De la arena a la cruz

 20121031 434x564

EN EL COMIENZO, Roma fue una cuestión de límites. Rómulo, su fundador mítico, realizó el trazado del perímetro de la futura ciudad mediante un rito recargado, con bueyes, plomadas, surcos dibujados por el arado y llamativa grandilocuencia. Buscaba la delimitación de un ámbito sagrado habitado y regido por el protector del emprendimiento, el dios Júpiter. Todo límite presenta dos problemas inherentes a su condición de tal: cómo se lo transita en tiempos de paz y cómo se lo defiende en caso de guerra. Para el primer caso, el panteón romano disponía de un par de dioses, Término y Jano. El dios Término asumía el aspecto de un mojón de piedra que señalaba el límite de las propiedades de los ciudadanos en la jurisdicción de la ciudad y sus alrededores. En la fiesta llamada Terminalia, celebrada cada 23 de febrero, los vecinos caminaban juntos hasta el mojón, dejaban una torta encima de éste como ofrenda al dios y se juntaban a comer un asado. Cuando alguno se pasaba literalmente de la raya, iban a juicio.

El dios Jano -del latín ianua, puerta, etimología que subsiste en el mes que abre el año, enero- señalaba los pasajes de una condición a otra dentro de la ciudad, en la intersección de dos calles, en las encrucijadas de los caminos. Jano indicaba el cambio de una situación a otra, por eso se lo representaba con dos cabezas, una miraba hacia el pasado, otra hacia el porvenir. El problema se presentaba cuando había que defender los límites de una intervención extranjera, porque los de afuera no eran de palo, eran monstruos.

Según los romanos, el universo estaba rodeado por una especie de río fabuloso: el río Océano. Entre éste y los territorios de la urbe y de sus aliados, habitaban seres prodigiosos que por alguna razón desconocida nunca intentaban traspasar los límites sagrados que protegían Roma. Todo funcionaba a la perfección hasta que a comienzos del siglo IV a.C. los galos, que merodeaban por el norte de Italia, arrasaron a los etruscos vecinos de Roma, e hicieron acto de presencia ante la orgullosa población fundada por Rómulo. Los galos vociferaban como posesos, tenían el pelo largo y rubio, luchaban desnudos y tomaron Roma a los gritos, literalmente. Breno, el jefe de los galos -un personaje digno de las historietas de Astérix- se hizo cargo de los límites violándolos. No hubo dios que salvara la ciudad; aquello no fue una derrota, fue una fuga vergonzosa. Sólo cumplieron con su papel los gansos que vivían en el Capitolio -fortaleza y centro político de la ciudad- que, también a los gritos, despertaron a los defensores.

RITUALES.

Los límites se restablecieron bastante pronto. Fue suficiente que la legión romana con su disciplina feroz resistiera el embate de los monstruos gritones, para que Roma recuperara su sitial. El trauma psicológico resultó un poco más complejo de resolver que el trauma bélico. Para celebrar la recomposición simbólica de los límites vulnerados, se idearon los combates de gladiadores. Estos combates fueron, al menos en sus inicios, un sangriento rito religioso en donde los prisioneros de guerra eran obligados a batirse hasta la muerte en pleno Foro romano, ante los guardianes del orden natural de las cosas. Un exorcismo terrible, una carnicería tragicómica en la que un gladiador armado con una espada poderosa, se defendía con un escudo ridículo; un guerrero menudo, ágil y elástico, trataba de sobrevivir ante un gigante que lo superaba en peso y fortaleza; un gladiador desnudo armado con un tridente y una red, trataba de vencer a otro gladiador cuyo poderoso yelmo, lo cegaba.

Los gladiadores eran freaks que pagaban con su vida la antigua culpa de la huida cobarde ante Breno y sus galos. También eran un recordatorio acerca del destino de los vencidos. Un rito brutal que prefigura de alguna manera las peores estrategias de la masificada civilización del espectáculo de la modernidad. En el momento en que la carnicería religiosa se transforma en diversión alienante, en negocio asociado a productores de espectáculos públicos -denominados "editores" en la antigua Roma-, Espartaco ingresa a la historia. A este respecto, el principal problema que debe despejar Barry Strauss-profesor de Historia y Cultura de la Universidad de Cornell, Nueva York- en su conmovedor, riguroso libro La guerra de Espartaco, refiere a las fuentes históricas. Son éstas las que permiten establecer si Espartaco existió o fue sólo un molde vacío al que Stanley Kubrick en su película de 1960, consolidó en una escena final memorable con tonos dignos del drama Fuenteovejuna de Lope de Vega, como modelo libertario camuflado entre sus soldados, y al que Kirk Douglas prestó su mentón dividido, en una interpretación atlética, a medio camino entre la reciedumbre y la ternura.

La rebelión de Espartaco se desarrolló entre el inicio del verano del año 73 a.C. y el mes de abril del año 71, algo menos de dos años de marchas y contramarchas de las que casi no quedan registros. Para empezar, los historiadores contemporáneos a los hechos, Salustio (86-35 a.C.) y Tito Livio (59 a.C.- 17 d.C.) han llegado fragmentariamente hasta nosotros. Del mismo modo, los políticos como Cicerón (106-43 a.C.) y los eruditos como Varrón (116-27 a.C.), dan noticia de la rebelión y de su líder, pero en una especie de perverso contrario sensu plagado de prejuicios de clase que hay que espigar con cuidado. Más interesante es la visión de Julio César (100-44 a.C.) que ofrece dos datos clave sobre la rebelión: la califica de tumulto importante, no de guerra en sentido estricto -condenando de paso la torpeza del patriciado romano para liquidarla sin dilaciones- a la vez que elogia ciertas destrezas militares de Espartaco, similares a las que el propio César utilizó en la conquista de la Galia. Strauss extrae de estas referencias dos conclusiones: Espartaco produjo un estado de peligrosa alteración interna del orden en Italia, debido a que manejaba dispositivos tácticos extraídos de la forma de pelear de la legión romana. Era una amenaza nacida del riñón romano -una suerte de Bin Laden-, una confirmación de que los imperios suelen despreciar las lecciones de la historia.

PERFILES.

Espartaco había nacido en Tracia, la actual Bulgaria, región fronteriza con Macedonia en la Grecia romana. Varrón cuenta que Espartaco era un desertor devenido en latro, sustantivo que se aplicaba a un ladrón pero también a un insurgente. Puede deducirse que Espartaco había servido como tropa de caballería auxiliar de las legiones que operaban en Tracia, región poseedora de una larga tradición en materia de diestros jinetes. La obsesión de Espartaco por crear una fuerza de caballería desde los inicios de la rebelión, avala el aserto de Strauss. Como sedicioso fue capturado y como esclavo fue vendido a un tal Vatia, que regenteaba en Capua un ludus, una escuela de gladiadores. Se sabe que estas escuelas operaban como brutal castigo para delincuentes peligrosos. De hecho, los futuros gladiadores se ejercitaban con armas de madera y estaban sometidos a una disciplina más que estricta, y no sólo por razones atinentes a su posible valor económico.

Varrón menciona a texto expreso que Espartaco no merecía este castigo, aunque no especifica la índole de su delito. Anota Strauss: "Espartaco era un gladiador de peso pesado, de los denominados mirmillo. Este hombre de fuerza y temple enormes, como rezan las fuentes, tenía unos treinta años. Los mirmillones eran hombres grandes que en la arena portaban entre diecisiete y dieciocho quilos entre armas y armadura. Luchaban descalzos y con el pecho descubierto, dejando lo más a la vista posible los tatuajes con los que los tracios como Espartaco embellecían orgullosos su cuerpo". Llevaban un casco de bronce, un taparrabos en la cintura y varias protecciones para brazos y piernas. "Portaban un gran escudo rectangular (scutum) y blandían una espada de hoja ancha y recta, de unos 45 centímetros de largo, llamada gladius; era la clásica arma del gladiador. Era también el arma típica de un legionario romano."

Espartaco inicia su revuelta escapándose junto a 64 gladiadores de distinta procedencia, celtas y germanos en su mayoría. Se conoce el nombre de un par de esclavos celtas que lo acompañaron en la fuga -Criso y Enomao- y que luego defeccionaron de la causa y en particular del liderazgo del tracio. Pero no sólo esclavos fugados del ludus se unieron a Espartaco: también esclavos domésticos y hombres libres arruinados por la política de los optimates, los patricios que gobernaban Roma desde el Senado y las Magistraturas. La sociedad esclavista y explotadora que el dictador patricio Lucio Cornelio Sila -inventor de las listas de proscripción y las confiscaciones de bienes de sus enemigos- había dejado atada y bien atada durante su gobierno entre el 88 y el 79 a.C., desnudaba un sistema que requería un cambio radical. La brutal explotación había provocado entre el 91 y el 88 a.C. una feroz guerra civil que tuvo como antecedente dos cruentos levantamientos serviles en Sicilia, el granero romano. Sólo así se entiende el éxito de Espartaco. Resulta significativo que un ex lugarteniente de Sila, Marco Licinio Craso, un especulador multimillonario carente de escrúpulos, fuera el vencedor del esclavo rebelde.

Uno de los logros de Strauss consiste en detallar morosamente escenarios geográficos, movimientos y constitución de los ejércitos enfrentados, atmósfera de época, detalles etimológicos. No obstante, es el duelo épico entre el esclavo y el patricio el que rinde los mejores dividendos porque es alegórico y atemporal. Un Espartaco valiente y astuto, cruel y violento, paga con su vida el eterno anhelo humano de libertad. Un Craso disoluto y mezquino, que diezma sus tropas sorteando uno de cada diez hombres para que sus compañeros lo maten a palos por no luchar con suficiente coraje en la defensa de una patria que los excluye, es un rival perfecto. Ambos rivales son antagónicamente iguales y culturalmente simétricos. Sólo así se entiende que luego de capturar sus primeros prisioneros romanos, Espartaco los haga combatir como gladiadores ante sus tropas, repitiendo el oprobio del que había escapado en Capua. Un gladiador, por muy famoso que fuese, ocupaba el lugar del submundo humanoide vencido. La dignidad social de un gladiador es un invento de Hollywood. Su destino era la muerte ante una plebe urbana corrupta, inculta, manejable.

Un siglo después de la rebelión de Espartaco, cuando de las viejas virtudes republicanas romanas nada quedaba, el filósofo Séneca crearía la máxima "pan y circo". Es que la masividad de la lucha de gladiadores y la ruina de la Roma republicana son casi una analogía. De igual manera, el suplicio de la crucifixión aplicado metódicamente por Craso a seis mil prisioneros del ejército rebelde, no asombra desde la perspectiva cristiana: es el ícono del martirio del justo por el poderoso. Lo que se conoce menos es que Espartaco crucificó a legionarios romanos prisioneros. Y no lo hizo por su condición de bárbaro tracio (la crucifixión tenía una larga historia en la tradición greco-latina). Lo hizo para aleccionar a sus hombres acerca del destino que les esperaba si resultaban derrotados y porque, de alguna paradójica manera, él también era romano. Pero Espartaco nunca pudo conjugar odio irracional con astucia y Roma, la odiada Roma, literalmente lo devoró: su cadáver nunca fue encontrado, quizá porque no importaban los despojos de una guerra sin gloria.

LA GUERRA DE ESPARTACO, de Barry Strauss. Edhasa, 2012. Buenos Aires, 304 págs. Distribuye Gussi.

Los límites humanos del héroe

¿FUE EL liderazgo de Espartaco lo que fracasó? Difícil pregunta. Él no fracasó en el campo de batalla, donde era excelente como comandante mientras mantuvo unas metas limitadas. Tampoco fracasó al instruir o animar a sus tropas. Espartaco no intentó abolir totalmente la esclavitud ni tampoco hizo serios esfuerzos por conquistar la ciudad de Roma, pero, no obstante, propuso unos grandes ideales. Dio a sus seguidores unos objetivos realistas, pero nobles: libertad, honor, valentía, venganza, botín e incluso el favor de los dioses. Pero ni siquiera como favorito de Dioniso pudo convencerlos de su último objetivo estratégico: Espartaco fracasó al intentar persuadir a sus hombres de que cruzaran los Alpes. Sin duda, nadie hubiera podido convencerlos. Es fácil animar a hombres desesperados, lo difícil es infundirles confianza. Después de demostrar a su ejército que los dioses habían vuelto la espalda a Roma y a sus legiones, no pudo convencerlos de que el desastre esperaba a la vuelta de la esquina a menos que salieran de Italia. Espartaco sufrió el destino de los revolucionarios prudentes: encendió un fuego que no podía apagar. Descubrió además que el mismo vigor que hace que los ejércitos insurgentes tengan éxito, también los hace frágiles. Las fuerzas rebeldes, construidas desde la horda, son violentas y tercas en extremo. El ejército de Espartaco sufrió masivas divisiones internas entre los nacidos en Italia y los emigrantes, y en especial divisiones entre grupos de diferente etnia y nación. La mezcla de tracios, celtas, germanos e italianos era inestable, pero era todo lo que tenía. Espartaco no tuvo más elección que luchar con los hombres con los que contaba. Con tales limitaciones, Espartaco actuó correctamente cuando Craso provocó la inevitable crisis. Para él, lo prudente y acertado era cruzar a Sicilia. No se puede culpar a Espartaco de que los piratas lo engañaran, especialmente si es que estos habían sido sobornados y amenazados por Verres, el gobernador romano de Sicilia. ¿Arruinó Espartaco el cruce en balsas o esta posibilidad estaba más allá de las capacidades técnicas de todos, excepto de las fuerzas mejor abastecidas? Espartaco fracasó con Roma, pero tuvo éxito como creador de mitos. No hay duda de que él hubiera preferido lo contrario, pero la historia tiene su camino para todos nosotros. ¿Quién recuerda hoy en día a Craso? ¿Y a Pompeyo? Ni siquiera se recuerda tan bien a Cicerón. Pero todo el mundo ha oído hablar de Espartaco. No obstante, por raro que parezca, se suele recordar al hombre equivocado. Ni instigador ni idealista, el verdadero Espartaco quiso mezclar la esperanza y la prudencia.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar