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Henry James, Nathaniel Hawthorne y aquel mundo magnífico

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Nathaniel Hawthorne
Library of Congress

Reedicion necesaria

La editorial Pre-Textos acaba de recuperar un largo ensayo Nathaniel Hawthorne escrito por Henry James. Llegan así juntos dos intelectuales geniales e inigualables del siglo XIX.

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Contenido exclusivo para suscriptoresAveriguando las fechas del escritor inglés nacido en Estados Unidos, Henry James (1843-1916), me tropiezo con un párrafo imperdible de la diosa Wikipedia, que copio sin más: “Henry James padecía un tartamudeo atenuado. Lo consiguió superar al desarrollar el hábito de hablar muy despacio y prudentemente. Ya que creía que la buena literatura debía parecerse a la conversación de un hombre inteligente”.

A pesar de narraciones magistrales como Otra vuelta de tuerca o Los papeles de Aspern, James vivió siempre la paradoja de ser un escritor que vendía poco sus libros y, con todo, era respetadísimo entre los escritores mismos y, en su labor como crítico y ensayista produjo textos excelentes, como lo demuestra este ensayo sobre Nathaniel Hawthorne, que doña Wikipedia considera, con razón, un clásico, y que le fue encargado poco tiempo después de instalarse en Inglaterra, hacia 1878.

Un tipo callado

Llegué a este magnífico ensayo de James gracias a mi devoción por Nathaniel Hawthorne (1803-1864), autor de dos novelas simplemente excepcionales, La casa de los siete tejados (mi preferida entre las dos) y La letra escarlata, la más famosa, considerada por James como la gran novela norteamericana del siglo XIX. Me tomo la libertad de recetar la lectura de ambas, si bien debo aclarar que cuando James escribió su ensayo —en 1879— ya estaba olvidada una novela publicada en 1850, Moby Dick, dedicada a Hawthorne por un joven admirador llamado Herman Melville, quien sería largamente olvidado como autor, hasta su resurrección en la memoria literaria norteamericana ya avanzado en siglo XX, hacia su tercera década.

Henry James comienza diciendo que “La carrera de Hawthorne quizás sea la más tranquila y sin incidentes que pueda caerle en suerte a un hombre de letras. Fue, de un modo casi sorprendente, pobre en acontecimientos y en lo que podríamos llamar calidad dramática. Pocos hombres de igual genio e igual eminencia habrían llevado una vida tan sencilla”.

Cuenta James que “Hawthorne descendía de la estirpe puritana más acendrada” y que “no nació con un patrimonio que heredar y sus ingresos, a lo largo de su vida, fueron siempre de proporciones modestísimas”. Cuando tenía catorce años se fue a vivir a Raymond, Maine, a orillas del lago Sebago. Ya mayor, se refirió a Raymond como el lugar “donde adquirí la maldita costumbre de la soledad”. En 1821 entró a estudiar en el Bowdoin Collage, en Brunswick, Maine. Allí fue compañero de Longfellow.

Hacia 1837 volvió a Salem. Hawthorne “se comunicaba poco, incluso, con los miembros de su familia. Con frecuencia se le dejaba la comida ante la puerta cerrada de su cuarto, y era raro que los cuatro habitantes de la vieja mansión de Helbert Street se reunieron en torno a la mesa familiar. Jamás le leyó sus cuentos a sus hermanas y a su madre… La costumbre de la casa era que cada miembro de la familia viviera a su aire, solo (…) [Hawthorne] “salía poco de día y casi nunca paseaba por la ciudad si no era de noche. Una vez que oscurecía, caminaba kilómetros y kilómetros por la costa o vagabundeaba por las calles adormiladas de Salem”.

La sangre puritana

Sobre su vocación de escritor, el mismo Hawthorne se burla de sí mismo y de su oficio, visto por los ojos de sus antepasados puritanos. Al respecto escribió esto en el prólogo para La letra escarlata: “Cualquiera de esos severos y siniestros puritanos habría considerado suficiente castigo a sus pecados el hecho de que después de tantos años el viejo tronco del árbol familiar, cubierto de tan venerable musgo, hubiera producido como rama más alta un holgazán como yo. No le habría parecido loable ninguno de los objetivos que me he propuesto (…). ‘¿A qué se dedica ése?’, murmura la sombra gris de uno de mis antepasados a la otra. ‘¡Escribe libros de cuentos! ¿Qué ocupación es ésa en la vida? ¿Qué manera es ésa de glorificar a Dios o de servir a la humanidad en su vivir y reproducirse día a día? ¡Ese degenerado podría haberse dedicado lo mismo a la estafa!’ ¡Éstos son los cumplidos que nos intercambiamos mis antepasados y yo a través del abismo del tiempo! Pero pueden despreciarme todo lo que quieran: rasgos esenciales de su carácter se han mezclado con los míos.”

A lo que sentencia Henry James: “La sangre puritana corría limpia por sus venas. Hay pasajes en los diarios que llevó durante su estancia en Europa que podrían haber sido escritos por los más severos notables de la antigua Salem. Para él, como para ellos, la consciencia del pecado era el aspecto más improcedente de la vida”.

Cito a James: “A principios de 1839 Hawthorne recibió, gracias a una recomendación, un puesto como pesador y tasador en la aduana de Boston”. Después, Hawthorne escribirá: “Para mí es bueno, por muchos motivos haber pasado parte de mi vida en la aduana. Sé mucho más de lo que sabía hace un año. Creo tener mayor capacidad para comportarme como un ser humano entre los seres humanos. Sé más de este mundo, y de cosas que no pertenecen del todo a este mundo. Y cuando abandone esta profesión terrena en la que ahora estoy sepultado, nada de lo que tenga que desprenderme se aferrará a mí. Nadie notará —confío— por mi aspecto o el tenor de mis pensamientos y mis sentimientos que he sido un funcionario de aduana”. En 1846 lo nombraron en la aduana de Salem como inspector y poco después fue despedido. En 1849 comenzó La letra escarlata.

Después de la publicación de un libro de cuentos, en el invierno de 1849 su editor, James T. Fields, visitó a Hawthorne en Salem. Cuenta que “vivía en una humilde casa de madera (…), lo encontré, como me temía, muy decaído”. Fields lo invitó a que publicara algo “y Hawthorne le respondió llamándole la atención sobre la escasa popularidad de sus obras ya publicadas [los cuentos] habían alcanzado, y declarando que no había hecho nada nuevo ni tenía fuerzas para hacer nada.” Field lo animó y se despidió. “No había llegado a la calle, sin embargo, cuando Hawthorne lo alcanzó a la carrera y, poniéndole en la mano un manuscrito, le pidió que se lo llevara Boston, lo leyera y le diera la opinión sobre él. ‘O es muy bueno o es muy malo’ dijo el autor, ‘yo no puedo decirlo’. ‘En el viaje de vuelta a Boston’, dice el señor Fields, ‘leí el germen de La letra escarlata; antes de acostarme esa noche, le escribí una nota exultante de admiración a propósito de la historia maravillosa que había puesto en mis manos y le dije que al día siguiente volvería a Salem para acordar su publicación”.

Escribe James: “En 1850, cuando se publicó La letra escarlata. Hawthorne tenía cuarenta seis años, así que parece que la popularidad tardó en llegarle. Por otra parte, hay que recordar que no había reclamado la atención del mundo con excesiva energía (…). La verdad es que Hawthorne no debió de ser demasiado ambicioso. Su producción no es abundante, y su literatura tiene un toque evidente de generosa indolencia. Poseía una agradable falta de impaciencia (…). Ahí reside el verdadero encanto de la literatura de Hawthorne: en la pureza, espontaneidad y naturalidad de su fantasía”.

“Fue un gran éxito, y de la noche a la mañana Hawthorne se descubrió famoso. El autor de estas líneas, que entonces era un niño, recuerda vagamente la conmoción que el libro producía, y el leve estremecimiento con que la gente aludía, como si un horror peculiar se mezclara con sus atractivos (…) En lo que atañe a Hawthorne, se tomó la cosa con mucha modestia. A propósito de la posibilidad de empezar a trabajar en una nueva novela, le escribió a su editor diciéndole que lo que había hecho tan popular la historia de Hester Prynne sólo era el capítulo introductorio. La verdad es que la publicación de La letra escarlata fue en los Estados Unidos un acontecimiento literario de primera importancia. Se trataba de la más preciosa obra narrativa aparecida hasta entonces en el país. El recibimiento que mereció el libro demuestra que había conciencia de esa circunstancia: la satisfacción implícita en la idea de que los Estados Unidos de América habían producido una obra que pertenecía a la literatura de primera fila”.

Henry James hace un juicio muy laudatorio de La letra escarlata: “es una novela bella, admirable, extraordinaria, y posee en su más alto grado el mérito al que ya me he referido como el rasgo característico de las cosas mejores de Hawthorne: una indefinible pureza y liviandad en su concepción, una cualidad que en una obra de arte nos impresiona tanto como la ausencia de vulgaridad en un ser humano”. Y dice más adelante: “nunca una historia de amor fue menos un love-story que ésta”.

Cuenta James que su siguiente novela, La casa de los siete tejados, fue escrita en Lenox, un pueblo al abrigo de las montañas de Massachusetts, en uno de los rincones más hermosos de Nueva Inglaterra, al que Hawthorne se trasladó después de que el éxito de La letra escarlata se hiciera evidente, en el verano de 1850, y donde vivió dos años en una casa de color rojo, pequeña e incómoda. “El paisaje es espléndido y generoso, y hace treinta años un hombre dotado de fantasía y decidido a trabajar habría encontrado en él inspiración y tranquilidad. Hawthorne encontró las dos cosas, hasta tal punto que escribió más durante los dos años que vivió en Lenox que en ningún otro período de su carrera. Empezó La casa de los siete pecados, que terminó en los primeros meses de 1851. Es la más larga de sus tres novelas americanas, la más cuidada y, a juicio de algunos, la mejor”.

Y añade: “Los lectores de La casa de los siete tejados recordarán que cuenta la historia de una familia sobre la que, según se decía había caído el peso de una maldición lanzada contra uno de sus miembros más antiguos por un hombre de la más baja condición social, a quien este antepasado descarriado sometió a la justicia por el delito de brujería. Parece que Hawthorne encontró la historia de la Pincheon en los anales de su propia familia. Se contaba que su antepasado, juez de brujas, había sido maldecido por una sus víctimas y que como consecuencia de esta circunstancia, la prosperidad de la estirpe se había disipado por completo.”

“He aludido a que Hawthorne carece de realismo, esa cualidad hoy de moda (…), pero creo que no fantaseo si digo que ha dado testimonio de la sensibilidad en la que floreció. (…) Careció de una teoría de la literatura, no obedeció a ningún sistema, y no siquiera estoy seguro que oyera hablar del realismo, dado que ese producto (aunque inventado poco antes) sólo llegó a ser de uso común después de su muerte.”

Europa

En marzo de 1853 un amigo muy cercano de Hawthorne, compañero suyo de universidad, Franklin Pierce, tomó posesión como presidente de Estados Unidos. Hawthorne le había ayudado en la campaña escribiendo una biografía suya. Pierce recompensó a Hawthorne nombrándolo cónsul en Liverpool, adonde llegó en el verano de 1853. Renunció al consulado a fines de 1857 y en 1858 se trasladó a Italia con su familia. Vivió en Roma y en Florencia hasta 1860, cuando regresó a Concord.

Durante el período italiano escribió El fauno de mármol, su única novela que no transcurre en Estados Unidos. “Antes de dejar Italia escribió a su editor: ‘detesto a Roma con toda mi alma, y me sentiré muy feliz cuando le diga adiós para siempre y apruebo todas las desgracias y ruinas que ha sufrido desde el incendio de Nerón. De hecho, quisiera que el lugar hubiera sido borrado de la faz de la tierra antes de que yo lo viera’”.

En 1863 publicó Nuestra vieja patria, textos sobre su experiencia europea. Su propia opinión sobre ese libro, dirigida a su editor, fue que “no es un buen libro ni un libro de peso (…). No merece ni demasiados elogios ni demasiadas críticas”. A esto comenta James: “los juicios de Hawthorne sobre su propia obra siempre fueron de una justicia extrema; tenía sentido de la proporción”.

Hawthorne murió en 1864. Murió mientras dormía. En el último párrafo de este libro dice Henry James: “fue un genio excepcional, instintivo, original, y su vida, de un modo singular, estuvo exenta de preocupaciones mundanas y de propósitos vulgares. Había sido tan puro, tan sencillo, tan poco sofisticado como su obra. Dedicó su vida, esencialmente, al cariño hacia los suyos, con una ternura poco usual; y luego —sin ambiciones, pero con una gran y apacible devoción— a su delicioso arte. Su obra perdurará; es demasiado original y exquisita para caer en el olvido; siempre tendrá un lugar entre los dedicados a la imaginación”. Antes ha sentenciado: “Hawthorne es el más alto ejemplo del genio americano”.

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