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El síndrome de la inserción

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Las bondades de la apertura comercial deben ser de los pocos temas en los que los economistas (con algunas excepciones: coreanas, cubanas y criollas) están de acuerdo. Sin embargo, es algo poco entendido y aceptado a nivel cultural y aún político. Lo que es intelectualmente obvio puede transformarse, con explicaciones simplistas y emotivas, en algo resistido y hasta rechazado.

Así ocurre en nuestro país. Si la apertura comercial es la opción obvia para la generalidad de los países, en el caso de uno pequeño, periférico, sin riquezas extraordinarias y poco poblado, no debería ni plantearse.

No ocurre así, sin embargo: casi toda la izquierda y buena parte de nuestra cultura, ven con malos ojos todo lo que implique la presencia de extranjeros y la preferencia por la productividad y el lucro, factores que no nos permiten disfrutar de un idilio distributivo a la sombra de un estado protector. Eso -claro está- lleva a que el resto del espectro político, con excepciones, se cuide de demostrar predilección por la apertura comercial.

Con el primer gobierno de Sanguinetti, a pesar de su formación batllista, arrancó un programa gradual de rebaja arancelaria. Así llegamos a 1990, primer año del gobierno Lacalle Herrera, a quien un día le informan que existían avanzadas conversaciones entre Alfonsín y Sarney para hacer un tratado comercial bilateral.

La apertura estaba en el programa propuesto por el candidato, pero la noticia obligaba a una decisión inmediata: subirse al carro o quedar con la ñata contra el vidrio. A nivel del equipo económico había dos corrientes de opinión: una (minoritaria, pero con jugadores de mucho peso), que aconsejaba ir directamente a un programa de apertura unilateral, a la chilena (“no asociarse con menesterosos”, sic) y otra que, buscando llegar al mismo destino, consideraba menos traumático y más viable un camino gradual. Comenzar abriéndose a socios relativamente ineficientes era más prudente. Siempre y cuando, y eso era considerado fundamental, quedara claro que el acuerdo regional a construir sería una etapa intermedia, preámbulo de mayores aperturas. El camino de un tratado tenía la ventaja adicional, al atar las decisiones políticas con otros países, de colocar al gobierno en una posición más fuerte a la hora de enfrentar los inevitables lobbies: como se sabe, los empresarios son todos liberales, pero respecto a los demás. El Mercosur sería un gran argumento para no recular ante presiones y pedidos por más protección. De hecho, siempre creí que ése era el argumento de más peso en el caso de Brasil.

La historia es conocida: luego de una dificilísima negociación, en la que Uruguay defendió la línea de la apertura y la desburocratización, no se pudo acordar una unión aduanera, primero por culpa de Argentina, que negoció mal y llegó al final con grandes sectores dejados fuera, lo que alentó el “pecado” en los demás.

Con los años, la distancia de la orilla se fue agrandando. Los pecados de uno ambientaron la aceptación de otros y, poco a poco, la cosa se deformó y empantanó. Luego vino la etapa de la sustitución de las relaciones exteriores por las afinidades ideológicas y al pantano comercial le fueron añadiendo distractivos: Mercosur, cultural, social, parlamentario…etc.

Ahora estamos en una discusión de cierta forma reminiscente de aquella de los 90, sólo que con opciones aún más duras.

Por un lado, están los que hablan (siempre es lo más fácil) de salir del Mercosur. Basta de menesterosos. Al medio (siempre la opción más uruguaya) están los de “más y mejor Mercosur”. Y, como siempre ocurre, cierran el coro los que quieren el mejor de los dos mundos.

Pues, si en 1990 abrirse al mundo unilateralmente era algo muy difícil, hoy es suicida. Lo primero a pensar de una hipotética salida del Mercosur es, para dónde. Aún si no existieran traumas en abandonar el tratado, ¿en qué palo nos vamos a rascar? Prácticamente todo el resto del mundo funciona dentro de redes de tratados comerciales. No tenemos dónde ir.

Esa misma realidad liquida la tercera opción: ya lo estamos viendo, como que no abundan los festejantes, como se decía antes.

Entonces, “¿más y mejor Mercosur?” ¿Qué significa? Hoy el Mercosur es para nosotros una boleadora en las patas. El gran beneficiado ha resultado ser Brasil: la idea de atraer inversiones al Uruguay con el atractivo del mercado ampliado fue torpedeada por los incumplimientos. Si no hay seguridad jurídica, el inversor se va a colocar, por las dudas, dentro del mercado grande.

Es obvio que lo del “más y mejor” es un eslogan vacío (y poco original), pero quizás sirva para intentar un camino de desbloqueo: exigir el cumplimiento de la unión aduanera. ¿Quieren Mercosur? Muy bien, que se pacte un compromiso, con fechas determinadas y próximas, para la eliminación de excepciones y de medidas parancelarias y para la plena vigencia de la libre circulación de bienes y personas. Si no se acepta, ir entonces a una zona de libre comercio, que nos permita no retroceder mientras buscamos otros caminos.

Como sea, una cosa, como mínimo, debe quedar clara: en la realidad que vivimos y con las opciones a la vista, no es posible seguir a pura conversación. Si los efectos de una mayor productividad no nos vienen impuestos por un tratado de integración, no tenemos más remedio que generarlos nosotros. Así de caros y de poco eficientes, resistiendo reformar la seguridad social y la educación y maneados por decenas de regularizaciones, tanto laborales como administrativas, no nos salva ni la China.

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