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Juan Idiarte Borda y un enigma que persiste: por qué lo mataron

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Idiarte Borda

CASI UNA NOVELA POLICIAL

El libro de Edgardo Ettlin sobre el magnicidio del presidente Idiarte Borda ilumina muchos puntos oscuros sobre el crimen del que se evita hablar.

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Es el único magnicidio de la historia del Uruguay, y poco se sabe de él. Sucedió en fecha patria, durante los festejos oficiales del 25 de agosto de 1897, cuando un joven llamado Avelino Arredondo disparó su revólver al corazón del presidente Juan Idiarte Borda por la calle Sarandí, a las 14:40 de una tarde soleada y llena de público en la ciudad vieja de Montevideo. El mandatario murió en el acto.

Se sabe poco porque la comunidad aceptó, casi sin cuestionar, una verdad “oficial” sobre los hechos: que Idiarte Borda era un mandatario muy impopular, que había que deshacerse de él, que alguien lo iba a matar, y ese “alguien” cometió una suerte de asesinato “político” necesario para la supervivencia del Uruguay. Punto. Como era de prever el período histórico anterior, los tres años de presidencia del fallecido, quedaron en el olvido como también la escalada de hechos que llevaron al magnicidio, con sus protagonismos, omisiones y responsabilidades. La historia sobre el período sencillamente queda en una nebulosa. “Mejor no hablar de eso” parece ser la regla; mejor olvidar los enigmas por todo lo incómodo que pueden revelar.

No obstante la distancia y el tiempo ayudan a comprender mejor las radicales circunstancias. Lo supo Jorge Luis Borges cuando dio en 1975 una explicación literaria de lo sucedido en la cabeza del asesino con el cuento “Avelino Arredondo”, publicado en El libro de arena. Más reciente, en 2019, un buen libro del historiador Fernando Klein, Juan Idiarte Borda, El asesinato de un presidente, abrió más la portera a la reflexión, con aportes interesantes. Ahora, en 2021, un monumental trabajo de Edgardo Ettlin, Qué solos se quedan los muertos; Crónicas sobre Juan Idiarte Borda, 13o. Presidente Constitucional de la República Oriental del Uruguay y sobre su agresor criminal Avelino Arredondo, aterriza en librerías de forma contundente. Porque es un libro grande, de 900 páginas, están todos los protagonistas y las crónicas y las cartas y otros documentos de época, con una superabundancia de información que pudo resultar abrumadora, inabarcable, pero que Ettlin sabe hilar con paciencia y sutileza sin que se pierda el interés. El lector sentirá que lee una gran novela policial.

Los instigadores

La gran pregunta es cuáles fueron las circunstancias previas que llevaron a semejante acto criminal, con todo el horror humano que ello implica.

Ettlin afirma que “lo más sustancioso de los sucesos reales son sus enigmas”, y el principal enigma, quizá, es determinar qué elementos ocultos había en la sociedad de esa época, tan obscenos que hubo necesidad de ocultarlos tras un velo pudoroso. Por ejemplo el papel de la prensa en la campaña de descrédito hacia Idiarte Borda casi desde el primer día en que asumió en 1894. Porque si hoy la gente se queja de la cloaca en que se han convertido las redes sociales, cabe citar estos párrafos de la publicación humorística El Negro Timoteo (14 de abril de 1895) cuando Idiarte Borda no cumplía aún un año de presidencia: “¿Si yo metiese en una retorta una figura de urna electoral, una multitud de gatos, una constitución hecha trizas, la sangre de pato de un pueblo que fue heroico, una ubre de vaca, una boina, una macana, una pelota, una cesta, una verruga y unas alpargatas llenas de polvo de la cancha, y luego revolviese todo eso, como para hacer mazamorra, qué es lo que se podría sacar? —Hombre, con elementos tan heterogéneos, lo único que tal vez se podría sacar, sería un señor como Juan Idiarte Borda, con una banda muy luciente en el pecho y un bastón presidencial en la mano”.

Idiarte Borda fue electo presidente en 1894 por una Asamblea General que se cansó de buscar candidatos, tras 21 días de intentos frustrados y deliberaciones infructuosas. El presidente saliente Julio Herrera y Obes no podía ser reelecto, pero su influencia era decisiva. La de entonces era una política florentina de cara a cara, enervante, donde los legisladores que debían elegir al presidente concurrían al Cabildo portando armas. En ese contexto, muy bien ilustrado por Ettlin, el vacío que dejó ese cuerpo político inoperante se llenó con alguien que carecía de talento político, un hombre que para los poderosos de turno parecía ser manipulable. No lo fue.

Idiarte Borda era un vasco cabeza dura que había hecho fortuna antes de asumir, que tocaba el clarinete y que era un muy querido hombre de familia. Se abocó a la “buena” administración de las arcas públicas. Claro que la idea de “buena” administración de entonces no es la misma que la actual. De hecho lo primero que el vicepresidente Juan Lindolfo Cuestas reinstauró el 26 de agosto, al día siguiente del magnicidio, fueron las normas que obligaban a licitar las contrataciones públicas. Idiarte Borda sufrió constantes denuncias de corrupción, tanto de sus adversarios políticos como de la prensa. Nunca se le pudo probar.

No era un don nadie. Lo defiende Ettlin: “era un verdadero hombre exitoso pero no había en ello ningún milagro. Hijo de inmigrantes, se había formado en una disciplinada ética que sabía que una vida ordenada y estable; la perseverancia y el trabajo constante, la habilidad para los negocios, la capacidad para aprovechar las oportunidades, la independencia de criterio para tomar decisiones y también ciertas convenientes relaciones personales y conexiones políticas, constituían la clave del progreso y la prosperidad”. Pero “Idiarte Borda carecía totalmente de instinto político y de habilidad negociadora, lo que contribuyó a su fatal desenlace”.

Era un país cuya identidad comenzaba a dejar de estar partida en dos, blanca y colorada, y que por sus circunstancias (pequeñez entre gigantes) debía consolidar pronto una identidad nacional para sobrevivir. El camino era lo político, entendido como el camino para construir comunidad. En un mundo que clamaba mayor participación, más democracia.

A Idiarte Borda eso no le interesó, como tampoco terminar con las farsas electorales que mantenían a los colorados en la centralidad del poder, y a los blancos enojados en la campaña. Aún así, los primeros tiempos del gobierno fueron de prosperidad. Según Ettlin, “la administración presidencial de Juan Idiarte Borda fue prolífica en iniciativas, en emprendimientos y realizaciones, que se preocupó de moralizar la administración y de racionalizar recursos”. De hecho se lo considera el padre del proyecto del Puerto de Montevideo tal como lo conocemos hoy, el creador del Banco de la República, el de la mejora de redes de telégrafo, teléfonos y ferrocarriles, el de la creación del Catastro Geométrico Parcelario, del Instituto de Higiene Experimental, y de numerosas obras terrestres y fluviales que fueron pilares del Uruguay moderno.

Y sin embargo había que matarlo.

Revolución blanca

El hastío de todos por las guerras civiles que asolaron al Uruguay durante el siglo XIX_se hacía sentir. A Idiarte Borda esto poco le importó, lo que alimentó viejos rencores en campaña y el creciente prestigio de Aparicio Saravia. Si bien el Directorio del Partido Nacional no quería un levantamiento, en noviembre de 1896 en medio de unas polémicas elecciones de Representantes del Poder Legislativo donde pasó de todo (fraude), se produjo “La Revolución de 1897”. Que no era sólo contra Idiarte Borda, sino contra el poder monopolizado por el Partido Colorado.

Llegó, entonces, el infierno tan temido para la gente de a pie: las levas compulsivas de combatientes, muchas veces contra su voluntad. En ambos bandos. Algo que el gobierno de Idiarte Borda negaba, pero ocurría. Comenzó a despoblarse el campo, pues muchos huían a Buenos Aires para evitar ese “enlistamiento”. A falta de gente llegó la crisis y la ruina de la economía. El presidente respondió a esa debacle y a esa guerra con más guerra, más armas, más limitación de libertades y censura. Se aisló. Al hambre se sumó el dolor de los muertos, ese horror sordo que comenzaba a instalarse en el seno de las familias orientales tras batallas como Tres Árboles, Arbolito, Cerro Colorado y Cerros Blancos. Enfrentamientos que dejaban tendales de heridos sin atender por falta de recursos, con padres que perdían hijos, viudas, hijos que no verían más a su progenitor... El dolor y el resentimiento estaban a flor de piel. Escribió Batlle y Ordóñez desde las páginas del diario El Día: “Veinticinco años hace que no se pensaba que una revolución blanca fuera posible y hacedera. Ha sido necesario que un señor Idiarte Borda ocupara la presidencia de la república y se empeñara, como por deliberado propósito, en abatir y desquiciar al Partido Colorado, para que el balance haya podido pensar en una revancha”.

Chivo emisario

Ettlin es cauto con las conclusiones. De hecho el libro está armado de tal forma que es el lector quien irá tomando conciencia de lo que ocurrió, tras leer las crónicas, cartas, humoradas y otros documentos de época que se transcriben. Por ejemplo, sobre las amenazas de muerte a Idiarte Borda, que eran constantes tanto a nivel público como privado. En las caricaturas de prensa de 1897 aparecían personajes gritando “¡Muera J.I.B.!!” El libro revela las cartas, anónimas o firmadas, con advertencias de conspiraciones. La crónica de esa muerte anunciada tuvo un acto fallido el 21 de abril de 1897, cuando el joven de 17 años Juan Antonio Ravecca se acercó por detrás del presidente mientras ingresaba a su casa, le apuntó con un revólver a 15/20 centímetros de la sien izquierda, accionó el gatillo pero el revólver falló. Sucedió cinco meses antes del magnicidio perpetrado por Arredondo. Esta situación de constante peligro aparece por goteo a lo largo del libro, y revela, en su acumulación, un enigma: la voluntad sacrificial de un pueblo que todavía exhibía un regusto por la violencia, pero también miedo por los profundos cambios que se estaban gestando. Como si la sangre derramada del incordio (Idiarte Borda) pudiera conjurar los males y temores que los líderes mediocres de la época no habían logrado aventar. Juego al cual el propio presidente se prestó en calidad de chivo emisario, figura que Ettlin menciona y que ya había utilizado el historiador Mena Segarra, la de un único responsable, culpable de un régimen que no había creado pero que tampoco quiso que evolucionara. Un fusible en el altar de los sacrificios.

El otro enigma es el de las responsabilidades simbólicas, más allá del brazo ejecutor. Por ejemplo, la lectura de los artículos y crónicas de los 45 diarios y revistas de época citados le irá poniendo los pelos de punta al lector por el nivel de hostilidad y violencia que detentan. Por ejemplo, hay muchos artículos de El Día de José Batlle y Ordóñez ejerciendo contra Idiarte Borda una violencia moral que, vistos desde hoy, pueden llegar a sorprender a muchos, e incomodar a otros. Sobre todo pensando en quien sería luego Batlle y Ordóñez, una de las figuras clave en la consolidación del Uruguay moderno, cívico y democrático. En ese sentido, la acumulación de documentos y artículos que llevó a cabo Ettlin en las 900 páginas instala con firmeza esta y otras sensaciones. Es, en este sentido, un libro inteligente donde queda explícita la condición de hombre del Derecho del autor, pues el relato revela una disciplina procesal, pasional, por fundamentar la prueba.

Idiarte Borda eligió su altar sacrificial, a pesar de que horas antes recibió una amenaza de muerte que desestimó contra todo consejo. Quiso que los festejos del 25 de agosto se cumplieran sin medir costos. “El presidente dispuso el gasto de entre 25.000 a 30.000 pesos oro en traer una compañía de Ópera italiana, que realizaría un espectáculo de gala en el Teatro Solís por la tarde del 25 de agosto; sin embargo los funcionarios públicos y las tropas llevaban unos ocho meses sin cobrar sus sueldos” escribe Ettlin, y agrega: “Vasco obstinado Idiarte Borda, desoiría a todo y a todos (...). Todavía estaban en los campos los heridos y muertos del combate de Tarariras, y muchos no dejaban de considerar a esas fiestas del 25 de agosto como un ultraje y un insulto”. Cuando salió con su comitiva del Te Deum en la Catedral de Plaza Matriz, decidió exponerse y caminar entre la multitud hasta Casa de Gobierno donde los esperaba un brindis con canapés y champán, pero encontró antes la bala de Avelino Arredondo.

QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS, de Edgardo Ettlin. Fundación de Cultura Universitaria, 2021. Montevideo, 906 págs. Con prólogo del Dr. Washington Abdala.

Informe Técnico Forense

El libro de Edgardo Ettlin tiene como novedad un apéndice con un Informe Médico Legal de los profesores Dr. Guido Berro y Antonio Turnes, que apunta a los argumentos de la defensa del asesino Arredondo, llevada adelante por el Dr. Melián Lafinur. Al no haber autopsia no hay prueba de que la bala haya matado al presidente, afirmó de forma osada el abogado defensor del criminal.

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