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La isla sin orillas

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Tomás Downey

Cuento del argentino Tomás Downey tomado del libro Acá el tiempo es otra cosa, finalista en Bogotá.

Gabriel se despierta después de haber dormido toda la noche junto al cuerpo de su mujer. Mira el reloj en la mesa de luz. Son las nueve de la mañana de un sábado, podría dormir un poco más. Gira hacia arriba y sin querer roza a Paula con su brazo. Está helada.
Todavía no.
Escucha ruidos en la cocina, abre los ojos y descubre que volvió a quedarse dormido. Seguramente sea Martín, preparándose el desayuno. Son casi las diez. Se levanta.
Su hijo está parado sobre un banco, observando de cerca el jarro de leche que se calienta sobre el fuego. Tiene la caja de fósforos en la mano y la sacude para que hagan ruido. Paula le enseñó a manejarse en la cocina cuando era muy chico.
El café ya está hecho. Se sientan a desayunar. Gabriel, silencioso, piensa.
—¿Y mamá? —pregunta Martín después de un rato.
—Duerme —contesta el padre. Y en ese instante toma una decisión—: Cuando termines de desayunar, guardá un poco de ropa en un bolso.
—¿Adónde vamos?
—Al Tigre.
—¿Qué es el Tigre?
—Un lugar.
Martín se baña solo, se viste solo, prepara su bolso sin ayuda. Hasta se peina y se lava los dientes sin necesidad de que nadie se lo ordene. Tiene apenas seis años y a Gabriel le resulta un poco extraño, hasta sospechoso, que sea tan independiente. Son las doce del mediodía y ya están listos para salir.
—¿Vamos a volver?
—No sé.
—¿Y mamá?
—No viene.
—¿La puedo saludar?
Después de besar la frente de Paula, primero uno y luego el otro, salen. Antes de tomarse el taxi que los llevará hasta la estación de trenes entran a un banco desierto. Milagrosamente desierto, piensa Gabriel con una predisposición mística que lo sorprende. Como si alguien más pensara por él.
Después de retirar todos sus ahorros, de vuelta en la calle, deja caer sus documentos en un tacho de basura.

El traqueteo del tren lo adormece. Cuando despierta, Martín habla con una señora que está a dos asientos de distancia. Gabriel lo llama, parco, y el chico vuelve.

La lancha colectivo va llena. Martín, asombrado por el fluir del agua bajo el bote, va con la cabeza afuera, inclinada hacia abajo. Estira la mano para tocar el río, pero no llega. Cuando empieza a lloviznar se mete adentro. De repente parece preocupado.
Los pasajeros van bajando, uno a uno. Se trepan a los muelles y se pierden en las islas, entre los árboles.
Llegan al final del recorrido y el conductor empieza a hacer las maniobras para dar la vuelta y regresar. Gabriel había estado esperando que su problema se resolviese solo, pero ahora se ve obligado a acercarse. El motor de la lancha es ruidoso. Se imagina a los peces aterrados, bajo el agua que vibra con ese estruendo inexplicable. El conductor lo mira con desconfianza.
—¿Sabe de alguien que alquile una casa, una habitación?
—¿Por acá?
—Sí, lo más lejos posible.
—Lo dejo en aquel muelle. Agarre el sendero que sale a la izquierda y camine unos tres kilómetros. Hasta una casa de techo marrón verdoso. La va a reconocer por el moho, y porque es la última. El viejo se llama Horacio.

Está lloviendo y el sendero está embarrado. Botas, no llevaron botas. Pero Gabriel prefiere no pensar en que Paula lo hubiese previsto.
Cuanto más se internan en la isla, más crece el silencio. El sonido de las lanchas se atenúa hasta desaparecer por completo. Su hijo camina detrás, entre fascinado y temeroso. Los sigue un perro blanco, un cachorro del tamaño de una rata de campo. Se acerca con la cola entre las patas, gime. Martín le tira una galletita, luego otra.
El sendero bordea un arroyo, dobla en un codo y continúa junto a otro cauce más angosto. Entre orilla y orilla hay unos tres metros. La vegetación es cada vez más densa. Hace rato que no hay construcciones.
Paran a descansar. Toman agua, comen algo. Martín pregunta por la madre.

La casa aparece rodeada de árboles. El musgo trepa por las paredes, se adhiere al techo. Es de un verde fluorescente, irreal.
Gabriel aplaude. El perro suelta un ladrido nervioso.
Un hombre de unos setenta años, petiso y corpulento, aparece desde el fondo. Tiene la barba muy crecida y ojos pequeños, de mirada tranquila. Gabriel se presenta. Se dan la mano. La de Horacio está embarrada. La piel de los dedos es callosa, bien áspera.
No hacen falta explicaciones, apenas tres palabras. Entran a la casa. Una cocina con una salamandra. Un baño. Una habitación con una cama de dos plazas. Desde todas las ventanas se ve el arroyo. A Gabriel lo sorprende que la casa esté tan limpia, apenas algunas telarañas que saca con la mano.
Horacio vive en la cabaña de al lado. Es el cuidador. Los dueños no vienen desde hace meses, comenta. Pero enseguida se corrige: hace años. Pregunta cuánto pueden pagar.
En el muelle hay una canoa que todavía flota. Pueden usarla para ir hasta el almacén, más o menos un kilómetro.

Martín camina hasta el arroyo. El perro blanco lo sigue. Gabriel se sienta sobre un tronco a mirarlo; ya no llueve pero todo está mojado. Hace algunos cálculos, la plata que tiene les alcanza para unos cinco meses. Seis, a lo sumo.

A unos veinte minutos de caminata, donde termina el sendero, encuentran una casa abandonada; después hay pantanos, bosques bajos y espesos, arroyos que serpentean y desbordan por todos lados.
Es ahí donde Gabriel ve a Paula por primera vez desde que están en la isla. Ella lo mira desde una ventana en el primer piso, a través del vidrio sucio y opaco.
Martín juega sobre un árbol caído. Él desvía la mirada y camina hasta el arroyo pisando sobre ramas podridas. Después de un minuto o dos mira de nuevo. Paula sigue ahí. Piensa en preguntarle a su hijo si también la ve, pero prefiere no hacerlo. Teme que diga que sí.

Martín duerme, agotado tras un día particularmente intenso, distinto. Gabriel está demasiado despierto, los ojos bien abiertos recorriendo el techo, las manchas de humedad que se superponen y se continúan.

Ahora ve a Paula con frecuencia. Entre los árboles del fondo; caminando por los pastizales del otro lado del arroyo; o debajo del agua, flotando a cinco centímetros de la superficie. Ella, a veces, lo mira a los ojos. Pero en general lo ignora; se queda absorta en la corriente, el cielo, o lo que sea.

Su hijo se adapta rápido, anda de acá para allá y no le tiene miedo a nada. Juega con el perro o corta leña con Horacio, que le está enseñando a usar el hacha. Pero no para de preguntar por Paula. Gabriel responde con evasivas. En algún momento tendrá que explicarle. Todavía no.
El clima mejora, empieza a hacer calor.

Gabriel está en el muelle. Martín se acerca y pregunta cuándo van a volver, dónde está su madre. Él lo mira en silencio. El chico frunce la boca, parece a punto de llorar. Después baja las escaleras y se sienta al ras del agua, con las piernas sumergidas. Gabriel cierra los ojos y cuando los abre su hijo ya no está.
Son diez escalones. Los baja rápido, pero no corriendo. Lo ve unos metros más allá, surge desde abajo, agitando las manos, y vuelve a hundirse. Gabriel se saca las zapatillas, la remera, el pantalón y se tira al agua. Por un momento, entre brazada y brazada, piensa en llegar tarde, en no encontrarlo; pero ahí está, muy cerca. Sus dedos se cierran sobre la remera.
Gabriel se acerca a la orilla y logra hacer pie en el lecho arcilloso. O casi: tiene que ir dando saltos para sacar la cabeza y respirar. Lleva los brazos estirados hacia arriba, agarrando a Martín de la cintura, sosteniéndolo fuera del agua. Avanza y siente el barro entre los dedos de los pies.
De vuelta en el muelle, el chico vomita un líquido entre marrón y amarillento.

Hace mucho calor. Gabriel le estuvo enseñando a nadar a su hijo. Desde que lo salvó del agua se siente más necesario, tener un propósito lo ayuda a anclarse en el tiempo. Ahora descansan al sol. Paula se acerca y se sienta junto a ellos. Es silenciosa. Martín está de espaldas, va a pasar un rato hasta que la vea.
Gabriel le mira las gotas de sudor sobre la frente, los ojos, el pelo que se mueve por el viento, los pies descalzos. Parece más joven. Acerca una mano y la toca. La piel está tibia y húmeda.
Nadie dice nada. Hasta que Martín se da vuelta y la ve.
—Mamá.
Ella le sonríe. Él corre y la abraza.

El sol empieza a bajar y los tres caminan hacia la casa. Horacio está en el jardín y mira a Paula como si la conociese. Ella se acerca y le dice algo que Gabriel no llega a escuchar. El otro asiente.
Esa noche cenan todos juntos. Paula cocina para los cuatro. Comen en silencio, toman un poco de vino. Horacio se va.
Martín duerme en el medio de la cama. Paula y Gabriel se miran. Él espera a que ella hable. Que explique de dónde viene, cómo llegó, qué busca. O que pregunte por qué, por ejemplo, para que él pueda responderle que no sabe. Pero ella no dice nada. Y se duerme.
Gabriel pasa la noche mirándola, escuchándola respirar.

Gabriel comprueba que el dinero que tenía se acabó, solo le quedan unos pocos billetes. Pensar en cuestiones tan mundanas, conviviendo en esa isla perdida con un hijo que lo ignora, un desconocido y una mujer muerta parece estúpido. Pero es cierto. Y él busca un motivo para hablar con Paula. Cualquier excusa para poder empezar a salir de ese estado de ensueño; y quizás hasta de esa isla.
Pero cuando se acerca ella lo mira, le sonríe y sale de la casa antes de que él abra la boca. Gabriel la mira confundido desde la ventana. Lleva un vestido azul y sigue descalza, tiene el pelo suelto, casi rubio, desteñido por el sol. La ve atravesar el jardín hasta donde está Horacio, que construye una pajarera. Los ve hablar. Horacio escucha, luego asiente.
Ese mismo día, Gabriel se acerca para pagarle. Quiere, al menos, darle lo poco que le queda. Pero Horacio se niega a aceptarlo. Sonríe y dice que no sin siquiera abrir la boca.

Martín y Paula se van a caminar. Gabriel se queda solo, en el muelle. Trata de pescar. Los peces se deslizan a través del agua; naranjas, rojos, amarillos. Él los ve, pero ninguno se acerca a su anzuelo. Deja la caña, se recuesta a la sombra y se pregunta adónde se habrán ido los insectos, los pájaros. Sin darse cuenta, se queda dormido.
Cuando despierta ve a Paula y a Martín en medio del jardín. Están de pie, agarrados de la mano, mirándolo. Gabriel cree entender algo en la distancia con la que lo miran, estuvo actuando para ellos sin saberlo, todo lo que lo rodea es un escenario. Pero está mareado, por el sueño, por el calor, por el silencio que le zumba en los oídos; y esas ideas que lo rondan mientras camina hacia ellos son demasiado abstractas, no llegan a asentarse y se terminan desvaneciendo.
—¿Qué pasa? —pregunta. Martín no responde. Gabriel insiste.
—Mamá me llevó a la casa abandonada
—¿Sí?
El chico se mira los pies embarrados.
—¿Y qué hay ahí?
—Gente.
Gabriel levanta la cabeza. Paula le sonríe y asiente con esa dejadez tan suya. —¿Gente?
—Sí, mamá los vio.
—¿Y cómo son?
—Igual que vos, que yo. Caminan, usan ropa, se hacen la comida —dice Martín, y levanta la mirada. Tiene el ceño fruncido. Después se aleja con su madre en dirección a la casa.

Gabriel necesita distraerse. Sube a la canoa, rema, se aleja en dirección al cauce principal. Pero cuando deja de mover los brazos la corriente lo devuelve. Él sabe que eso no puede estar pasando, que los arroyos bajan hacia el río, el río hacia el mar. Debería estar yendo en la otra dirección.
No puede estar pasando, pero pasa.

Martín y Paula trabajan en la huerta, pescan todos los días. Son autosuficientes y la comida sobra. Gabriel se acerca al muelle, quiere ofrecerles ayuda pero está claro que no lo necesitan. Se queda sentado a unos metros, a la sombra, mirando las siluetas que se recortan sobre el fulgor del arroyo.
El perro se aleja con un pescado entre los dientes. Lo entierra al fondo, más allá de la casa, donde el terreno se vuelve pantanoso.

Gabriel sigue a su mujer y a su hijo por el sendero y los ve entrar a la casa abandonada. Los observa a través de las ventanas mientras recorren los ambientes. Después se quedan en un rincón, inmóviles. No puede verles la cara pero juraría que tienen los ojos cerrados.
Cuando se van, él se acerca. La casa emite un brillo pálido. La puerta está arrancada de cuajo. El interior es oscuro y silencioso. Hay enredaderas creciendo entre el cemento agrietado. Trepan por las paredes y el techo, después se secan y vuelven a crecer. Gabriel busca. Espera encontrar algo, cualquier cosa. Pero ahí no hay nada.

Los días rebalsan y se derraman uno sobre el otro. Hay veces en que el sol no baja por semanas y noches que duran varios días. Gabriel camina hasta el muelle, se sienta con las piernas en el agua. La canoa está hundida desde hace un tiempo. Se ve la punta, la madera podrida asoma sobre el agua. Piensa que tendría que buscar la forma de ponerla a flote. Pero no tiene herramientas ni sabría cómo usarlas. Tal vez dentro de un tiempo.
Todavía no.

Gabriel mira Paula y a Martín, sus cuerpos sobre la cama. ¿Cuándo creció tanto su hijo? ¿Y hace cuánto desapareció Horacio?
Se levanta y sale de la casa. Es de noche y hace calor. Camina descalzo hacia el fondo. El pasto está empapado, el agua fresca le trepa por las piernas. Sobre el final del terreno hay un montículo. Unas piedras apiladas, unas flores secas, deshechas.
Gabriel recuerda a Martín, tan alto ya, tan fuerte, cavando un pozo.
El cuerpo de Horacio sobre una carretilla, cubierto por una sábana vieja.
La mañana helada en que cayó muerto sobre el pasto mientras cortaba leña.

Gabriel se pierde por los pantanos. Lleva las botas que eran de Horacio. Camina hasta que el agua le llega a las rodillas y los pies se le enganchan entre las raíces. Después tarda horas en encontrar la casa. Pero siempre vuelve, no importa para qué lado vaya.
O se acuesta en el pasto, con la cabeza hirviendo, bajo el sol. Hasta no aguantar más. Entonces se mete en el río y da brazadas furibundas, dejando caer los puños como si fuesen piedras.
¿Por qué sigue ahí? Podría irse caminando por donde llegaron. Apenas tres kilómetros. Subirse a una lancha, tomar el tren, volver a la ciudad.
Se dice que es por Martín, porque no puede dejarlo solo. Pero ni eso es cierto.
Es simple: bastaría con salir del agua, ponerse ropa, irse. Nada se lo impide.
Pero no. Todavía no.

Siguen compartiendo los tres la misma cama. Gabriel no duerme, apenas descansa un poco el cuerpo, apretado contra la pared para ocupar menos espacio.
Sale al jardín, necesita caminar. El sol flota inmóvil sobre el horizonte en un amanecer perpetuo. La niebla es densa. Al fondo se oye un gemido. El olor es ácido y penetrante, le pica en la garganta. Se acerca y distingue una pila de pescados podridos que se confunden con las ramas, las hojas, el barro. Después ve al perro, recostado más allá, temblando y enfermo. Gabriel lo mira hasta que deja de respirar.

Paula nada con brazadas cortas y precisas, de espaldas. Está desnuda y el sol se adhiere a su cuerpo mojado. Gotas que brillan en sus piernas, el vientre, los pechos. Martín está en el muelle, talla un dibujo sobre la madera con un cuchillo.
Gabriel los espía desde la casa, a través de una ventana sucia, muerto de frío.

EL AUTOR.

TOMÁS DOWNEY (Buenos Aires, 1984) es guionista egresado de laEscuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC) de Buenos Aires, y autor de una novela aún inédita. En estos momentos trabaja en un nuevo libro de relatos. El cuento adjunto se tomó del libro Acá el tiempo es otra cosa (Interzona/Aletea, 2015), uno de los cinco finalistas del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez convocado por la Biblioteca Nacional de Colombia. El libro ya había obtenido el Primer Premio en género cuento del Fondo Nacional de las Artes de Argentina, edición 2013.

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