Felipe Polleri
Me fascinan los cuentos de Isaac Bábel, ese típico intelectual judío con gafas, ese arrojado combatiente que cabalgó junto a los cosacos en las filas de la Revolución Rusa. En los cuentos de Caballería roja, precisamente, describe la sangrienta campaña contra Polonia en 1920 bajo el mando de Budionny. La valentía y la crueldad de los jinetes cosacos, entre los cuales Bábel pretendía ser uno más, chocaba contra su educación judía, contra su compasión, contra el simple hecho de formar parte de un pueblo siempre perseguido. No obstante, forzándose a sí mismo, resuelto a librarse de sus timideces de intelectual judío y decidido a colaborar en la victoria de la justicia que prometía la revolución, aprendió a montar y a luchar como un cosaco más. Lo que hace inmortales a estos cuentos es que Bábel no resolvió, ni quiso resolver escribiendo, sus contradicciones: la descripción exacta de una matanza horrorosa en la que participó convive con la piedad y la poesía del intelectual judío, todo esto realizado con un dinamismo y una perfección sobrecogedoras. Discípulo de Flaubert y Maupassant en la busca de la "palabra justa", del "punto puesto a tiempo", los cuentos de Bábel resistieron todas las persecuciones. Coloridos, exquisitos, infalibles al reproducir el habla popular para enseguida volar hacia esa frase poética que da el matiz justo en el momento justo. Y no se crea, aunque fue acusado de ello, que denigra a sus compañeros, a los cosacos; también describe sus ternuras, sus sueños de justicia, su abnegación y sacrificio en aras del ideal.
Su otra colección, Cuentos de Odesa, es igualmente maravillosa y paradójica. Pero aquí hay más humor e ironía porque los personajes y situaciones son mucho más pintorescos y divertidos, aunque tampoco faltan los cuentos trágicos y amargos. En fin, los invito a buscar los libros de Bábel en las librerías de usados, porque allí los reencontré muchas veces. No busquen, en cambio, a Bábel; una de las tantas purgas de Stalin lo hizo desaparecer para siempre.
Una tarde estaba con un amigo mirando los saldos de una librería y le señalé varios libros que me encantaban y me encantan: entre ellos, por supuesto, Caballería roja. Mi amigo me miró un instante y dijo que tenía que escribir una columna. Y aquí estamos, ciento y pico de columnas después. A mí no. Perdonen a mi amigo.