por László Erdélyi
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Hija de un metalúrgico y una contable, enviudó en 2014 de Jaume Vallcorba, fundador de la editorial catalana El Acantilado. A partir de allí quedó al frente de la misma, convirtiéndose en una de las editoras de referencia del dinámico mundo editorial peninsular.
—Hoy son pocas las editoriales españolas que no apuntan al oportunismo, es decir, a los libros de venta asegurada. El Acantilado es diferente, tiene en su catálogo autores raros. Se asumen riesgos. Por ejemplo, con el ucraniano Yuri Andrujóvich.
—Yuri está en El Acantilado desde el comienzo, publicamos seis libros suyos, y es una persona muy querida en todos los sentidos, tanto humano como intelectual. Su misión ahora, casi que su trabajo de guerra, es dar testimonio de lo que está sucediendo en Ucrania.
—Recién lo entrevistamos para El País Cultural.
—Se ha convertido en un viajero impenitente, lo que le resulta dificultoso, porque debe pedir visados. Es burocráticamente muy penoso salir de Ucrania. Siente que tiene la obligación de contar lo que está sucediendo, y eso trasciende a toda su literatura.
—Otro raro es Karl Schlögel, con su nuevo libro Ucrania, Encrucijada de culturas, Historia de ocho ciudades. Las crónicas de esas ciudades son como viajes, te invitan a ir. La de Kiev, por ejemplo. Se lo comenté a mi señora, y me dijo “ni se te ocurra ir ahora”.
—Sí, ahora no te lo plantees. Ese libro lo teníamos comprado de antes, y con la invasión rusa decidimos que era un buen momento. Pero no por una cuestión de oportunismo —que tampoco hubiera sido tan tremendo— porque de pronto nos dimos cuenta que no conocíamos nada de Ucrania. Que, más allá de ser muy difícil entender la barbaridad de que en pleno siglo XXI un país invada a otro, había cosas que no entendíamos.
—Nos pasó con un libro muy promocionado en Occidente del ucraniano Serhii Plokhy, La guerra ruso-ucraniana, El retorno de la historia (2023). Ponía énfasis en los antecedentes históricos de la identidad ucraniana, pero decía poco del presente. No había pistas para entender por qué hoy los ucranianos alcanzaron la madurez política, siendo como son un entramado multiétnico. Allí hay eslavos, musulmanes, judíos, moldavos, húngaros, rumanos, tártaros. ¿Qué cemento los une como comunidad? El libro de Schlögel nos dio la respuesta.
—Por eso lo publicamos, para ayudar al lector a acercarse a esa realidad. A partir de lo incomprensible —la guerra tiene mucho de incomprensible— el lector podía intentar hacerse un dibujo, el mapa mental que al final muestra todos los movimientos fronterizos y territoriales que ha sufrido Europa del Este en la Primera y Segunda Guerra Mundial. Es una tierra de acumulación, de frontera, con todo lo que tiene de híbrido, de desconocido, de inhóspito. Y para Europa es muy importante Ucrania, porque durante un tiempo estaba entre dos mundos, y ahora quiere estar de un lado de la orilla, no del otro.
—Para sobrevivir.
—Claro, porque del otro lado le dicen “tenemos claro de qué lado tienes que estar”. Todo basado en una idea Tardo Imperio nostálgico, mezclado con intereses comerciales y de megalomanía. Hay mucho, y es difícil de desbrozar, sobre un país que tampoco es tan chiquito, pero que no nos ha interesado hasta ahora. Lo veníamos explicando con Andrujóvich, publicando sus libros desde hace 15, 20 años. Él nos contó la caída del mundo soviético, y lo que se estaba labrando en los años 90. Empezó a escribir en plena juventud, y se convirtió en el narrador de su tiempo. Con ese sentido del humor, esa mofa y esa literatura que juega al absurdo pero que es muy expresiva e inteligente. Sus libros se han convertido en profecías.
—Bien, sigamos en Europa, pero con un clásico portugués, Fernando Pessoa. Se ha instalado una polémica tras los hallazgos de Jerónimo Pizarro en su edición crítica de El libro del desasosiego, al descubrir que en la segunda parte del libro está Lisboa. Quien camine por Lisboa hoy lo agradecerá de corazón. La edición canónica hasta el momento era la de Richard Zenith (1998), que no hace esa diferencia. Recuerdo haber entrado a Bertrand, la librería más antigua del mundo situada en Lisboa, y cuando les pregunté por las traducciones de Pessoa realizadas de Pizarro se les iluminó la cara. Todo un anaquel estaba dedicado a sus libros. Debo confesar que la edición y traducción crítica de Pizarro me abrió un mundo, y no termino de entender por qué El Acantilado sigue reeditando la edición de Zenith.
—Pero es que primero estuvo Zenith y luego Pizarro. Y a Pizarro, a quien conozco personalmente, le debo uno de los paseos lisboetas más bonitos y también el acceso al legado de Pessoa. Jerónimo es deudor de todo lo que ha hecho Zenith. Debes revisar este prejuicio. Porque piensa que Zenith es el gran editor y compilador de nada menos que de El libro del desasosiego. Solo por eso debe valer un lugar especial en nuestros corazones, un agradecimiento.
La condición humana.
—Cambiemos de continente. Tengo grabado en la memoria un libro de la premio Nobel de Literatura sudafricana Nadine Gordimer que ustedes publicaron, Mejor hoy que mañana (2013), cuyos protagonistas son una exitosa pareja interracial, él un joven blanco y ella una joven negra. ¿Por qué un libro te queda como grabado en el recuerdo para siempre?
—Porque la buena literatura resuena en nosotros en la medida en que se ocupa de los grandes problemas contemporáneos. La condición humana es lo que es, lo que nos iguala, pero de una manera implacable. Porque a pesar de los años, de los avances, la tecnología, nacemos y morimos, somos un segmento en el tiempo, que con fortuna es largo, o a veces más breve, tortuoso, o feliz, pero al final del camino ni las grandes preguntas ni las grandes cuestiones son las mismas para Gordimer, para Michel de Montaigne, para mí o para tí. Y en la medida que la literatura las recoge, resuenan en el lector. Estamos hablando de territorio, pero es algo que va mucho más allá de eso. Ella escarba hondo, profundo. Por eso la realidad de Sudáfrica en la voz de Nadine Gordimer no me resulta ajena, porque comparto con ellos mucho más de lo que en apariencia puedo pensar. De la misma manera que puedo compartirlo con un escritor húngaro, o bosnio. Es la condición humana que nos une, y las grandes posibilidades que abre el espíritu humano. Y quien tiene la capacidad de contarlas, consigue un texto que encuentra al lector. Nos cuenta que hay muchas más personas transitando el mismo camino. Estamos muy ensimismados, y pensamos que todo nos pasa a nosotros.
Rusos y la asfixia.
—Volvamos a Europa y a la guerra. Veo que hay varios autores rusos nuevos en el catálogo.
—La mayoría de ellos viven en la disidencia, no precisamente porque sean libros violentos con el régimen actual, sino porque no soportan el hecho de vivir en una realidad como la rusa. Por ejemplo el caso de Vladímir Sorokin, María Stepánova o de Guzel Yájina, que están escribiendo actualmente.
—¿La falta de libertad incide en la creación?
—La literatura necesita espacio. En momentos de asfixia ha sabido encontrar siempre su camino. Igual yo me pregunto qué habría sido de Ósip Mandelstam si no se hubiera sentido tan acuciado. A lo mejor, pobre, no habría llegado a escribir las maravillas que llegó a escribir.
—¿Por qué son diferentes estos autores rusos?
—Son creadores de un mundo, a través del cual hablan del mundo. No paran de hablar de ellos y de su realidad, un mundo loco, fantasioso, legendario, lo cual es habitual en el mismo Andrujóvich. A mi me gusta la literatura que crea un mundo. Ellos lo consiguen. En el caso de Vladímir Sorokin, creando una pseudo distopía del futuro, y realmente entiendes lo que están hablando sin hacer ninguna referencia, nada. Sorokin es un autor que debuta en El Acantilado en breve con El Kremlin de azúcar. Y María Stepánova con una voz poética que atraviesa toda su obra de parte a parte. Creo que son apuestas por una manera de hacer literatura que para mí es muy importante.
—Intuyo que estas apuestas son un ir a contracorriente, y más en esta época de trolls, mentiras y fake news. Muy similar a lo que pasó en las décadas del 20 y 30, antes de la Segunda Guerra. Las masas de lectores iban tras escritores como Céline y no tras Joseph Roth.
—Pobrecito, que también murió precozmente. Y tuvo un destino muy diferente. Céline, que yo creo era un gran novelista, por otro lado...
—Era un provocador.
—Exacto. Porque a su vez Roth sabía provocar pero de otra manera, con el talento, con la inteligencia, y con una literatura que se fue acercando más a lo simbólico —estoy pensando en La leyenda del santo bebedor— que es un libro que tiene dos niveles de lectura casi paralelos. La peripecia evidente de este pobre hombre, vaciado, borracho, que deambula de un lado a otro, y con un valor simbólico muy importante. Hay algo misterioso en toda la obra de Roth, siempre inalcanzable. Es más interesante Roth que Céline. Fijate que Roth fue un visionario, murió en 1939, no vivió la Segunda Guerra pero pudo ver lo suficiente e intuyó lo que iba a hacer el nacionalsocialismo. Con una claridad meridiana, no tenía dudas. Hay una carta que le escribe a Stefan Zweig —nosotros publicamos la correspondencia entre ambos— y hay un fragmento donde Zweig le dice que no tiene claro que todo aquello sea una amenaza en sentido total. Y Roth le dice “no se engañe, Stefan, esta gente primero quemará nuestros libros, y luego nos quemará a nosotros”.
—Tiempos oscuros que hoy alcanzan a la democracia. Los libros de Pedro Olalla, sobre todo el más político, Grecia en el aire, habla de eso.
—Lo de Pedro es un viaje en el tiempo, y desde las ruinas de Atenas donde se creó la democracia. Porque hoy se está vulnerando esa democracia. Aparte del estupor y dolor que esto provoca, plantea una paradoja conceptual que hay que subrayar. Y a mi me parece que Pedro, que es un hombre brillante y tiene el don natural de escritor —además de la simpatía, y que es muy guapo y un gran amigo, lo digo para que quede el registro— entendió que Grecia en el aire es su libro más político. Habla de la necesidad de intervenir en lo público, de lo que nos concierne a todos.
—El Acantilado y Latinoamérica. ¿Qué autores destacarías?
—María Negroni, es uno de mis amores literarios. Estamos publicando un libro chiquito, La idea natural, que hace un juego entre la forma y el fondo extraordinario. Habla de todos aquellos artistas y pensadores que a lo largo de los años han intentado comprender la naturaleza, estudiándola. Con textos brevísimos, chiquitos, muy poéticos, y de una agudeza que te deja fascinado. Trata de ese camino hacia la pretensión de conocimiento, de cómo ese camino a veces ha desembocado en la frustración, y en otros ha desembocado en el florecimiento de una obra muy particular, o en una unión con la naturaleza.
—Y si esa fascinación desaparece con el tiempo, ¿no te arrepientes?
—No, porque El Acantilado desde sus orígenes es una editorial de Editor. Y un Editor debería ser un lector. El catálogo termina reflejando las filias, fobias, gustos y descubrimientos del Editor. Y cada vez que encuentro un libro así, lo quiero compartir.
—Libros que luego cobran vida propia en la cabeza del lector.
—Esa es la aspiración, claro.
—Pero sobre eso pierdes el control.
—Lo del control en la vida es una ficción.