Grescas violentas dentro y fuera de los liceos y el suicidio de un estudiante víctima de bullying marcaron dolorosamente la agenda informativa de estos días.
Ni uno ni otro problema son nuevos en el país.
Hasta donde sé, la ley número 19.098 de 2013 que declaraba “de interés nacional la confección de un protocolo de prevención, detección e intervención respecto al maltrato físico, psicológico y social en los centros educativos del país” hasta ahora no lo ha dado a luz (corríjame el lector si me equivoco).
El mobbing, hostigamiento en los lugares de trabajo, no ha tenido mejor suerte. En 2020, la psicóloga Silvana Giachero, experta en el tema, consignó en Twitter que desde 10 años antes “se han presentado seis proyectos de ley de mobbing, ninguno prosperó. Nunca hubo voluntad política de sancionar ni trabajar en prevención”.
Bullying y mobbing son enemigos invisibles que tienen en común la instalación de dinámicas de violencia cotidiana, a extremos que pueden hacerse insoportables para sus víctimas. Forman parte de un menú de disfunciones que están naturalizadas, en un juego de relaciones de dominación que parece inherente a la convivencia humana y que deberíamos combatir frontalmente en procura de la armonía civilizatoria.
Una de las voces más claras a este respecto ha sido la de la filósofa alemana Hanna Arendt, cuyo concepto de “banalidad del mal”, asociado a los genocidas nazis, pone el foco en la burocratización de las decisiones criminales: cuanto más se estandarizan los procesos de decisión a nivel de las cadenas de mando, menos espacio queda para la valoración ética de las acciones que se ejecutan.
Pero ese deterioro moral se agudiza con un fenómeno de comunicación que va cobrando cada vez más importancia, y es el que podríamos definir como “glamurización del mal” (la palabra no existe, pero “glamur” está castellanizado). Ya no se trata solamente de manejar la violencia despiadada como un instrumento rutinario. Lo que está pasando crecientemente es que se la convierte en deseable, en una conducta virtuosa a imitar.
El cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu ha declarado en una conferencia de 2019, brindada a estudiantes de cine, que “viviendo en Ciudad de México y sabiendo de la violencia que vivimos, es difícil para mí ver películas que glamurizan la violencia y hacen de ella un arte ‘cool’. Son súper estéticas y se ven impresionantes en el cine, pero no hay que abusar de la violencia gratuita. Cuando se la muestra sin la consecuencia que provoca en quien la ejerce y quien la recibe, es algo inmoral”.
No me gustan sus películas, pero coincido plenamente con su observación.
La industria del entretenimiento trabaja de manera incesante en la banalización y glamurización de la violencia. Y no me refiero solo a los productos puramente comerciales de asesinos y terror convencional. Hasta un director interesante como Quentin Tarantino, en más de una de sus obras llega a regodearse tanto con la tortura y el crimen sanguinario, que parece pedirnos a los espectadores que lo disfrutemos. Otro tanto puede decirse de bodrios que alguna crítica ha hecho pasar por obras maestras, como The matrix y la reciente y oscarizada Todo en todas partes al mismo tiempo. Son guionistas y directores que llenan el metraje de combates de artes marciales, disfrazando esa pavada con excusas filosóficas light a tono con la moda del multiverso.
Pero el mecanismo perceptivo del espectador es exactamente el mismo que recibe cuando juega a esas porquerías como Fortnite o el repugnante Mortal Kombat de cuando mis hijos eran chicos. He leído por ahí que hay videojuegos que dan más puntos al participante si mata a mujeres embarazadas. No sé si será verdad, pero lo que está claro es que estimulan catarsis agresivas como forma de entretenimiento.
Y no me creo nada esas investigaciones que aseguran que estas prácticas no influyen en la violencia social. El que se divierte descuartizando zombies podrá no salir a matar gente real, pero anestesia su sensibilidad y alimenta una fascinación por la conducta criminal que va permeando en toda la sociedad.
Los productores culturales que generan estas bazofias se justifican con el pobre argumento de que responden a las demandas del mercado. Con alegría, renuncian al riesgo de innovar y se abrazan al resultado de focus groups integrados por gente ya acostumbrada a esa estulticia, de la que se ha hecho adicta.
Y en tanto, las grescas entre chiquilines de distintos barrios y liceos se multiplican, tanto como el hostigamiento al diferente, al “nerd” parodiado y humillado por aquellos mismos promotores de anticultura.
Me queda perfectamente claro que la prohibición y la censura no son el camino. Pero también que esta situación redobla la responsabilidad de los medios de comunicación, el sistema educativo y la gestión cultural pública y privada.
¿Será tan difícil promover contenidos culturales que glamuricen la solidaridad?