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Una historia de piratas, saqueos y muerte

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Henry Every

Mar afuera, y al margen de la ley

Es la historia del huidizo y cruel Henry Every, pirata que casi paralizó el comercio mundial en el siglo XVII.

El siglo XVII fue complejo. Calificado como “el siglo barroco” (en España el Siglo de Oro), en el mundo de la cultura hubo acontecimientos inigualables, como la publicación del Quijote, las obras de Luis de Góngora, Francisco de Quevedo y Lope de Vega, las composiciones de Antonio Vivaldi, Johann Sebastian Bach y Georg Friedrich Händel, las pinturas de Diego Velázquez, Caravaggio y Johannes Vermeer. También los avances en el área de la física y la astronomía fueron notables: en esos cien años convivieron Galileo Galilei, Isaac Newton, Johannes Kepler y Edmond Halley, y se divulgó el pensamiento de René Descartes, de Voltaire y de Baruch Spinoza. Pero también fue un siglo de hambrunas, epidemias, guerras y grandes cambios políticos, del predominio de Francia en Europa, de los reinados de Felipe IV y de Carlos II en España, y del fortalecimiento del Parlamento inglés en detrimento de la Corona.

Fue justamente en Londres, entre 1599 y 1600, donde se fundó la Compañía de las Indias Orientales, destinada a ser una de las mayores empresas de comercio internacional y la primera en convertirse en una sociedad anónima y en emitir acciones, algo así como el germen más temprano del capitalismo, que se extendería y fortalecería en los siglos venideros. Uno de los primeros destinos de la Compañía fue la India, punto clave del comercio de aquel entonces: prendas de algodón, telas y especias eran las mercancías que movían al mundo. Las primeras sucursales o factorías se establecieron en la bahía de Bengala, en Madrás y, por último, en Bombay. En el comienzo la gestión más delicada que llevaron adelante los agentes británicos fue la de establecer acuerdos con las autoridades del Imperio Mogol, de raíz islámica, que por entonces ejercía un dominio absoluto de la región.

Con el paso de los años, la Compañía llegó a ejercer un poder tan significativo como el de la propia Corona británica y el de su incipiente Estado, con enormes recursos económicos y una flota constituida no solo por barcos mercantes sino también por navíos de guerra destinados a vigilar aquellos mismos mares. Pero el permanente tráfico de riquezas incalculables había visto proliferar un viejo y siempre redituable oficio, el de la piratería, con sus propios itinerarios, sus propias leyes y sus propios intereses. No es que recién entonces a alguien se le hubiera ocurrido la idea de robar un barco ajeno; el origen de estas prácticas se remontaba a los más remotos tiempos. Durante el siglo XVI la principal actividad de los piratas se había concentrado en el mar Caribe, por donde se desplazaban los barcos españoles cargados de oro de sus colonias americanas, y que eran víctimas frecuentes de desaforados ingleses, franceses y holandeses. Los galeses Henry Morgan y Bartholomew Roberts fueron algunos de los piratas más famosos, pero ninguno de ellos pudo competir con la gloria de sir Francis Drake, feroz saqueador que fuera declarado héroe y nombrado caballero por la mismísima reina Isabel I en 1581.

Gentiles al mar

Ya avanzado el siglo XVII, el Caribe perdió algún interés y los piratas se fueron desplazando hacia otras zonas de mayores dividendos, como el Mar Rojo y el Océano Índico. Precisamente en estas aguas, en setiembre de 1695, una flota comandada por el inglés Henry Every asaltó dos barcos pertenecientes al emperador mogol de la India, Abu Muzaffar Muhiuddin Muhammad Aurangzeb, obteniendo un botín estimado en más de 20 millones de euros actuales, compuesto por oro, tejidos y especias. El primero de los saqueados fue el barco escolta Fath Mahmamadi, en tanto el segundo, propiedad de la corona india, fue el Ganj-i-Sawai (“tesoro excesivo”, en idioma persa). Ambos navegaban desde el Mar Rojo con decenas de hombres y mujeres —muchas de ellas parientes de Aurangzeb— que habían peregrinado a la Meca y que regresaban a su hogar. El abordaje fue de una brutalidad sin límites: la mayoría de los hombres fueron torturados y arrojados al mar, y las mujeres fueron violadas y humilladas durante varios días. Cuando los sobrevivientes llegaron al puerto de Surat y el emperador fue informado de lo ocurrido, se puso en peligro todo un entramado comercial que había llevado décadas construir, y la primera consecuencia fue el encarcelamiento del encargado de la Compañía de las Indias Orientales con asiento en Bombay.

Henry Every (o Avery, o Ben, o Benjamin Bridgeman, según las ocasiones y las versiones) había nacido alrededor de 1650 en Devonshire, un condado ubicado en el suroeste de Inglaterra, y apenas adolescente se había enrolado en la Marina Real. Poco después se dedicó al lucrativo tráfico de esclavos trabajando para el gobernador de las Bermudas, época en la que dio comienzo su fama de hombre arrojado y poco apegado a ciertas leyes que protegían la propiedad ajena. En 1693 se enroló en la Spanish Expedition Shipping, una empresa cuyo propietario era James Houblon, emparentado con altos cargos políticos británicos, que comerciaba con productos españoles y organizaba expediciones para rescatar tesoros de barcos hundidos, en particular en el Caribe. A fines de ese año una flota compuesta por el James, el Dove, el Seventh Son y el barco insignia Charles II partió de Inglaterra rumbo al puerto de La Coruña, donde se aprovisionaría de lo necesario para seguir navegando. Pero desinteligencias de todo tipo, y la negativa de Houblon a pagar lo acordado a los tripulantes, hicieron que la expedición se truncara: la flota quedó varada durante semanas y los marinos empezaron a temer ser vendidos como esclavos a los españoles.

Hasta que el 7 de mayo de 1694 un grupo de hombres del Charles II, comandado por Every, se amotinó y se adueñó del barco. Por horas todo fue confusión, y algunos de los oficiales declararon su intención de no acompañar el motín. Every, de cierto modo caballeresco, permitió que diecisiete de ellos abandonaran la asonada y se embarcaran en una pinaza que pondría rumbo a la costa coruñesa. Como la barca hacía agua y no habría podido navegar las diez millas que la separaban de tierra firme, sus ocupantes les pidieron a los amotinados que les tiraran un balde, lo que estos hicieron salvándolos de una muerte segura. “Al final quedaron embarcados en el Charles II unos ochenta hombres”, cuenta Steven Johnson (Estados Unidos, 1968) en su estupendo libro Un pirata contra el capital. “A medida que ganaban velocidad, Every rebautizó el buque: ahora los hombres navegaban en el Fancy —literalmente ‘elegante’, ‘lujoso’, en alusión tanto a la prestancia del navío como al tesoro que esperaban conseguir.”

Democracia

Las leyes internas de la piratería aseguraban un sistema más cercano a la democracia que cualquier otro tipo de gobierno establecido en aquellos tiempos. Lo mismo ocurría en cuanto al reparto de los botines y a la retribución que cada uno de los piratas recibía. Johnson pone como ejemplo que “la remuneración que dan hoy a los ejecutivos de una empresa estadounidense es, como media, 271 veces mayor que la del empleado promedio. En un navío de la Marina Real británica del tiempo de Every, el comandante y los oficiales ganaban un salario diez veces mayor que el del marinero cualificado”. Los piratas, en cambio, se repartían lo obtenido en partes iguales, con ligeras diferencias para el capitán, el primer oficial y el doctor. Pero no solo en esto se destacaba su régimen: todos tenían un voto igualitario al tomar las decisiones, todos tenían derecho a la misma comida y a los “licores espirituosos”, y todos recibirían ordenadamente su compensación económica. Estaba prohibido jugar a los dados o a las cartas, tomarse a golpes de puño en el barco, desertar o descuidar sus armas, y si “un hombre roba a otro, se le cortarán la nariz y las orejas y se le abandonará en tierra, en algún lugar en el que encuentre sin duda penurias”. “Los músicos disfrutarán por derecho de descanso los sábados”, fijaba una de las reglas más singulares. “El resto de los días, solo si se les concede el favor.”

Mientras tanto en Londres, apenas llegadas las noticias del motín, Houblon y sus socios empezaron a exigir la intervención de la Justicia, al mismo tiempo que en las calles los juglares y pregoneros comenzaron a ensalzar el valor y los atributos de Every en versos cargados de alabanzas. Este, por su parte, ya había decidido la ruta que seguiría el Fancy, y pocos días más tarde de haber partido de La Coruña hicieron una primera escala en Cabo Verde, donde asaltaron tres barcos ingleses, retuvieron por unos días al gobernador portugués y se aprovisionaron para seguir viaje a Madagascar, un paraíso donde las únicas leyes imperantes eran las de los propios piratas, y desde donde se podía navegar rumbo al Océano Índico, el que sería escenario de sus mayores fechorías. Antes de llegar a la isla hicieron una breve incursión en costas guineanas, donde atraparon a algunas decenas de aborígenes destinados a convertirse en esclavos. Justo en esos mismos días un barco partía de Surat cargado de hombres y mujeres, la mayoría de ellos dignatarios de la corte de Aurangzeb, cuyo destino sería La Meca.

Volviendo a casa

Ya perpetrado el sangriento incidente, y tras navegar sin derrotero demasiado preciso, repartiendo y disfrutando en soledad de todo lo hurtado, Every y sus secuaces decidieron desandar el camino que los había llevado hasta la India y emprendieron un interminable viaje que pondría al Fancy a orillas de las Bahamas: cruzar de lado a lado el Atlántico, sortear toda clase de peligros, confiar en las gentilezas de un clima que solo la buena suerte les podría garantizar, y arribar a un puerto que les ofreciera una cobertura fiable, fue una verdadera hazaña. Llevar a bordo algunas decenas de africanos —el tráfico de esclavos era una actividad respetable— les permitió camuflar sus actividades, e incluso negociar con un gobernador más corrupto que los propios piratas. Establecidos durante algún tiempo en la paradisíaca isla, pudieron entonces planificar sus futuros destinos. Algunos de los marinos decidieron quedarse en aquellos lugares, otros navegaron hasta las costas de lo que luego sería Estados Unidos y se asentaron en Rhode Island, y otros, más atrevidos, decidieron regresar a Gran Bretaña, confiados en cierto grado de clandestinidad y en el impredecible azar.

Pero la Corona había decidido castigar con todo el rigor de la ley a aquellos que se habían atrevido, más allá de cometer un acto de piratería, a poner en riesgo acuerdos comerciales que significaban fortunas para algunos de los más encumbrados ciudadanos. Un puñado de los otrora piratas, incluido el propio Every, emprendió el camino de regreso a la distante patria y se sospecha que casi todos entraron a las Islas Británicas por Gales, sobornando funcionarios a diestra y siniestra, con la intención de reunirse con sus familias o asentarse a gozar de las riquezas obtenidas. Pero las autoridades tenían que mostrarse capaces de administrar los más severos castigos, tratando de convencer a un lejano emperador de que los compromisos eran más fuertes y determinantes que la incierta gloria de una banda de ladrones.

Algunos de estos equívocos y nostálgicos marineros fueron capturados al poco tiempo y sometidos a la inclemencia de los jueces. Cinco de ellos fueron condenados a la pena de muerte y conducidos al siniestro Muelle de las Ejecuciones. “Los piratas que eran colgados allí —a menudo dejaban sus cadáveres colgados, descomponiéndose durante días— hacían también las veces de mensaje para la comunidad náutica”, relata Johnson. Y agrega que en esos casos se usaba una soga más corta de lo habitual, lo que significaba que “el cuello no se rompería cuando la plataforma que los sostenía fuese retirada”, y los piratas morirían por asfixia, agonizando lenta y largamente. Nunca nadie pudo dar con el paradero de Henry Every, quien se había convertido por algunos meses no solo en el pirata más famoso sino también en el hombre más buscado del mundo, un individuo que había puesto en peligro un sistema de relaciones comerciales que todavía sigue rigiendo la marcha de la economía global.

UN PIRATA CONTRA EL CAPITAL, de Steven Johnson. Turner, 2020. Madrid, 279 págs. Traducción de Miguel Marqués.

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