J. J. Morosoli de cerca y de lejos

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FUE POETA y ensayó escribir teatro, pero es su narrativa lo que ha colocado a Juan José Morosoli en un sitio de privilegio dentro de la historia de la literatura uruguaya. Al cumplirse 50 años de su muerte, tanto en el cuento como en la novela la huella del escritor minuano supera la mera estética del llamado "criollismo nativo". Él y su obra hoy concitan el respeto de todos los lectores, no sólo de los devotos. Más allá de las anécdotas y los personajes, Morosoli mantiene una rotunda vigencia por sus procedimientos de composición, la síntesis extraordinaria que consigue en cada texto, concebida cuando nadie en el mundo había escuchado hablar del arte "minimalista", término aplicado primero a la música y después a la plástica, el cine y la literatura. Paco Espínola registraba algo similar en 1942, en su prólogo al libro Hombres: "Rara vez sus cuentos ofrecen la sucesión normal y completa del tiempo. Morosoli hace confluir distintas horas de las vidas que pinta sobre el momento de la narración. Esto constituye generalmente un punto fijo, de escaso movimiento". De la vigencia y las sorpresas que sigue promoviendo la lectura del minuano se habla en este suplemento especial de El País Cultural. También se incluyen las valoraciones de la crítica histórica, que no siempre fueron unánimes a favor de la obra morosoliana. Y sobre todo se perfila el hombre, su época y su vida familiar a través de entrevistas a sus hijas y a su último editor.

HUGO FONTANA

VASTEDAD. PIEDRAS. Hay algunos caminos entre las sierras que a uno le gustaría saber adónde llevan. El ómnibus llega con pereza al mundo de Juan José Morosoli, aunque en la ciudad hay pocas señales de que ese fue su mundo. Avenida Brum, calle Roosevelt. Las hijas dicen que hay una calle que lleva su nombre, que está en un barrio alejado del centro de la ciudad, cerca de la estación del ferrocarril. El mundo de Morosoli queda en Uruguay, país de mala memoria al que en 1894 llegó desde el Ticino (Suiza italiana) Giovanni Morosoli Quadri, padre de Juan José, abuelo de María Luz y de Ana María.

"No conocimos al abuelo- confiesan las nietas-. La memoria familiar sostenía que había venido a trabajar a Uruguay y que por casualidad llegó a Minas. Él era albañil, vino a hacer una estancia y se enteró de que aquí había un grupo de suizos, y entonces conoció a mi abuela, María Porrini. Se enamoró y se casó. Recién siendo un hombre mayor volvió a Suiza a visitar a sus hermanos. Cuando se casó, inmediatamente empezó a tener hijos".

Juan José Morosoli recreó la peripecia de su padre en el relato Los albañiles de "Los Tapes", en el que un par de peones llegan a una estancia a levantar los muros de un cementerio.

"Papá fue el primero de los hijos y cuando cumplió nueve años ya tenía cuatro hermanos menores y mucho que trabajar -continúan-. Hay quienes insisten en que él hizo sólo hasta segundo año de escuela, pero nosotras hemos dicho mil veces que hizo hasta quinto. Estamos absolutamente seguras porque aún quedan los registros escolares en los que figura que el 12 de octubre de 1908, antes de terminar las clases, Juan Morosoli retira a su hijo porque tiene necesidad de trabajar. Cuando salió de la escuela, se empleó con un tío que tenía una librería y empezó a leer. Le empezó a gustar la literatura y se hizo amigo de otros minuanos con los que escribió Bajo la misma sombra. Dos de ellos, Valeriano Magri y Julio Casas Araújo, se fueron después a Montevideo, uno a estudiar Medicina y el otro Odontología. Papá nunca se quiso ir, estaba muy arraigado, y aunque jamás lo conversamos, sabíamos que se había marchado de la casa paterna a los 19, 20 años, a vivir con sus amigos. Entonces, con un tío y con otro muchacho abrió el Café Suizo. Lo imaginamos como los cafés madrileños de entonces. Los periodistas iban todas las mañanas a desayunar; de tarde había chocolate y té, y de noche lo habitual. El tío era bastante mayor que papá y seguramente fue quien puso el dinero. Siguieron mejorando, hasta que llegó el momento en que él quiso otra cosa; sería cuando pensaba casarse. Después del 27 abrió la barraca, primero con un socio y luego solo. Y quedó con la barraca hasta el último día de su vida".

"Los abuelos maternos eran de terror -asegura María Luz-. El abuelo no quería que mamá estudiara Magisterio, porque las mujeres no podían salir de la casa, y nuestra abuela era celosa de los novios. Entonces se carteaban. Fue un noviazgo muy largo. Mi madre contaba que después de recibirse de maestra daba clase en una escuela que estaba a dos cuadras del Café Suizo; pasaba y dejaba una cartita, y él le mandaba otra cartita con un repartidor o con un mozo del café, y ella le contestaba, y así…".

LA HIJA MAYOR. Las hermanas muestran la fotografía de un chalet enorme que, con el paso de los años, el abuelo Giovanni levantó en el barrio Olímpico, en las afueras de la ciudad.

"Era muy grande -dice María Luz- iba de una calle a otra y tenía jardín adelante y quinta atrás. La quinta la cuidaba un viejito hijo de charrúas. Nosotras nacimos allí; fuimos muy felices en esa casa. Ahora es un barrio muy poblado. Minas era igual a todas las ciudades de primera mitad de siglo. Papá iba en ómnibus a la barraca cuatro veces por día. Venía a almorzar, dormía una siestita y a las dos menos cinco mamá lo despertaba."

María Luz, once meses mayor que Ana María, cuenta que los dos partos de su madre fueron muy difíciles.

"Los dos, de nalgas. Eso contribuyó a que no pudiera tener más hijos. Las dos nacimos en esa casa, atendidas por un doctor, no con partera. Siempre oí decir a mamá que el doctor nos dio vuelta antes de nacer, metió la mano y nos puso cabeza abajo. Antes eso era habitual; ahora se hace cesárea. A ella le hubiera gustado tener algún varón. Fuimos las primeras nietas, aunque papá había tenido otra mujer, con quien tuvo una hija. Una hermana nuestra, de cuya existencia nos enteramos cuando él falleció. En esa época una hija natural era algo espantoso. La madre era una maestra de Durazno que vino a trabajar a Minas, pero cuando tuvo a su hija ya no estaba aquí. Mamá se había enterado, pero a nosotras nunca nos dijeron una palabra. Cuando papá murió, yo estaba embarazada y estaba pasando mal, y estuve poco en el velorio. Después me empezaron a mostrar las tarjetas y mi marido me dijo que ella había estado en el velorio… ¡Nos queríamos morir!"

-Yo veía a aquella muchacha llorando… -dice Ana María.

-Era preciosa, era igualita a papá - sostiene María Luz-. Yo también soy igualita a papá, pero soy petisa. Ella era alta, divina. Se murió muy joven, hace como diez o doce años.

-Papá le había dado el apellido, tenemos un sobrino divino -dice Ana María.

-Yo tenía 27 años cuando falleció mi padre y no sabíamos una palabra -dice María Luz.

-Yo vivía en campaña, para el lado de Alférez, en la frontera entre Lavalleja y Rocha, y cuando llegué al velorio vi a aquella mujer llorando tanto. Mi marido después me dijo quién era, y entonces le empecé a escribir -cuenta Ana María- . Ella tuvo un hijo; tengo fotos del sobrino cuando era chiquito.

-Ella venía una vez al mes o cada dos meses a Minas -dice María Luz-Venía en el ómnibus y mamá sabía que veía a papá, pero nunca dijo una sola palabra. Incluso una tía que trabajaba en la agencia del ómnibus jamás contó nada. Mi abuela y mis tías también se enteraron en ese momento. A mí siempre me extrañó muchísimo, personas con la cabeza tan abierta como mis padres, por qué hacían tanto caso de ese tabú. Ella había nacido en 1929, yo en 1930 y Ana María en 1931. Mi madre lo aceptó porque era un hecho, pero aquella mujer se fue embarazada de Minas y nuestra hermana nació en otro lugar. Luego la conocimos y por años vino a cada aniversario de la muerte de papá. Era preciosa, alta, elegante.

-Pelirroja -acota Ana María.

-Sí, pelirroja -confirma María Luz.

UNA CANTIDAD DE FALTAS.

-La infancia de ella fue muy tranquila, la mía no, porque somos de naturalezas muy diferentes -cuenta Ana María con una sonrisa pícara, con una chispa en los ojos, apoyando las manos en el que alguna vez fuera el escritorio de trabajo de la arquitecta María Luz-. Mis padres no podían conmigo. Pasaba el santo día jugando en la calle, tenía unas barras infernales. Pero cuando ella se fue a estudiar a Montevideo, yo me quedé al lado de papá casi como una secretaria. Aprendí a leer con él y todavía tengo muchos de sus libros. Los escritores franceses nunca me gustaron, me encantaban los rusos y devoré la literatura estadounidense, William Faulkner, Sinclair Lewis, John Dos Passos, John Steinbeck. Él leía de todo, pero tuvo una racha de escritores de lengua inglesa, le apasionaba Joseph Conrad. Después seguimos con autores latinoamericanos, que había pocos entonces. Ciro Alegría, Rómulo Gallegos. Todavía tengo un libro firmado por Jorge Amado. Cuando papá murió, el velatorio fue en mi casa y me avisaron que había gente que estaba robando libros de su biblioteca para llevárselos de recuerdo. Supe quiénes eran, pero más vale quedarse callada…

-Mi madre donó parte de la biblioteca a la Casa de la Cultura de Minas, pero allí está sin siquiera haberse indexado - afirma María Luz con una mezcla de fastidio y de resignación-. Una vez pedimos la lista de los libros, y nos mandaron los títulos pero no los autores. En una época a papá, más allá de haberse afiliado al Partido Socialista, le gustaba Stalin. "Pepe Bigotes", le decía. Pero después se fue desencantando y tuvo problemas con algunos comunistas, con Atahualpa Del Cioppo, quien venía a Minas desde hacía años con una obra de teatro infantil, La isla de los niños. Yo hice Facultad de 1949 a 1954. Mis compañeros me hablaban de Marcha, y parece que en el semanario tuvo lugar esa polémica con Del Cioppo. Tiempo después hubo un escribano que fue votado dos veces intendente de Lavalleja por el Partido Nacional, e hizo una muy buena gestión. Entonces, aún estando vivo y enseguida que terminó su actuación, le pusieron su nombre a una calle, Intendente Amilibia. Y le pidieron a papá que hablara cuando se descubriera la placa, y los socialistas de Minas lo expulsaron del partido. Como a los tres meses vino Emilio Frugoni y lo tuvieron que reincorporar, pero después de eso no quiso estar en listas ni en nada.

Vuelven a mirar la fotografía del chalet como si se estuvieran reencontrando con un mojón de su pasado. Una casa grande con techo a dos aguas, un porche, dos ventanales.

-La casa quedaba a unas cinco cuadras de la primera cancha de fútbol de Minas, de un club del que papá había sido fundador. Antes de casarse le gustaba jugar al fútbol, pero era muy patadura, así que se dedicó a la dirigencia. Poca gente en Minas lo conocía como escritor. Él era el barraquero de la ciudad.

-Escribía cuando volvía del trabajo, pero sobre todo de mañana, cuando todo estaba tranquilo. En esta casa, en esta pieza del costado, se encerraba a escribir y tenía una ortofónica, un aparato para escuchar discos. Tenía discos de tenores, de Tchaikovski, y después se le había dado por ir a los remates y comprar discos antiguos. Nos dejaban entrar en la pieza siempre que no sacáramos las cosas de su lugar. Era muy lindo el escritorio; revolvíamos, pero sin alterar nada. En ese barrio no había ruidos de ninguna clase, era casi todo campo, ni vecinos había. Los domingos se levantaba muy temprano a escribir, y a las siete de la mañana iba a una feria en la ciudad adonde juntaba anécdotas, porque venía gente de la campaña y hablaba con ellos. Siempre volvía con alguna historia, con algún cuento. A nosotros no nos llamaba la atención que él se encerrara a escribir. Mamá lo ayudaba mucho, ella leía lo que escribía. ¡Qué cantidad de faltas tenía! Ella corregía y corregía.

LAS RESPUESTAS DEL CAMPO. Ana María parece tenaz explicando que no le gustaba estudiar, poniendo distancia del carácter de su hermana.

-A mí me gusta escribir cartas - dice-. Tenemos sobrinos por todo el mundo; yo escribo cartas. Ahora le escribo a mi hija que vive en Durazno, y ella se ríe porque dice que hasta ruidos le pongo a mis cartas. Estudié inglés pero no fui al liceo. Después me casé y me fui para campaña. Estuve 16 años en el campo hasta que mis hijos empezaron la escuela y el liceo, y entonces me vine. Papá iba al campo, se enloquecía de felicidad. Por las mañanas salía a caminar y hablaba con el campo, se paraba, miraba. A mí me pasaba igual. Si me pudiera ir, me iría, pero ya estoy muy vieja. Tres días antes de que falleciera, habíamos pasado la Navidad en casa, unos días hermosos. El campo responde cuando uno le habla. A mí me encantaba la noche; hay personas a las que les da angustia. Había grandes fogatas el día de San Juan, se organizaba un baile por mes en la escuela, donde había una pieza para acostar a los bebés, así los padres podían seguir bailando. A la barraca iba mucha gente y todos contaban algo; había un calentador, agua caliente y un mate preparado. Siempre había alguien conversando y haciendo cuentos. La gente de campaña llegaba y dejaba el equipaje, las valijas. Salían para el sanatorio o para el banco, a hacer otros mandados, y después volvían a buscar sus cosas.

-Yo tenía 16 años cuando me fui a Montevideo, a estudiar al Vázquez Acevedo -dice María Luz-. A pesar de que extrañaba muchísimo, recuerdo esa época porque tuve grandes profesores. Papá le contaba a todo el mundo que yo me había ido a estudiar. Nunca comentaba nada con él, ni de los estudios ni de lo que hacía. Cuando me recibí y volví, todo bien, muchos besos, pero no había costumbre de fiestas; en casa eran enemigos de esas cosas. Después que él murió, de lo del escultor José Belloni, también del Ticino, nos mandaron las cartas que papá le había escrito. Una vez leí una en la que él le comentaba del día más feliz de su vida, cuando yo me había recibido de arquitecta. Hay muchas cosas que perdí por haber estado estudiando en Montevideo. A veces me hablaban en Facultad y me parecía imposible que lo conocieran. Él daba charlas, dio dos en el taller de Belloni y no me avisó. Hubiera ido, pero me enteraba de esas cosas después que habían pasado.

-Prácticamente no queda nada de los personajes que describió en sus cuentos o en Perico -se queja Ana María-. Los calagualeros son los únicos que quedan. La peona de campaña sigue estando. La calaguala es una planta con hojas anchas que crece en las piedras y que se utiliza para armar las ofrendas fúnebres y otros ramos de flores. Todavía hay calagualeros; un amigo de mi hija, que es perito agrónomo, llevó uno al Paraninfo y dio una charla de cómo era su trabajo. Gente muy pobre, que tiene que salir todos los días a buscar la calaguala.

-Los peones de campo ahora tienen celular, pero siguen siendo unos relegados. Ahora aparecieron los peones de los montes de eucaliptos -agrega María Luz-, los llevan en camiones, tienen que pelar los troncos, cortarlos, y cada tantos troncos les pagan. Sacan unos 50 pesos por día y después vuelven a Minas. Es como en las novelas de Jorge Amado, cada empresa tiene su boliche y ellos están obligados a comprarle a la empresa. Tercerizan: esos empresarios no son los dueños del monte.

-Ahora que lo veo de lejos, qué capacidad tenía papá para hablar con la gente de poca educación, con los vivos de Minas que querían hacerse los que sabían y no sabían, y después con la gente muy instruida. Esa era una cualidad natural. A él no le gustaba aparentar. Mamá le hacía poner corbata para sacarse fotos. No recuerdo si para nuestros casamientos se compró traje. Un sábado de tarde tenía que dar una charla en Aiguá porque se festejaba un aniversario importante del pueblo. Iba a salir a las cuatro de la tarde. Mi madre estaba planchando el mejor pantalón que tenía y tocaron el timbre. Salió a atender y cuando volvió, el pantalón estaba quemado. Rezongaba él, lloraba mamá, hablábamos nosotras, él decía "ahora con qué voy". A la vuelta de casa vivía un sastre y finalmente, no sé cómo hizo, le arregló el pantalón. ¡Tenía un solo pantalón para trajearse!

Cavilan en silencio, cada tanto miran hacia una alta biblioteca donde están guardados los libros de su padre.

-Morosoli sin Ediciones de la Banda Oriental y sin Heber Raviolo, no sería conocido por nadie. Raviolo insistió con la obra, y a los dos o tres años de muerto papá vino a hablar con mi madre. Nosotros no entendíamos mucho de esas cosas y no teníamos dinero para editarlo, y él llegó con el ofrecimiento si le dábamos la exclusividad, y entonces empezó a publicar los libros, con esa constancia que tiene, que hace nuevas ediciones y rehace los prólogos. ¡Siempre dice cosas nuevas! Raviolo era como un hijo para mi madre.

Una media hora después, el ómnibus se aleja con pereza del mundo de Morosoli. Algunos kilómetros más adelante, ya rumbo a Montevideo, se detiene para que ascienda una docena de niños y niñas raramente silenciosos. A un costado de la ruta hay un cartel: "Escuela Nº 66. Punta de los Chanchos".

Hay algunos caminos entre las sierras que a uno le gustaría saber adónde llevan.

Piedras.

Vastedad.

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