AMÍLCAR NOCHETTI
LOS ESPECTADORES del último film de Tim Burton, Sweeney Todd (2007), podrán disfrutar de un bizarro y talentoso ejercicio de horror gótico, enmarcado dentro del género musical. Pero a ese seguro placer debe sumarse otro, bastante inhabitual hoy día, porque la secuencia de apertura es un lujo aparte. Allí la labor de diseño gráfico se convierte en una forma artística independiente, aunque complementaria de la película. El dato no es casual en Burton, que ya antes ha ensayado parecidos alardes (Batman, El joven Manos de Tijera, La leyenda del jinete sin cabeza, El gran pez), aunque nunca con la maniática perfección estética y conceptual que demuestra en esta ocasión. Los jóvenes seguramente se sorprendan con la escena, pero un público más veterano detectará allí un magnífico homenaje a Saul Bass, un hombre que a lo largo de cuatro décadas como diseñador gráfico en Hollywood probó que, al igual que en las artes figurativas o la publicidad, en cine también la primera impresión es la que cuenta.
DIBUJANDO UNA VIDA. Antes de llegar a Hollywood, Bass ya era un artista reconocido. Nacido en el Bronx (Nueva York) el 8 de mayo de 1920, estudió en la Art Student`s League de Manhattan, y en 1938 consiguió empleo como asistente en el departamento de arte de la oficina de la Warner Bros en Nueva York. En 1944 ingresó como creativo de la agencia de publicidad Blaine Thompson, a la vez que comenzaba a trabajar en el Brooklyn College a las órdenes del húngaro emigrado Gyorgy Kepes. Este dibujante había colaborado en el Berlín de entreguerras con el eximio László Moholy-Nagy, e introdujo a Bass en el universo estilístico de la Bauhaus y el constructivismo ruso. Esas lecciones resultarían invaluables para el futuro artístico del inquieto joven.
En 1946 Bass se mudó a Los Ángeles como creativo de la agencia publicitaria Buchanan, en la que se haría conocer por sus propuestas osadas e invariablemente talentosas. Seguro de sí mismo, en 1952 abrió su propio estudio inaugurando así su labor como free lance, en la que ganó un merecido renombre en el área californiana. Por ello en 1954 el realizador Otto Preminger lo contrató para diseñar el póster para su película Carmen de fuego, libre adaptación de la novela de Mérimée al ámbito afroamericano. El director quedó tan impactado con el resultado que pidió a Bass la creación de la secuencia inicial del film. Éste ideó unas lenguas de fuego amarillas que llegaban al rojo vivo sobre fondo oscuro, y ondulaban al compás de la música de Bizet. Con ellas quedaba inaugurada la contundente renovación de un apartado poco tenido en cuenta hasta entonces: el de las "acreditaciones" (opening sequences), área en la que Bass resultaría maestro indiscutido.
Entre 1954 y 1995 el diseñador creó las escenas iniciales y/o finales de 58 títulos, logrando particular relevancia en la mayoría de ellas. Pero la labor de Bass no se limitó sólo a la pantalla. Junto a su esposa, la notable diseñadora Elaine Makatura, emprendió un trabajo para los arquitectos Buff, Straub & Hensman en el diseño de la Case Study House nº 20, en Altadena (1958). También creó los logos para empresas como Bell System Telephone (1968), Continental Airlines (1968), Dixie (1969), United Airlines (1973), Minolta (1980) o IT & T (1983). En 1984 realizó el póster oficial de las Olimpiadas de Los Ángeles, y entre 1991 y 1996 los correspondientes a las entregas del Oscar de la Academia. Mucho antes había ganado una estatuilla por su corto Why Man Creates (1968), además de haber dirigido un fracasado largometraje (Fase 4: destrucción, 1974). También diseñó los espléndidos carteles publicitarios de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) y La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), antes de morir en Los Ángeles el 25 de abril de 1996.
TODO UN ARTE. En los años cuarenta los pósters utilizaban el "gancho" que representaban los actores principales, usando sus rostros en primer plano, sobre fondos estáticos de algún decorado natural o artificial que apareciese en la película, sin hacer referencia alguna al argumento. Bass apeló a diseños abstractos ricos en simbolismos, que a un simple golpe de vista impactaban al público. Así, sus carteles se convirtieron en una meditada obra de arte moderno. A partir de Carmen de fuego, esa creatividad fue trasladada a la secuencia de apertura del film, donde primero impuso su estilo abstracto, ahora sobre fondos dinámicos, para evolucionar luego hacia composiciones figurativas aunque conceptualmente abstractas, siempre cargadas de contenido. El batacazo lo dio El hombre del brazo de oro (Preminger, 1955), la odisea de un músico de jazz por sobreponerse a su adicción a la heroína. Las imágenes iniciales mostraron, sobre fondo negro, un brazo blanco retorciéndose entre los títulos de crédito al compás de la violenta partitura de Elmer Bernstein, asociando por primera vez de manera directa la imagen de presentación con el núcleo de la historia. El impacto fue descomunal: quedaba inventada la moderna concepción del diseño gráfico para el cine. Pero los logros continuaron.
Para La vuelta al mundo en 80 días (Michael Anderson, 1956) Bass creó una mini-película en dibujos animados como secuencia de cierre, en la que se resumía todo el anecdotario del film, algo que repetiría con similar creatividad para Stanley Kramer en El mundo está loco, loco, loco (1963). Para Bonjour, tristesse (Preminger, 1958) ideó un ojo lloroso con lágrimas de distintos colores sobre fondos azules, logrando la proeza de simbolizar en una sola imagen todo el sentido de la película. En Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) rodó un primerísimo plano del rostro de una mujer y luego acercó la cámara al ojo, hundiéndose en una siniestra espiral roja que inundaba la pantalla. Intriga internacional (Hitchcock, 1959) mostraba un sinnúmero de rectas verticales y diagonales que dos minutos después se constituían en las líneas de la fachada de un rascacielos. Igualmente obsesivas resultaron las barras horizontales que cortaban como cuchillos los títulos de Psicosis (Hitchcock, 1960), simbolizando claramente la destruida mente del protagonista. En esa película, además, Bass asistió a Hitchcock en la filmación de la famosa escena del asesinato en la ducha. Más cercanas en el tiempo pero igualmente valiosas fueron las inquietantes imágenes introductorias de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979), las nuevas espirales para Cabo de miedo (Martin Scorsese, 1991), los pimpollos de rosa floreciendo en La edad de la inocencia (Scorsese, 1993) o la macabra imagen del protagonista fundiéndose en los carteles de neón de Las Vegas en Casino (Scorsese, 1995).
Otro punto muy destacable en la obra de Bass fue el papel que dio a la música dentro de su trabajo. Comprendió y utilizó las posibilidades emocionales de la imagen unida a la banda sonora, hasta el punto que ésta forma parte indivisible de los títulos de crédito que diseñó: como si de un corto se tratara, música e imagen resultan una unidad total, preparando psicológicamente al espectador, como había quedado demostrado en El hombre del brazo de oro, donde se fundamentó el lema favorito de Bass ("Simboliza y resume"). Hay una serie de logros inmortales en la materia: el jazz de Duke Ellington para Anatomía de un asesinato (Preminger, 1959), los adecuados tonos épicos de Jerome Moross (Horizontes de grandeza de William Wyler, 1958), Alex North (Espartaco de Kubrick, 1960) y Ernest Gold (Éxodo de Preminger, 1960), o los inquietantes acordes de Bernard Herrmann para la trilogía hitchcockiana.
Bass tuvo varios continuadores prestigiosos, como Corny Cole, diseñador de las secuencias de apertura de La Pantera Rosa (Blake Edwards, 1964) y sus continuaciones, o Maurice Binder y Robert Brownjohn, responsables de 16 inicios para James Bond, desde El satánico Dr. No (Terence Young, 1962) a Licencia para matar (John Glen, 1989). A ellos se suman los actuales integrantes del equipo de Tim Burton, que en Sweeney Todd logran unir la imagen a la música y analizar en dos minutos la película entera, simbolizando y resumiendo, como quería el maestro. Mejor imposible.