Amílcar Nochetti
SER O NO ser: ¿la palabra o la imagen, el estatismo o la movilidad, el respeto fiel al texto insigne o su adaptación a cánones artísticos diferentes? ¿Teatro o cine?: he aquí la cuestión que a lo largo de toda su carrera parece haber querido resolver Laurence Olivier, gloria de las tablas pero también creador valioso en la tarea de explorar las posibilidades de la pantalla frente a la literatura.
HOMBRE MÚLTIPLE. Olivier nació en Surrey, Inglaterra, el 22 de mayo de 1907 y murió en West Sussex el 11 de julio de 1989. Era hijo de un anglicano, del cual asimiló el dominio de la escena, manifestado en numerosos sermones. Su pasaje al teatro fue resultado de la imposibilidad de viajar a India en 1924. Un año más tarde debutó como actor profesional haciendo de Lennox en Macbeth, pero su fama llegó en 1930 con el estreno de Vidas privadas de Noël Coward. Resulta imposible detallar en un párrafo la eminente carrera de Olivier en las tablas. Aún así, debe señalarse su larga vinculación con el Old Vic, una triunfal temporada junto a John Gielgud en Romeo y Julieta (1935), donde intercambiaron los roles de Romeo y Mercucio, un Hamlet (1937) saludado como la cumbre máxima del actor, la reorganización del Old Vic junto a Ralph Richardson entre 1944 y 1949, la dirección del National Theatre de 1962 a 1974, y su paseo eterno por todas las obras de Shakespeare. Y puede agregarse además los enfoques de Chéjov, Ionesco, Osborne, Strindberg, Ibsen, O`Neill, Williams y hasta óperas de Gian Carlo Menotti, en su doble faceta de director y actor.
Esas inquietudes artísticas hallaron adecuada equivalencia en la agitada vida privada de Olivier, que estuvo casado con las actrices Jill Esmond, Vivien Leigh y Joan Plowright, pero también tuvo tiempo para innumerables aventuras amorosas, incluida una controvertida relación homosexual con el actor Danny Kaye, negada por ambos pero reconocida en 2006 por la propia viuda de Olivier. Entre tanto ajetreo Larry superó un cáncer, nefritis, apendicitis y neumonía, y terminó sus días semiparalítico recitando Shakespeare por la BBC. Feroz enemigo de Lee Strasberg y el Actor`s Studio ("Todo este lío acerca del Método, el Método: ¿qué método? ¡Estoy convencido que cada actor ha descubierto su propio método!"), Olivier fue un enorme organizador que tuvo la virtud de saber integrarse a grupos ya establecidos, a los que imprimió su personalidad y su talento dramático.
La mayor celebridad del actor a escala mundial proviene, claro está, del cine. En ese medio había debutado en 1930, y tuvo un destaque inicial con el Orlando de Como gustéis (Paul Czinner, 1936). En Fuego sobre Inglaterra (William K. Howard, 1937) conoció a la joven y talentosa Vivien Leigh, y luego el actor logró varias culminaciones: Cumbres borrascosas (William Wyler, 1939), Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940), Más fuerte que el orgullo (Robert Z. Leonard, 1940) y Lady Hamilton (Alexander Korda, 1942). Después vendrían labores de madurez tan importantes como las de Destino de dos vidas (William Wyler, 1952), La ópera de un mendigo (Peter Brook, 1953), El príncipe y la corista (Olivier, 1957), Imprevisto pasional (Tony Richardson, 1960), Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), La otra mentira (Peter Glenville, 1962), Otelo (Stuart Burge, 1965), Khartoum (Basil Dearden, 1966), La danza macabra (David Giles, 1969), Tres hermanas (Olivier, 1970), Juego mortal (Joseph L. Mankiewicz, 1972), Maratón de la muerte (John Schlesinger, 1976), Los niños del Brasil (Franklin J. Schaffner, 1978) y Los desalmados (Daniel Petrie, 1978). Por encima de esos logros, empero, lo más valioso de Olivier en cine es su múltiple responsabilidad como adaptador, productor, director e intérprete de tres films mayores, basados en textos de Shakespeare.
CINEASTA. Un tópico repetido y bastante aceptado afirma que si Shakespeare viviera sería guionista. La afirmación es muy discutible: ¿por qué guionista y no director, ya que Shakespeare tenía su propia compañía teatral? O sea, era un hombre interesado en la realización global del espectáculo, y no sólo en el texto escrito. Por otro lado, ¿no es precisamente la palabra lo que hace que Shakespeare sea Shakespeare? El asunto parece ser territorio minado, porque cada vez más el teatro tiende a centrarse en su calidad visual y gestual antes que en el texto, mientras que el cine ha sabido asimilar el problema de la inserción del diálogo en un contexto claramente visual.
Desde 1899 el nombre de Shakespeare ha acompañado la historia del cine: en la actualidad se constatan 689 adaptaciones de sus obras, y con mayor o menor suerte en todos los casos se ha buscado la solución mediante imágenes que traduzcan las palabras del original o una actitud fiel a la letra, donde el cine pueda también aportar sus recursos expresivos. El desafío ha sido encarado por gente tan dispar y talentosa como William Dieterle, George Cukor, Joseph L. Mankiewicz, Renato Castellani, Sergei Yutkevich, Grigori Kozintsev, Franco Zeffirelli, Roman Polanski, Richard Loncraine y Kenneth Branagh, aunque varias cumbres de maestría han sido alcanzadas por Akira Kurosawa (Trono de sangre, Ran) y Orson Welles (Macbeth, Otelo, Campanadas a medianoche), dos creadores iconoclastas que por vías muy peculiares supieron obtener una legítima atmósfera shakespeareana. En un plano de mayor fidelidad al texto y de puesta en escena lo de Olivier resulta hasta el momento insuperable.
Enrique V (1944) no deja de ser la filmación de una obra teatral a la usanza de 1600, pero con extrema inteligencia y sensibilidad Olivier encaró la posibilidad visual que ofrecía ese enfoque: el valor principal del film reside en su espléndido tratamiento cromático, que en su momento lo convirtió en un hito en el empleo del color en cine.
Olivier se inspiró en los libros de catecismo, los manuscritos pintados en miniatura y la pintura renacentista, y esa labor de orfebre logró una culminación en la prodigiosa secuencia de la batalla de Azincourt, que evocó la pintura de Paolo Uccello.
Hamlet (1948), filmada en blanco y negro, buscó y obtuvo una notable expresividad derivada de la estilización del decorado y la laboriosa profundidad de campo utilizada por la cámara. Pero además el film adoptó un punto de vista intelectual moderno, con aportes que van del psicoanálisis al existencialismo. En Hamlet (Oscar a Mejor Película y Mejor Actor), Olivier respetó la palabra del bardo, pero la adaptó al cine con gran inteligencia. Un ejemplo claro es el momento neurálgico de la pieza, el monólogo de Hamlet: Olivier recurrió a la voz en off para evitar el convencionalismo que en cine significa un actor hablando solo, pero esa voz en off no se oye únicamente sobre su rostro, sino también sobre imágenes del castillo y el mar, método por el cual la palabra se integra a la perfección en el espacio y tempo del film. En Hamlet hay un equilibrio perfecto entre la carga literaria proveniente de los parlamentos y el contenido visual de cada toma. Si a ello se suman la continua movilidad de la cámara, los variados ángulos de enfoque y el desplazamiento de los actores por la escena, el espectador podrá calibrar el genial resultado de esta propuesta.
En Ricardo III (1955) Olivier convirtió a la cámara en un ojo indiscreto que acecha por corredores y puertas entreabiertas, logrando con ello un aire de intriga palaciega acorde al espíritu de la pieza original. Manejó con inusual potencia ciertos símbolos visuales (el trono, la corona, las sombras que preceden las apariciones de Ricardo) y encadenó las situaciones buscando siempre el dato revelador de lo que no se dice ni se muestra. Otro hallazgo resultó la idea de que Ricardo se dirija a la cámara buscando la complicidad del espectador, con lo que Olivier ofreció una imagen menos terrible (o más sinuosa) del personaje, que es llevado así al reino de la ambigüedad, ganando con ello en profundidad psicológica. Y así el clima general de clandestinidad e intereses encontrados que lo rodea surge con más nitidez que en el propio texto literario. Como en el resto de las facetas de su carrera, lo de Olivier en cine fue inteligente, audaz y muy imaginativo: después de él, Shakespeare ya no fue el mismo.