E.E.G.
VOLVER A ENTRAR a la obra de Juan José Morosoli después de un buen tiempo siempre provoca el choque del asombro, la sorpresa. Uno tiende a ir fraguando una suma promedio de su obra, donde insensiblemente se va filtrando a través del tiempo el perfil que van trazando la historia literaria, la crítica o el mismo lugar común.
De todos modos hay un relato siempre citable, siempre citado: "Andrada". Es el paradigma, el epítome de uno de sus rasgos, ya señalado con precisión pionera por Francisco Espínola: su manejo del tiempo, la detención de su transcurso, la zambullida en el silencio sin marcas. En todo caso para oír los sonidos que siempre se pasan por alto: "volcar su atención en el oído, para sentir entre un tronco el sordo barrenar de un parásito". El punto de fractura entre el exterior y el interior es la mirada, el portal donde entran y salen cosas: también ahí se aplica el freno demorado de Morosoli: "los ojos se le iban poniendo pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos." Un segundo factor es la combinación o interfase entre lo chico y lo grande: "Mirando a favor de la tierra, decía él", dejando que las cosas transcurran en la dirección en que fluyen.
LOS CORTOS Y EL LARGO. Es en los dos primeros libros de Morosoli, los relatos de Hombres (1932) y la novela Los albañiles de "Los tapes" (1936) donde aparecen con mayor contundencia (y mayor poder de impacto en cada relectura) esos momentos de combinación del ser individual con el ser del paisaje, ese plano metafísico. En los libros posteriores se acentuaría la capacidad de generación literaria, hasta llegar a esa comparación frecuente con Chéjov, otro que también captó no solo lo que se suele citar cuando se habla de lo "chejoviano" o lo "morosoliano" sino también la violencia extrema, el amor sexual, los tironeos agobiantes de la vida social, por pequeña que sea.
Se puede citar, para empezar, un modo sintético y geométrico de expresar una distancia entre dos vivientes: "Se callaron y un silencio, como un palo que fuera de pecho a pecho, los separó." ("El compañero")
Si Morosoli publica Hombres en 1932, ese mismo año renuncia al cargo de edil, tal vez, incluso sin saberlo, para "sismar" mejor, literaria, metafísicamente (así como Felisberto, para escribir, larga el piano y sus recitales). A veces la sensación metafísica no viene del personaje sino del autor, cuando mira a través de un personaje, por ejemplo, otra vez en un proceso de síntesis geométrica: "Ella estaba quieta. Achicada en el portón. Parecía que la luz de la calle la había traído hasta allí, y le hubiera sacado los relieves. Desde Ciriaco era lisa. Un papelito." ("Ciriaco").
Hasta los gestos mínimos pueden estar "cargados", pesados de algo que va más allá de lo físico: "Cuando Basilio cerraba los ojos, iba bajando las pestañas lentamente, como si le costara despedirse de la visión." ("El ruso de la cantera"). La minucia microscópica para comunicar la superficie mínima de contacto entre el exterior y el interior puede llegar a extremos, muchas veces a través de líquidos más espesos que el agua: "Justino sintió que se le caía una cáscara y que se ponía todo suave por dentro. Como que se hacía más niño. Se acordó de la madre muerta y de un beso bárbaro que le dio un día Doña Matilde, y se puso a llorar hacia adentro una ternura fina y como de aceite." ("Canarios").
ALBAÑILES. Esos momentos se multiplican en la extensión mayor de Los albañiles de "Los tapes". No sólo los vínculos (de la soledad primero, de la pareja o el grupo familiar después) pueden desplegarse fuera de los límites del cuento. Aparecerán también escenas (como la primera noche -interrumpida- en la cama con una mujer) que operan sobre lo que el autor y el lector saben por acumulación.
También las bruscas epifanías visuales restallan aún más contra el fondo de ese mundo en el que transcurren. En vez del ser interior que se vuelca al paisaje sin poder evitarlo, el movimiento es opuesto: "De repente un punto negro pinchó la recta del infinito, donde estaban pegados como un papel, el verde y el azul. Era un caballo viejo. Uno de esos `soltados para morir` que marchaba anca al viento, lentamente hacia `las casas` el mancarrón humanizó el paisaje que recién entonces entró en los hombres."
El "cuelgue" puede ser incluso en un momento de tensión, como una partida de naipes: "El juego se hacía sin voces. Estaban todos hipnotizados por la carta que esperaban. Todo el ser bajaba en la mirada como por un palo y se ahogaba allí en la cancha verde."
La mecánica de la inversión suele ser la que logra el efecto de ahondamiento en el texto y en el ánimo del lector. Aunque se trate de algo que avanza: "-A marchar, adelante, delante, delante", alienta a los animales un personaje; pero avanza en la noche morosoliana: "Era un adelante al que se iba como a un atrás, envainado en los terciopelos de la noche. Hacia una muerte por tristeza, por cansancio de respirar... -delante, delante."
Puede tratarse de un cambio mayor, astronómico, el trueque de una luz por otra muy distinta: "Toda claridad envolvía el campo. Una claridad fría que reverberaba blancura, como una `resolana` de la luna, que estaba finita, transparente, de vidrio cortante en la distancia." En una noche así, las consecuencias se sienten directamente en el cuerpo: "Un frío que le ponía en los pies una dolorosa sensación de despegamiento de la carne."
A veces vienen juntos el momento de insondable sensación con el comentario filosófico, hasta social si se quiere. Un primer movimiento es: "Por el camino pasó un muchacho montado en un petizo, sin prisa, deslizándose en la distancia, sin alterar el silencio, sin despertar el paisaje." Un segundo movimiento, lo que el personaje (y puede sospecharse aquí que también Morosoli) siente, en el comentario sobre la imagen: "A Cópola estos viajeros apretados hacia adentro, que no tenían movimientos vivos, ni prisa, a quienes la lejanía iba limando a medida que marchaban, le producían una angustia terrible, una sensación de que iban tranqueando hacia la muerte, que a lo mejor era solo eso. Un irse limando, gastando como una piedra en la corriente de un arroyo."
Esa calidad extrema en la captación de cosas difíciles de expresar, va elaborando como sin querer una especie de ética ante la muerte. Por una parte un personaje es compadecido como "¡Pobre gringo! Parecía enfermo. Allá dentro los ojos tendían a la enfermedad. Una enfermedad que era vida vivida." Por otra, unos años antes, hay algo de destino levemente ridículo en un caso opuesto: "Latorre era feliz. Comía, fumaba, bebía. (...) Una siesta Latorre se quedó dormido para siempre... Murió de gordo, de feliz, de estar solo y contento..."; (en el cuento "Latorre").
Unos años después, la relación de un personaje con los planos del ser más abarcadores y trascendentes, es directo y explícito, casi pasado a proverbio: "Era una mujer de esas que han perdido el alma en la puerta del mundo y la encuentran en la puerta del mundo cuando se van." ("La rezadora"). Ya entonces el funcionamiento del paisaje como expresión de ese plano escasea un poco, pero está presente: "El tren rompió el cristal fresco de la tarde con árboles muertos, parados y negros contra el cielo y arrastró todo lo que estaba vivo en la estación que quedó como desangrada." ("Cirilo")
Hay que volver a Los albañiles de "Los tapes" para encontrar otro momento donde Morosoli, como Tarkovski, esculpe en el tiempo, o saca fotografías inexplicables con la cámara del alma y la herramienta del lenguaje: "Un sol de invierno sedante, clarificador del aire, alisaba los planos distantes. Los valles sin árboles se iban sin prisa al horizonte. Unas lomas suavonas, como vientre de mujer acostada, se apoyaban en aquellas tierras llanas. Al fondo de la calle que pasaba por el boliche, un sauce llorón que iba coronando un repecho, parecía haber tropezado pisándose la túnica verde deshilachada ya."