El manuscrito Despouey

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Precursor de la crítica cinematográfica uruguaya junto a José María Podestá, René Arturo Despouey dibujó la leyenda de su inteligencia, su histrionismo y el viaje a Europa en plena guerra mundial, que lo convirtió en extranjero para siempre. Avalan sus virtudes la memoria de sus críticas en Cine Radio Actualidad, que fundó con Emilio Dominoni en 1936, también en El Nacional, en Marcha, y sus brillantes conferencias en teatros colmados de público para oírlo recitar a García Lorca, Shakespeare, disertar sobre cine y literatura. Sus alardes corren por cuenta de las polainas, bastones y galeras que solía usar como un actor inglés -tenía un notable parecido con Vincent Price- y por la seducción de su refinado sentido del humor. Influyó decisivamente sobre una generación de críticos con la impronta de una consigna no negociable: "el derecho a opinar implica la obligación de saber"; formó a Homero Alsina Thevenet, a Hugo Alfaro, a Hugo Rocha, entre muchos otros.

Su destino en Europa fue más sorprendente: en 1942, con 33 años (había nacido en 1909), viajó a Londres gracias a una beca del British Council para estudiar literatura inglesa, se hizo locutor de la BBC, fue corresponsal de guerra y por encargo de la cadena CBS de Estados Unidos, siguió a los marines que desembarcaron en Normandía. Testigo de la liberación de París, estuvo entre los primeros que descubrieron el horror de los campos de concentración alemanes. Luego trabajó para Naciones Unidas en Nueva York, dirigió la edición española del Correo de la Unesco en París, regresó a Montevideo en dos ocasiones y, ya casado con la ginebrina Luz Escalona, se radicó en Jaén, donde murió afectado por una parálisis general progresiva que comenzó en los músculos del habla y le fue ganando el resto del cuerpo. "Tendido boca arriba en el lecho, rígido, los ojos brillantes de ansiedad -recuerda Hugo Rocha, que lo visitó poco antes de morir- apuntaba con el meñique de la mano izquierda las letras del alfabeto que le mostraba Luchi en una pizarra, componía las floridas frases de costumbre y, por más que el visitante le indicara haberle entendido, no paraba hasta el punto final. Así hasta el último día, el 5 de setiembre de 1982". El misterio que lo acerca al mito es que el hombre que conquistaba las plateas de los teatros y las audiciones de la BBC, sufría imprevisibles ataques de tartamudez. Cuánto pesó en su vida es la revelación de un desconocido manuscrito.

Un tipo llamado Guy. Despouey publicó dos novelas juveniles, Santuario de Extravagancias y Episodio (Film literario), pagadas por su padre. Escribió obras de teatro que él mismo adaptaba al español, inglés o francés, pero sólo estrenó una, titulada Puerto, en 1941, y antes de enfermar dejó tres novelas autobiográficas que aún permanecen inéditas, cuyos fragmentos acompañan esta edición de El País Cultural, por gentileza de Hugo Rocha. Son seiscientas páginas mecanografiadas en papel transparente, reunidas bajo el título Quijote 44: Primera salida, Zafarrancho de combate y Larga noche en Londres. Su plan comprendía narrar "El Londres de la segunda guerra mundial, el París de la liberación y el Nueva York del comienzo de la era atómica", según avisa el prólogo, pero la parálisis sólo le permitió contar su despedida de Uruguay, el viaje en barco a Londres, con otros voluntarios aliados, y sus primeros días en Inglaterra, donde abundan las referencias a su vida familiar y los tormentos personales.

Despouey se narra a sí mismo en tercera persona bajo el nombre de Guy Delatour, a conciencia del modo en que puede construirse un buen personaje: "Para que pueblos esencialmente mitómanos como los rioplatenses fabriquen un personaje legendario sólo se necesita una buena medida de contradicción en la vida de un hombre -como la había en la suya- y otra de distancia". Lo primero que llama la atención es el espíritu adolescente de este personaje de 33 años, empeñado en vencer su miedo a vivir y la esencial timidez de su carácter, disfrazado de locuacidad, ingenio y refinamiento. Es riesgoso dar por verdaderas las palabras de un texto que trastoca nombres y alienta la libertad de la ficción, pero el relato está tan cargado de alusiones biográficas que incluso cuando Despouey no logra buenas soluciones narrativas, es transparente en su necesidad y su ambición.

La primera de las novelas comienza con la exasperante espera del aviso para viajar en un buque que no debe anunciarse a los espías alemanes. Los submarinos del III Reich aguardaban en el Atlántico la oportunidad de enviar los barcos aliados al fondo del mar. Recuerda Hugo Rocha que Arturo trabajaba en la biblioteca de ANCAP, y que con Alsina y Alfaro le hicieron muchas despedidas, todas frustradas por una nueva postergación, hasta que un día logró embarcarse. En la novela, Guy Delatour debe abandonar su trabajo y preparar el viaje en 48 horas. Lo va a despedir el padre, que es violentamente rechazado, y un adolescente al que llama Virgilio, de señas reconocibles para los lectores de este suplemento (ver recuadro).

El humor con que se va trasunta un profundo desprecio por el provincianismo y el mal gusto nacional. Recuerda a Roberto de las Carreras; va a Inglaterra a "corregir un error geográfico" que lo ha hecho nacer lejos de lo que le pertenece por derecho de sensibilidad. Desde su infancia, la aldea lo ha humillado por un mal agravado después de la muerte de su madre, cuando tenía quince años. La amaba con locura proustiana, era su interlocutora primordial, y el pasaje en que narra su muerte es conmovedor.

A partir de entonces cayó en manos de sus tías y aprendió a detestarlas, igual que a su padre, y a la insensible y fría sangre francesa que corría por esa familia incapaz de ofrecerle el amparo que necesitaba. Sólo se entendía con su hermana menor (Silvia en la novela, Alma, en la vida real), que entonces tenía cinco años, y a la que adoraba. Su hermana mayor inició un delirio místico que fue motivo de fuertes discusiones con el padre y con los abogados que se negaban a tramitar su internación. Años más tarde, la hermana de Despouey fue internada, pero un pasaje narra la pesadillesca noche en que Guy debió perseguir a su hermana Carmen en un baile de carnaval del teatro Solís, disfrazado de arlequín para que no lo reconociera. Durante los carnavales a la hermana la descontrolaba un ansia sexual que lo obligaba a vigilarla y a evitar que quedara embarazada. Rogaba a los pretendientes que desistieran, porque se trataba de una enferma.

Le reprochaba a la aldea que rechazara su condición de hombre distinto. Roberto de las Carreras fue discriminado por bastardo, Despouey por tartamudo. Ambos se cubrieron con disfraces de dandy. Arturo hizo un esfuerzo supremo por vencer el tartajeo que asomaba en sus conversaciones cotidianas. Apeló a la velocidad de frases brillantes, a sofisticados atuendos, al refugio del personaje, y cuando llegó a la radio y a los teatros, ensayaba durante días para aprenderse las conferencias de memoria. Alzaba la cabeza y parecía leer. El público aplaudía, a espaldas del tormento que lo exponía a caer en el ridículo y rara vez afloraba durante sus presentaciones. Recuerda Darío Queijeiro que sólo una vez lo vio abandonar la sala en mitad de una conferencia, al no lograr destrabar la lengua.

Arturo se educó en el Instituto Anglo Uruguayo y Guy mirando películas en los cines. Arturo tradujo al español la Historia de la literatura inglesa, de Bernard Groom, en 1946, y Guy se disculpaba por su limitado conocimiento del inglés, pero el doble literario confirma la anglofilia del autor en un país que todavía echaba aceite hirviendo sobre los antiguos invasores. Se iba de Uruguay para abandonar el diletantismo libresco, la grosería gastronómica, y a vivir el mundo real donde los hombres que merecían la libertad combatían contra el nazismo.

La sílaba inconclusa. En el barco, Guy Delatour encontró un vistoso grupo de hombres y mujeres que viajaban desde Buenos Aires a cumplir con su voluntariado en Inglaterra. Un español comunista, un aviador que había cumplido misiones de combate y concentraba las sospechas de ser doble agente, la bella Karen, Miss Greyfield, Milfred, mujeres misteriosas e inteligentes que parecen nacidas de la pantalla de los cines para integrar una cofradía enamorada de los tragos en el bar del buque, servido por el incisivo barman Collins, todos dispuestos a combatir las horas de ocio con apasionadas discusiones sobre la guerra, el amor, la literatura y las monstruosas formas de la experiencia. Soportan el encierro con juegos frívolos, generosas borracheras y la seducción entre los sexos. Agatha Christie podría haber hecho desaparecer a uno de ellos y escrito una novela de misterio.

Una vez cruzado el Atlántico el barco se demora en las costas de África a la espera de otros buques que formarán el convoy con el que avanzarán por el tramo más peligroso del hemisferio norte. Hay demasiados tiempos muertos, se incorporan contingentes de soldados australianos y en varios pasajes Despouey narra la fiebre sexual que gana el barco, en los pasillos, dentro de los botes salvavidas, en los sitios más inesperados, relaciones hetero y homosexuales que reclaman el olvido de la segura muerte que los aguarda en Europa. Guy declara su horror a la pornografía, pero comprende la promiscuidad de la que no participa por pruritos "de monja" y una timidez esencial que le hace evocar viejos amores malogrados. La intimidad del desnudo femenino invariablemente desarmaba su seducción, y como una versión masculina de la Cenicienta, el príncipe, que era todo poder y galanura, quedaba atascado en horribles repeticiones de una sílaba inconclusa.

Al cabo de muchos días el convoy inicia su lenta marcha, y cuando las escoltas de la aviación se retiran, uno a uno los buques van hundiéndose bajo los torpedos de los submarinos alemanes, al extremo que el capitán del Talk of the Town, que así se llama el buque en el que viaja, decide aumentar la velocidad de la marcha y apartarse, lo que los pone a salvo hasta la llegada a Inglaterra. El viaje ocupa los dos primeros libros y el tercero narra sus primeros pasos en Londres, semiderruida por los bombardeos, oscurecida por las previsiones antiaéreas y sumida en espesas nieblas. El aliento de ficción se desdibuja en el último libro y adopta las formas de la crónica. Despouey cede a su fascinación por las más elementales convenciones del carácter inglés y hace apreciaciones de turista, aunque inteligentes; idas al cine y al teatro lo inducen a comentar las obras de Bernard Shaw, de Oscar Wilde, junto a la crónica de funciones saturadas de humo de tabaco para combatientes bajo licencia. Todo le llama la atención y todo lo cuenta, incluso su sorpresa por un monumento a John Speke y la historia de su enfrentamiento con Richard Burton por el descubrimiento de las fuentes del Nilo, sin conocer que el propio Burton había visitado Montevideo y escrito un mordaz testimonio que Despouey habría celebrado.

UN HOMBRE ADOLECIDO. Dos momentos destacan entre las crónicas de Larga noche en Londres. Guy asiste a un cine donde proyectan In Which We Serve (Hidalgos de los mares), de David Lean y Noël Coward, el film británico que narró la historia del destructor HSM Kelly, hundido frente a Creta durante la guerra. La impresión que le produce la suerte de los náufragos prendidos a una balsa salvavidas, le arranca un súbito llanto y lo lleva a vomitar en los servicios del cine, como no lo conmovió la visión directa de los buques del convoy que se fueron a pique por los torpedos alemanes. Aquello había sido real y éstas eran sombras en una pantalla. "Soy un monstruo", se dice frente al espejo este hombre que como el Quijote con sus novelas, se siente llamado a vivir "en una fábrica de sueños". La intimidad de Guy es una perpetua lucha por abandonar esa cárcel. La dejó Despouey luego de conocer los campos nazis. No volvió a interesarse por el cine.

El segundo momento es más patético. Una amiga argentina le ha dado el contacto con una dama vinculada a los servicios de inteligencia británicos, Miss Balliol, de la que Guy esperaba un beneficio laboral. Una vez rehecho del episodio en el cine, la va a visitar a su casa, salen a cenar, la seduce con toda clase de bromas brillantes, galanterías y demostraciones de un dominio mundano digno de un príncipe. Guy podía educar al sommelier del restaurante para que sólo sirviera las dos terceras partes de la copa, a fin de que el bouquet emanara en el espacio vacío, mientras comentaba del gesto de un conocido: tiene "esa vaga sonrisa condescendiente de semental en reposo, copiada de Clark Gable". Cuando regresan a la casa de Miss Balliol, la ha hecho reír hasta el desmayo, ella lo deja en la sala y regresa con una bata transparente de encaje, "con un escote exagerado del que parecían a punto de saltársele un par de senos extraordinarios". Otra vez, el asalto de la intimidad lo perturba, y en el momento en que ella dice: "Ahora cuénteme qué piensa hacer usted aquí, y en qué forma podría yo ayudarlo", Guy comienza a tartamudear. Ella ríe a carcajadas, convencida de que bromea, pero Guy apela a todas sus fuerzas para pedirle trabajo. Cada tartajeo dispara una nueva carcajada de la mujer y ya no consigue parar cuando escaldado por el esfuerzo de completar la frase, Guy consigue decirle que quiere trabajar en la radio. Entonces la risa es un vendaval que hunde a Guy en el horror. Tarde, ella se da cuenta de que la cosa va en serio, Guy ya la odia. Entonces Miss Balliol le dice que tiene un amigo en la BBC, pero no puede detener la risa, y Guy huye de la casa para acabar con el bochorno. "Vieja puta, pensó mientras escribía los datos pedidos… ¿Piensas que basta ese escote para que me arrodille a gulusmearte las tetas como si estuviéramos en un burdel? Qué poca intuición, qué mula de mujer… Ahí te pudras", se dice, mientras se dirige a la puerta.

Imposible saber qué tan fiel o exagerado es el relato de su ingreso como locutor a la BBC de Londres. Unos días después Guy recibió el llamado que lo convocaba a una cita en la radio. Es posible que Despouey haya llevado la escena a un extremo o las cosas ocurrieran de un modo diferente. Pero dos evidencias no pueden ser soslayadas. El conflicto entre la exposición pública y los asaltos de su tartamudez recorre todo el manuscrito; también es indudable la conciencia de las posibilidades dramáticas de su tormento. Es la distancia que le permite narrarse en tercera persona, como una leyenda. Unas veces eso juega a su favor, y otras veces enreda la obra en los anillos de una vanidad que esconde un fondo de resentimiento. Hay muchos momentos fulgurantes, en los tres libros, y derivas que hacen vacilar el relato como un río que se sale de curso. Larga noche en Londres termina con un racconto de los amores que tuvo Guy, desde la infancia a la madurez, como podría anotarlos un adolescente inseguro de su capacidad de amar. De hecho, Despouey cuenta la historia de un hombre adolecido, en busca de una plenitud que nunca alcanza mientras intuye, con Manrique, la verdad de los versos que cierran la obra: "No se engañe nadie, no,/ pensando que ha de durar/ lo que espera/ más que duró lo que vio".

(Mi agradecimiento a Hugo Rocha, por haberme permitido conocer el manuscrito.)

Autorretrato

Guy se desvistió en un santiamén, enfundando el cuerpo longilíneo -pecho anchísimo, hombros cuadrados, piernas de bailarín y brazos flacos de adolescente- en un pijama gris, y se acercó al lavabo. Llena todavía la retina de aquellos rasgos armoniosos de su compañero de camarote, contempló, mientras se lavaba los dientes, aquella su cara larga y huesuda, que en vano intentaba acortar la línea horizontal del bigote; aquella su barbilla saliente, casi prognata; aquella su nariz que la forma del cartílago hacía bajar, al sonreír, como si fuera la nariz de un viejo; aquellos sus enormes senos frontales -síntoma de un genio que bien sabía que no tendría nunca- y que dejaban hundidos, echándole mucha más edad, dos ojos pequeños, brillantes como cuentas de azabache. Lo que lo salva a usted de la fealdad es que en su cara hay la misma distancia de la frente a las cejas que de las cejas a la nariz y de la nariz al término de su barbilla, le dijo una vez un escultor con tono profesional, sin imaginarse la operación de cirugía ética que con ello practicaba en el complejo de inferioridad de Guy.

… No sé, Nena, cómo has podido dar a luz a un bicho así. Menos mal que tienes a Carmen para conformarte, decía su abuela.

Homero, como Virgilio

Sin decir palabra, Guy dio media vuelta, tomó del brazo a Virgilio y se alejó de su padre… Virgilio era un sesudo crítico cinematográfico de 19 años que había colaborado en la revista semanal fundada por Guy*. En el discurso de ametralladora con que se producía -un discurso staccato, atonal, fulminante de rapidez- era difícil decir otra cosa que títulos de películas, nombres de directores… o chistes. Los chistes abundaban en este momento, chistes nerviosos de última hora que la gente festeja desproporcionadamente en todos los muelles del mundo. Pero aquel sesudo crítico y archivo con patas -un intelectual con vergüenzas de `cowboy`- no se había atrevido nunca a decir a Guy que, fuera de su admiración por su estilo de comentarista, sentía por él afecto, un afecto fundamental, cenital, claro y directo. Esta podría haber sido la ocasión; pero a los diecinueve años uno tiene por delante 20 décadas de vida y la muerte es una cosa que les ocurre solamente a James Cagney o Edward G. Robinson por amor de una ametralladora.

Dos veces abrió la boca Guy para decir algo más que un chiste. Pero era demasiado tarde. Si se declaraba hermano mayor de Virgilio (¡vaya responsabilidad!) el otro nunca le habría perdonado morirse en el camino. Siguieron hablando de Chaplin (que Guy había pronunciado cuasi analfabeto desde que se largó a escribir el diálogo de El gran dictador); de Charles Laughton, de Preston Sturges. Guy se iba sin pisar la casa de Virgilio y Virgilio sin pisar la casa de Guy, cosa corriente en una ciudad donde compañeros de oficina pasaban veinticinco años juntos tratándose de "usted".

*A poco de fundar Cine Radio Actualidad, Arturo Despouey contrató a Homero Alsina Thevenet cuando tenía 15 años, quien pasó a utilizar el seudónimo Virgilio Lavalleja.

Descubrimiento del cine

"Vamos a ver un poco. Un hombre como usted, señor Delatour, tan por encima de nuestras pobres cabezas con sus opiniones, ¿crítico cinematográfico? Así me dicen aquí. Yo no lo puedo creer; siempre he oído decir que el cine es un entretenimiento al nivel mental de las cocineras`"

"Miss Greyfield, las buenas cocineras -yo conozco dos o tres, y una de ellas es prima mía- están a la altura del mejor cine que se pueda hacer por ahí, créame".

"No sé cómo interpretar sus palabras".

"Puede haber artistas en todas partes: la cuestión es tener buen paladar", fue la elíptica y un tanto burlona respuesta de Guy.

"¿Quiere decir que es el espectador el que tiene que hacer el plato?", dijo ella.

"A eso llegaremos, como insistan los críticos en llamar genios a algunos directores. Porque los genios tienen casi siempre la manía de que deben ser herméticos".

"Pero si usted no los cree genios" insistió Miss Greyfield, ya casi desconcertada, `¿por qué les ha dedicado tanto tiempo y espacio en su vida?"

"… Lo importante es que la sustancia de que se componen los sueños consistía para mí, principalmente, en lo que nos ofrecía el Cine Latino de Pocitos. Íbamos a los cines de la Plaza Independencia y de 18 de Julio, casi todos de nombre inglés, pero lo regular para mis padres y para mí era hacer prácticamente todas las noches una caminata de casi kilómetro y medio desde mi casa hasta aquel gran galpón aventurándose -frente a unos enormes campos alambrados- por las sombras de la calle Pereira… El programa decía misteriosamente, antes de anunciar la película exhibida en cada ocasión, `sinfonía` por la Sta. Coureau. Sinfonía, sí, sinfonía. Una sinfonía de piano solo; ya ve usted si era o no un mundo mágico. Allí tuvimos a Norma Talmadge haciendo de Poppy, la niña sudafricana con acompañamientos de valses hésitations franceses; a Viola Dana en La ley divina y humana con acompañamiento de Schubert y Liszt; a Francesca Bertini, con sus 24 toaletas 24, en Fedora (Un peu d`amour, Torna a Sorrento, Molinos de viento y la Serenata de Topselli); allí también vimos La casa del odio, veinte episodios de Pearl White, con acompañamiento de Chopin, Godard, Destiny y Three O`Clock in the Morning. El vals le iba bien a todo, al baño mortal de ácido al que llevaban atada a la pobre Miss White y a la violación de Marco Antonio por Cleopatra (una chica con los ojos terriblemente pintarrajeados que se llamaba a sí misma Theda Bara). El Cine Latino de Pocitos fue mi universidad de la vida, con diálogos impresos y traducidos del original de Edwin Justus Mayer y Frances Marien, cuando no de D`Annunzio… Por haber asistido tan asiduamente a esa Universidad, yo creí hasta los 16 años, como los Scott Fitzgerald hasta los 40, que lo correcto en un baile era tirarse a la piscina de frac por complacer a la chica de la casa, que se tiraba en un traje camisa bordado de mostacilla. Vestidos también de frac, los galanes de las novelas de Elinor Glyn -John Gilbert, Conrad Negel- le hacían el amor a una enana cabezona llamada Aileen Pringle sobre un lecho de rosas, cosa que a los quince años, por falta de experiencia, nos parecía plausible y hasta envidiable, pese a todos los inconvenientes técnicos que debe haber presentado".

La mesa rió. "Todavía no me ha contestado en serio" dijo Miss Greyfield, no menos despiadada que Theda Bara.

"Piano piano. Los años pasan. Uno se dedica al periodismo. Después de haber comparado tantos detalles de tantos cientos y cientos de películas, tiene cierta idea de cómo se debe decir en imágenes determinada cosa. Y ponga usted que, por falta de competidores, se convierte en cronista cinematográfico. El cine progresa… cada vez refina más sus métodos y su estilo, y llega por fin el día en que se vuelve demasiado bueno para lo que merece -o espera- el público del pueblo... Esto es lo que le ocurrió al cine mudo en 1928. Entonces, ante las salas semivacías, el cine -o circo- adquiere voz para parecerse al teatro; una voz al principio chillona, gangosa, casi incomprensible, sobre todo porque habla en idiomas extranjeros. Y esta es su nueva magia: hablarle a uno en términos de fuera, traer todo el misterio y la seducción del mundo de fuera, con un poco de su olor (porque la voz tiene a veces ese efecto) al seno de la aldea en que uno vive. Si uno se ha dedicado a escribir sobre cine, como cronista concienzudo verá una película aceptable por lo menos tres veces; la primera leyendo los títulos en español y las otras dos intentando entender el diálogo original, como si fuera un mexicano en Nueva Orleans, perdido entre los ruidos de Basin Street. Así aprendí yo mi inglés, malo como es, Miss Greyfield. Y el cine sigue siendo un lujo para el pueblecito: un teatro hecho a todo trapo, como nunca se habría visto allí en tres dimensiones. Usted se preguntará: `Como campeón de la imagen en movimiento, ¿qué dijo usted al dejar el cine de ser mudo?`, y yo le diré: Es una muerte que me arrancó muchas cuartillas, pero el tiempo pasa y uno se da cuenta de que aun en este siglo loco de fotografía, la imagen por la imagen, por más movimiento que tenga, es una cosquilla superficial para adolescentes o estetas incurables. Una imagen en el cine vale siempre por su contenido dramático… Yo creo que nadie se estremece ante el recuerdo de la mejor toma de un documental a menos que la situación sea dramática. La magia del cine me ha defendido de muchas cosas en la vida, y a veces podría decirse que me ha salvado. Pero en este momento el postulado de Hollywood es invariablemente: El corazón de una mujer es más importante que la carrera de un hombre, que la liga de las Nacionales, que la guerra. Y el de París: el mundo es un burdel y el hombre, una rata acorralada. Céline ha dejado su huella `chez Carné` y `chez Renoir`. Y eso ya no lo puedo aguantar; por eso he dejado la crítica. Si una guerra mundial es, a los cinco años, una cosa muy espectacular que ocurre muy lejos, a los treinta pasados es algo que lo atañe muy directamente a uno. Abajo la magia; yo, por el momento, me he divorciado de ella y aquí me tiene en busca del melodrama real; sólo que los ingleses no lo llamarán nunca melodrama".

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