por Juan de Marsilio
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El 5 de noviembre estuvo en Montevideo por unas horas el español Javier Cercas (n. 1962), para presentar su reciente novela El loco de Dios en el fin del mundo. Recibió a El País Cultural en su habitación del Radisson - Victoria Plaza y tuvimos media hora de charla, a la vez seria y amena.
PACTOS Y PRIMERA PREGUNTA. Le planteo al Sr. Cercas –que de inmediato propone el tuteo y pide que lo llame Javier– que no haré problema alguno si, por improcedente o por irrelevante, decide no responder alguna de mis preguntas. Javier me agradece pero dice que con seguridad responderá todas mis interrogantes. Anuncio que lo trataré de vos, a la rioplatense, y lo acepta sin objeción. Como he leído en su último libro, que si no corre cada día por la mañana sufre como un adicto en abstinencia, le pregunto si ha corrido. Me responde que sí. Le digo que eso me tranquiliza, pues tendré un entrevistado sereno. Al captar la alusión a su novela, sonríe.
FAMILIA.
–Hablemos del peso de la familia en tu obra. De tu familia de origen y de la que has formado.
–Yo creo que es enorme, y sé por qué lo preguntas, porque está presente en todas partes. De manera elusiva, pero profunda, sí. En mi último libro mi madre es determinante. Todos mis libros están dedicados a mi esposa y mi hijo. El peso de mi madre, indirecto, en El monarca de las sombras es tremendo. El peso de mi padre, ya directamente, en Anatomía de un instante, también es enorme. La familia es lo que más nos determina, lo que más influye en nosotros.
FILOLOGÍA.
–¿Cuánto sobrevive en tu obra del Doctor en Filología y el docente universitario?
–Siempre he sido un filólogo, y en lo que escribo se nota. Importan las palabras. En cuanto a la enseñanza, no fui un profesor que escribía novelas, sino un novelista que trabajaba de profesor. Cumplí mis tareas universitarias para ganarme la vida, a conciencia. Y lo pasé bien. Pero mi vocación siempre ha sido la escritura.
POLÍTICA.
–Pertenecés a una generación que, con padres honestamente franquistas, tomó otros rumbos. ¿Creés que tu generación ha logrado construir una España mejor?
–Hombre, es evidente que la España de hoy es mejor que aquello. Pero no ha sido sólo mi generación, sino el país entero. Y de hecho, la generación mía no participó en la construcción de la democracia: éramos muy chicos. Fue más la generación de Felipe González, para ser claros. Es más: cometimos el error de alejarnos de la política, por considerar, en los ’80, que la democracia ya estaba hecha, y nunca lo está. Cuando volvimos, tarde, a la política, ya había una nueva generación haciendo lo suyo.
–Esto que decís de las generaciones me hace acordar de cómo, en Soldados de Salamina, para llegar al falangista Sánchez Mazas partís de su hijo, el novelista social Rafael Sánchez Ferlosio, desafecto al franquismo. ¿Cuánto le debe España a esa generación, que fue disidente de Franco con Franco vivo?
–Una novela que habla de la búsqueda del padre. Esa generación fue fundamental para España. Eso era mucho más problemático que lo que me tocó a mí. En mi caso, disentir del Franquismo era casi inevitable. Y del Catolicismo, porque estaban fusionados, nacionalismo y Catolicismo. Aquello era un régimen nacional–católico.
–En tus libros, sobre todo en el último, se notan los resabios del infeliz matrimonio entre el Estado Español y la Iglesia.
–Infeliz, sí. Ellos creían que era un matrimonio feliz, pero no lo era. Y sobre todo para la iglesia. Fue catastrófico. Aquello era una forma de Constantinismo y fue perjudicial para la gente, para el Estado y, como siempre, para la Iglesia.
–En este último libro, El loco de Dios en el fin del mundo, se nota cierta nostalgia de la fe perdida…
–Mira, eso yo creo que ocurre un poco al final del libro En teoría esta es una novela sin ficción, esta última, salvo en una cosa: el narrador, que no es exactamente yo. Todo lo que le ocurre al personaje, me pasó a mí, incluso quedarme atrapado, con el vértigo que he heredado de mi madre, en un ascensor panorámico, en un piso veinte y no sé cuántos, en Ulán–Bator. Pero el narrador, que no es del todo yo, sobre el final del libro, lo mismo que el loco sin Dios de Nietzsche, siente una nostalgia de la fe, de la seguridad que da la creencia, del sentido a todo que da la fe.
–¿Qué pesa más en la Iglesia española de hoy: aquel conservadurismo o el aporte a la democracia de obispos como Monseñor Tarancón?
–Conozco mucho más el Vaticano que la Iglesia de España, porque en el Vaticano me dieron acceso a todo lo que les pedí. Y si no, no había libro, ese era el pacto. La jerarquía española ha sido de las más anti Francisco. Me he dado cuenta de que cada Iglesia, en cada lugar, es diferente, aunque integre la Iglesia universal. La jerarquía española está dividida: aquel conservadurismo pesa, el recuerdo de Tarancón está diluido, y lo que está es la presencia de Francisco. Que cambió muchas cosas. No todo lo que hubiera querido, porque un Papa no puede cambiar todo y él no tuvo tiempo. La Iglesia de Francisco está más en la base que en la jerarquía, aunque en la jerarquía, hay algunos elementos marcados por el papado que acaba de concluir.
FRANCISCO Y DESPUÉS.
–¿Cómo ves al papa sucesor, León XIV?
–Lo he seguido con cierta atención. Creo que el rumbo, el fondo, es el mismo, pero han cambiado las formas. Pero es un poco prematuro juzgarlo. Francisco fue elegido para sacudir la Iglesia –ahora lo sabemos– y la sacudió. Fue muy perturbador, muy disruptivo, mucho más de lo que los no católicos pensamos. Y León XIV ha sido elegido para calmar las aguas. Y se nota que lo está haciendo, al usar unas formas más tradicionales. Pero el camino es el mismo, porque León es un misionero. Y porque el camino está trazado desde el Concilio Vaticano II, aunque algunos sean reacios a seguirlo (Francisco fue el primer Papa hijo del Vaticano II). La pregunta es la profundidad, el ritmo con el que el nuevo Papa va a seguir ese camino. Qué cosas va a frenar, cuáles va a acelerar, que ambas cosas son probables. Su peculiaridad es que por una parte es un misionero, un representante de la parte más luminosa y pura de la Iglesia, que por otra parte conoce la interna del Vaticano, porque Francisco lo puso ahí. Está siendo muy prudente, está tanteando el terreno, todavía no ha hecho grandes cambios en el Vaticano, pero el camino es el que es. Aunque tiene una modulación propia, incluso en lo político, y más que una modulación, pero dentro de ese marco que te he dicho.
–¿Sos consciente de que tu solución para la Iglesia, que brota de tu viaje con el difunto Papa –“todos misioneros”– no es aplicable en la práctica?
–Discrepo. En el fondo lo que propongo es la solución de Francisco, que hablaba de una Iglesia misionera, en salida. Esto lo he entendido después de escribir el libro. Fue lo que vi en Mongolia. Y es lo que Francisco quería. Entiendo tu planteo. En París, hablando con el Nuncio, me hacía un planteo similar al tuyo, en el sentido de que mi visión de los misioneros era muy romántica. El Nuncio no era muy pro Francisco, y en general, los nuncios apostólicos no son muy pro Francisco. Pero el cristiano que no es un misionero no es un cristiano. Para ser misionero no es necesario irse a la otra punta del mundo. Tú puedes ser misionero aquí en Montevideo, tener el espíritu, la radicalidad del misionero. Y el que no viva su fe con esa radicalidad, no es como cristiano de veras, porque el cristianismo vivido de verdad es muy exigente. Es como escribía Charles Péguy, que no hay nada más contrario al espíritu burgués que el cristianismo. El misionero encarna el cristianismo de Cristo, que es muy distinto de lo que hemos visto tan asociado al poder a lo largo de la historia, incluido el catolicismo español de mis años de infancia y adolescencia, que es en gran parte una perversión del cristianismo. En ese espíritu, hasta un Nuncio podría ser buen cristiano… es difícil, ¿eh? El Concilio Vaticano II es un volver a las fuentes. Intuitivamente y un poco en broma, lo mismo que bromeo en el libro, cuando vuelvo con eso de “todos misioneros”, lamento decir que acerté. (Ríe, y el entrevistador también).
–¿Puede extrapolarse esa solución a los no creyentes?
–Hombre, no se puede obligar a la gente a vivir una vida radical en el sentido ético… pero vivir así es una buena idea. Se puede vivir con esa radicalidad. Y yo lo extrapolo a la condición de escritor: si un escritor no vive radicalmente su vocación, no es un escritor de veras, el escritor tiene que ir al fondo. Por eso me impresionaron los misioneros, por su compromiso. Es que el cristianismo de Cristo implica un compromiso radical con valores en los que yo creo, aunque no soy creyente.
ÉTICA, ESTÉTICA Y HUMANIDAD.
–Para Anatomía de un instante, la historia de España te regaló un gran momento: Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y el Gral. Gutiérrez Mellado, tan distintos entre sí, fueron los únicos en las Cortes que permanecieron de pie, sin esconderse, cuando el intento de golpe de Estado de 1981 conocido como el “tejerazo”. En tus personajes la decencia pesa más que la ideología…
–A mi me importa más la ética que la política. No hay política sin ética. Y aunque algunos consideren esto una ingenuidad, no se las puede desvincular, porque la ética es superior. Primero uno tiene que intentar hacer las cosas bien, y luego, a partir de ahí, puede empezar a hacerle el bien a las cosas, a los otros, a la sociedad. Además, la ética la podemos controlar, uno puede decir “voy a actuar bien” o “voy a actuar mal”; la política no es tan controlable. En mis libros aparece la política, pero la ética es más importante. En mis libros hay una exploración ética, moral.
–No obstante, cuando alguno de tus personajes es un granuja, rescatás su humanidad…
–Te agradezco que lo digas. Mi misión no es condenar ni ensalzar a mis personajes, aunque sean reales. Mi misión es entenderlos. Y entender no es justificar. Significa darse los instrumentos para no repetir los mismos errores. Cuando un personaje como el sindicalista catalán Enric Marco es capaz de mentir, para prestigiarse, sobre el Holocausto nazi, sobre el crimen más horrendo de la historia, busco entenderlo. Lo mismo que con el Papa Francisco, en toda su laberíntica complejidad, tan laberíntica como la tuya, la mía o la de cualquiera. La misión de la literatura es entender, no juzgar.
–Así que no tenés problema en asumir que la literatura cumple una misión social…
–La literatura es una forma de placer y una forma de conocimiento. ¿Eso es útil socialmente? No me cabe duda. Junta lo útil y lo dulce, como decía Horacio.
–Última pregunta: ¿en qué estás trabajando ahora?
–Eso no lo respondo. Nunca lo digo, me lo tengo prohibido, porque si lo digo, algo esencial se escapa. Sólo te diré que en 2026 saldrán dos libros de ensayos.