por László Erdélyi
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Carlos Manuel Álvarez, en su último libro sobre Cuba, Miami y la diáspora cubana (Falsa guerra, 2021) describe así a uno de los personajes: “No pesaba más de ciento veinte libras. Hubiera podido escapar de casi cualquier cosa. Jamás se drogaba. Tenía unas depresiones tan duras que no le hacía falta nada más que su inteligencia”.
Nada más que eso, para sobrevivir. El reciente ensayo de Jorge Burel, El demonio azul, Acerca de la melancolía, la depresión y sus experiencias artísticas busca acercarse a un fenómeno difícil de definir y no menos atemorizante, el de la depresión. La que te deja en un pozo y sin poder salir, la que desespera y no ve futuro, la que duele y piensa en el suicidio, y a veces opta por él. Burel lo hace citando a los autores que lo abordan desde hace más de dos milenios, desde el médico griego Hipócrates en el siglo V a.C. hasta el filósofo Baruch Spinoza, pasando por el poeta Fernando Pessoa, la filósofa Julia Kristeva, los artistas Giorgio de Chirico o Durero, entre otros. Así la creación artística se mezcla con la medicina, la expresión plástica con el psicoanálisis, la sonoridad de la poesía con la ciencia. Todos apuntan a describir algo, a buscar una nueva óptica, rastrear expresiones nuevas de un fenómeno considerado inefable, o sea, que no puede ser dicho, explicado o descrito con palabras.
Bilis negra. El libro abre con una carta muy conmovedora del portugués Fernando Pessoa dirigida al poeta, cuentista y novelista Mário de Sá-Carneiro. Es el 14 de marzo de 1916 y le cuenta de su tristeza, dolor y melancolía. Entre otras cosas dice estar “sumido en lo más hondo de una depresión sin fondo”. Tras leer el libro de Burel y volver una y otra vez a esta carta del comienzo, se intuye el por qué de la elección: sólo un poeta, un gran poeta, es capaz de apelar a todos los sentidos para trasmitir eso que no se sabe qué es, ni dónde empieza ni qué lo provoca, pero que causa un profundo e inexplicable dolor. Pessoa tenía un temperamento triste y Sá-Carneiro no le iba en la saga, ya que respondió a esa carta con otra donde también le describía un estado emocional desesperado. La cuestión es que Pessoa la fue llevando, pero Sá-Carneiro no, pues se quitó la vida un mes después, el 26 de abril.
“En dos mil quinientos años la melancolía desafió a quienes intentaron entenderla y hallar su remedio, dispensó tétricas amarguras entre sus víctimas, condujo a muchas personas el suicidio y alentó e inspiró obras artísticas, algunas admirables, desde la literatura hasta piezas musicales, pasando por la pintura y el grabado” cuenta Burel. Ingresó a la historia al ser estudiada y diagnosticada por los griegos antiguos, que hablaban de la bilis negra o humor negro. Así Hipócrates, Galeno, luego el malentendido que estableció que la melancolía iba de la mano de la genialidad y que se mantuvo hasta el siglo XVI, también cómo se la abordó en el Renacimiento, hasta hoy. Para contarlo Burel establece un relato fino, contenido y claro del aporte de las mentes más brillantes que intentaron definir lo inefable. El lector tiene una carta amplia y variada para elegir.
Buscando las claves. Hay autores que se despegan del resto. Primero, Goya. Quien ha tenido la posibilidad de contemplar su obra, o de ir unas cuantas veces al Museo del Prado, comprenderá la genialidad del pintor para mostrar con su trazo un estado, un mundo. Y ese mundo abre un precipicio, y provoca un temporal en la mente del observador. Ocurre con el Saturno de Goya comiéndose a su hijo. Porque Saturno es el eterno planeta melancólico, y porque el acto de comerse a un hijo en ese estado de poder, goce y demencia, con los ojos desorbitados, sume al espectador en la peor y más profunda de las tristezas. Cabe destacar también el retrato de Goya de Gaspar Melchor de Jovellanos, que representa a la perfección a un hombre abatido por la depresión, por la melancolía. Tan abatido está que la cabeza requiere el apoyo de una mano, gesto que se universalizó y que hasta Durero inmortalizó.
Luego Freud y la psicoterapia en general. Entre muchas otras cuestiones, Freud insistió en separar el duelo de la depresión. En el primero hay objeto, un objeto perdido, hay ausencia de un ser querido, por ejemplo. En el segundo no hay objeto, es la nada. Esa es la tragedia de la depresión, no saber qué se perdió.
También Giorgio de Chirico. En sus pinturas se ve su interés por la melancolía, más que nada por las sombras alargadas que proyectan los personajes, por la serenidad del entorno que presagia una desgracia, por el clima amenazador. “El tiempo está detenido y todo resulta en consecuencia mera conjetura, como en la ansiedad angustiada del melancólico” escribe Burel. De las varias pinturas que el autor cita, este cronista se inclina por Nostalgia de lo infinito. De Chirico no solo juega con las sombras de los dos protagonistas centrales, sino también con la perspectiva. Todo va perdiendo realidad, se subvierte el efecto de lo real. Hay “un desajuste, una incongruencia, una grieta lógica”. El cielo tiene una fuerte luminosidad, tanto que parece mediodía, y sin embargo las sombras que se proyectan son propias del amanecer o el crepúsculo. Eso genera perplejidad en el observador, la misma perplejidad que sufre el deprimido, el melancólico, pues busca una lógica en lo que está sucediendo pero no la encuentra.
Por último Tennessee Williams, un luchador contra la depresión al igual que Hanna Helka, el personaje de su obra La noche de la iguana (1961, en Broadway), que también sufre y lucha contra ese mal. En un diálogo el personaje Shannon se interesa por la cuestión y le pregunta a Hanna,
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—¿Cómo venció a ese demonio?
—Le demostré que podía resistirlo. Y lo hice respetar mi resistencia.
—¿Cómo?
—Simplemente resistiendo. La resistencia es algo de lo que los fantasmas más respetan. Y respetan todos los trucos que la gente nerviosa usa para burlar y superar el pánico.
Quizá de eso trata la inteligencia a la que se refería Carlos Manuel Álvarez en Falsa guerra, la que negocia con la vida tal como es y, como dice Cioran, ayuda a vivir a pesar de lo trágico de la existencia.
EL DEMONIO AZUL, de Jorge Burel. Linardi y Risso, 2023. Montevideo, 132 págs.