por Mercedes Estramil
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En medio de la virtualidad de la pandemia, la ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) publicaba Las voladoras, un libro de ocho relatos finalista del Premio Ribera del Duero. Su pegada tuvo que ver también con el momento pos Me#Too, el empoderamiento femenino, la visibilización de comunidades primitivas y olvidadas y la inmersión en temas tabú como el incesto, el abuso intrafamiliar, la menstruación, el aborto, el suicidio. Clasificado por muchos dentro del género del horror y situado por su autora dentro del gótico andino, Las voladoras es, ante todo, un fenomenal trabajo con el lenguaje, desde los relatos más crípticos a los más explícitos.
En sus escenarios de cordilleras, cóndores y volcanes, lo majestuoso y lo horrorífico se confunden. Ojeda cuenta historias en base a una de las inquietudes o de los miedos más comunes: la presencia material de la violencia que permea el libro con un gota a gota constante. Pero hay que abrir en abanico ese vocablo para ver de cuántas cosas habla. En ese sentido, uno de los relatos más claros y crudos —aunque tiene menos rojo sangre que el resto— es “Soroche”. Cuatro mujeres viajan a la cordillera para “ayudar” a una de ellas a superar un episodio traumático; las espera el soroche, el apunamiento, el mal de altura. Ojeda maneja el proverbial ejercicio del punto de vista y cada una cuenta desde su voz. Pero lo crujiente y doloroso, más allá de las grietas de la “amistad”, es el relato del trauma. La violencia es el filmar y difundir un acto sexual en el que una mujer que se sabe fea se sintió sexy. En “Cabeza voladora” lo es el filicidio brutal y el juego posterior con el cuerpo. Transmitir, exactamente como lo hace Ojeda, esos dramas de consecuencias (im) previsibles, es abrir la puerta al horror que se ceba en la vulnerabilidad de la carne y del espíritu.
Es, literalmente, abrir la puerta a lo monstruoso que acecha. Cómo escribir de eso sin caer en lo ya visto, sin contar de nuevo otra historia de dolor, es lo que Ojeda resuelve por la vía de un lenguaje poético y quirúrgico (o forense, por la exposición del cuerpo y el sobrevuelo de lo mortuorio siempre), y de historias ancladas en mitos andinos, símbolos, brujería. Cuando uno de sus narradores dice “Esta historia es un conjuro” está diciendo una creencia que vale para toda literatura. Creemos —los escritores, los lectores— que la ficción puede revertir, modificar, detener, eternizar. Quizá por un instante, humano o cósmico, puede.
LAS VOLADORAS, de Mónica Ojeda. Páginas de espuma, 2024. Madrid, 121 págs.