con Clementine Hozier, con quien tuvo cinco hijos.

Entre 1906 y 1916 Franklin Delano Roosevelt y Eleanor, su esposa, tuvieron seis hijos. Eleanor pasó prácticamente una década embarazada y descubrió que su esposo la engañaba con una de sus secretarias, episodio que terminó aceptando para no entorpecer su carrera política. Roosevelt fue el único estadounidense en ocupar cuatro veces la presidencia de su país y quien luego redactó la enmienda prohibiendo la reelección por más de dos mandatos. En agosto de 1921 contrajo poliomielitis, lo que con el tiempo le provocó una parálisis total de sus miembros inferiores.

En 1919 Hitler fue encargado de infiltrarse en un grupo de ultraderecha, pero el espía pronto terminó reclutado. El grupo pasó a denominarse dos años más tarde Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores, el mismo que llevaría a Hitler a ocupar el cargo de Canciller en 1933. Rumores sostienen que tuvo muchas mujeres y ningún hijo. Dos en particular fueron muy importantes en su vida: Geli, hija de una hermanastra de Hitler, de quien estuvo profundamente enamorado hasta que ella se suicidó en 1931, y Eva Braun, empleada de su fotógrafo personal y quien lo acompañó hasta su muerte.

Ekaterina, la primera mujer de Stalin, murió tres años después de haberse casado y tenido un hijo, Yakov, quien intentó suicidarse siendo muy joven y luego fue hecho prisionero y asesinado por las tropas alemanas, luego de que su padre se negara a negociar su libertad con los captores. Nadezhda, la segunda esposa, se suicidó en 1932. Fue madre de otros dos hijos, Vassili, quien murió alcohólico en 1962, y Svetlana, que se asiló en Estados Unidos en 1967. Stalin se hizo cargo de la secretaría del PCUS en 1922 y, tras la muerte de Lenin en 1924, de todo el poder. Se calcula que los planes de colectivización, industrialización y hegemonía en la URSS provocaron millones de muertos, especialmente en el período 1936-1938, conocido como la Gran Purga y dirigido directamente por Stalin.

El mismo año en que ganó la guerra, el pueblo británico despojó a Churchill de su cargo de Primer Ministro votando al candidato del Partido Laborista. Volvió a ejercerlo desde 1951 a 1955, cuando debió renunciar, ya muy enfermo. En 1953 le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Diez años más tarde, el Presidente John F. Kennedy le otorgó la ciudadanía honoraria de Estados Unidos. Falleció el 24 de enero de 1965, tras varios episodios cardíacos. Representantes de más de 100 países concurrieron a su funeral.

Afectado por un cáncer de cerebro, y tras haber ordenado la internación de más de cien mil japoneses en campos de concentración de California, Roosevelt murió con alguna serenidad el 12 de abril de 1945 en Georgia, dos semanas antes de que los aliados llegaran a Berlín.

Tras negarse a huir de la capital alemana y tras hacer sacrificar a su querida perra Blondie, el 30 de abril de 1945 Hitler, luego de haber tomado una cápsula de cianuro, se disparó con una pistola en el búnker de la Cancillería, a 15 metros de profundidad. En el caso de Eva Braun, el cianuro fue más rápido que la pólvora, y fue hallada en el mismo sofá donde el cadáver del hombre que había amado aún sangraba. Los soviéticos se llevaron lo que quedaba de los cuerpos (la guardia de Hitler intentó quemarlos) y durante muchos años no se supo nada acerca de sus paraderos.

Después de algunos días de agonía, Stalin murió el 5 de marzo de 1953, por causas que nunca fueron bien aclaradas. Hubo rumores sobre un posible envenenamiento realizado por Laurenti Beria, temible director de la KGB, o por el mismísimo Nikita Jrushov, quien lo sucedió en el poder.

Antes y después

A COMIENZOS del siglo XX el Imperio Británico tenía colonias diseminadas a lo largo y ancho del mundo, y sus súbditos, entre 400 y 500 millones, habitaban casi las dos quintas partes del planeta. Sólo en África la corona regenteaba Uganda, Sudán, Tanzania, Sierra Leona, Kenia, Nigeria, Egipto, Camerún, Rodesia del Sur y otros territorios e islas menores. En América llegó a dirigir los destinos de Canadá, la Guyana Británica, un puñado importante de islas caribeñas (entre ellas Jamaica, Granada, Bahamas, Bermuda, Trinidad y Tobago) y las disputadas Malvinas en el Atlántico Sur. En Asia, situación similar registraban tan extensos territorios como los de India, Pakistán y Bangladesh, Palestina, Omán, Qatar. Jordania, el actual Emiratos Árabes Unidos, Iraq, Kuwait, Hong Kong, Ceilán y Birmania. En la propia Europa, el Imperio ocupaba Chipre, Malta y Gibraltar, y su bandera ondeaba en una decena de islas diseminadas por el Océano Pacífico además de Australia y Nueva Zelanda. Esa fabulosa concentración de tierras y de poder comenzó a desintegrarse en las primeras décadas del siglo, pero literalmente se hizo trizas en los veinte años siguientes a la Segunda Guerra cuando, movimientos independentistas o articulaciones diplomáticas mediante, las colonias comenzaron a ser gobernadas por sus habitantes de origen.

Antes del comienzo de la guerra, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) contaba con un territorio de enormes dimensiones, pero sus fronteras europeas no se habían modificado desde la decadencia del imperio zarista. Una vez firmado el pacto germano-soviético, Moscú se aseguró el dominio de Estonia, Letonia y Lituania, así como parte de Polonia. Pero el verdadero banquete llegó tras la caída de Alemania, cuando extendió su hegemonía a buena parte del continente. En 1955, cuando se firmó el tratado que dio origen al Pacto de Varsovia, los países bajo su influencia eran Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, la República Democrática Alemana y Rumania, además de mantener influencia sobre Yugoslavia. Tan vasto imperio se había cimentado sobre millones de cadáveres pero unos cuarenta años después, en 1991, se desmoronó sin provocar una sola víctima.

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