por Eduardo Milán
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Si uno escucha a Eminem o a Cancerbero, dos raperos muy conocidos, es imposible no caer en la comparación con la poesía escrita, la más frecuente. Puedo decir que el rap es una forma sonora de la poesía neo-concreta. El rap se apoya en la materialidad del espacio en el que transcurre. La poesía neo-concreta también, sea página o espacio sonoro. Sobre esa materia se escribe o vocaliza. Es decir, todo el tiempo está claro que la operación está ocurriendo físicamente en ese momento. Eso es un logro completo —casi me sale absoluto. Y “absoluto” es “cosa de dioses” en un tiempo ya anunciado como “un tiempo sin dioses”, donde se ha producido la “retirada de los dioses”, un concepto que nunca se le ocurriría a un rapero o a un poeta neo-concreto. Tanto Eminem como el rapero venezolano Cancerbero escriben/vocalizan para el momento, no sé si en la creencia de William Blake de que “la eternidad está enamorada de las obras del tiempo”. Uno puede también creer que sólo lo provisorio es duradero. Pero a ningún poeta más o menos tradicional (esto es aquí: poetas que escriban según una herencia basada en la idea de duración) se le puede ocurrir pensar en la venta de su libro. Un rapero, en cambio, siempre piensa en el mercado, aunque sea el mercado del rap. Simplemente porque no hay un mercado de la poesía y hay un apabullante mercado del rap. Los “esencialistas” piensan que la poesía no debe contaminarse con la circulación económica porque es difícil manejar una economía del alma. Y los “poetas do papel” son almistas decididos. Lo cierto de esto es que la riqueza que transmiten los raperos es algo que se va descubriendo en el momento y que la poesía tradicionalmente escrita escribe a riqueza dada, esto es, en el sobrentendido de que la poesía es todavía —luego incluso de Walter Benjamin, a quien algunos poetas leyeron— un producto aurático, cargado de un prestigio “anterior” que no se sabe en la actualidad —y los barrocos lo sabían, los románticos lo sabían y vaya que Baudelaire y Rimbaud lo sabían, incluso nuestro Jules Supervielle, tan olvidado— muy bien qué quiere decir, salvo que se trata de una especie de tesoro, un “tesoro de la anterioridad”, una frase digna de un Emilio Salgari, a quien nunca se le habría ocurrido ese simpático sintagma.
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