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Carlos Maggi, agitador del pensamiento

Mañana jueves tendré el honor de participar en la Jornada Maggi que organiza el Instituto Nacional de Letras, en el Museo Zorrilla.

El año pasado se cumplió el centenario del nacimiento de ese intelectual inmenso que fue Carlos Maggi (1922-2015) y en la ocasión, además de asistir a una exposición inaugurada en diciembre sobre su vida y obra, se darán cita académicos, escritores, artistas y comunicadores para evocarlo a través de tres mesas redondas sucesivas, en las múltiples facetas de su creatividad.

Carlos fue libretista de radio, letrista de canciones, dramaturgo, columnista de opinión, comunicador radial, ensayista sobre historia y política y, por si todo eso hubiera sido poco, abogado.

Fue uno de los hijos dilectos de la generación del 45, ese faro cultural que aún hoy sigue moldeando la idiosincrasia uruguaya.

Como autor teatral fue, a decir de Roger Mirza, el más importante del país después de Florencio Sánchez.

Desde La trastienda y La biblioteca en adelante, sus obras diseccionan la identidad nacional, al tiempo que innovan en el lenguaje escénico.

Siguió escribiendo a lo largo de sus 92 años de vida con la misma pulsión iconoclasta de sus orígenes. Porque espiritual e intelectualmente siempre fue “el pibe”.

Todas sus piezas son admirables, pero me gustaría destacar Frutos (dirigida por Stella Santos en el Teatro Circular, año 1985), una peculiarísima visión de Fructuoso Rivera como presidente de un país naciente completamente destartalado.

Se trata de un texto que retrata al personaje histórico no desde la realidad objetiva, sino situándose literalmente dentro de su cabeza, caótica y genial.

En 2008 tuve el privilegio de poner en escena con Teatro de la Candela su última pieza teatral, La mujer desconocida, inspirada en el vínculo entre los hermanos Carlos y María Eugenia Vaz Ferreira, que no es otra cosa que una metáfora perfecta acerca de la difícil convivencia de la razón con la emoción.

Carlos retoma una anécdota mínima narrada por Ramón “Loro” Collazo (la visita frecuente de María Eugenia al boliche que el padre de Collazo regenteaba en el bajo montevideano), y desarrolla a partir de allí una ficción de erotismo reprimido, conflictos intrafamiliares y censuras.

Entrevistado por el Inae en el ciclo A escena con los maestros, dice que “el teatro tiene que ser una forma de emocionalidad profunda, a tal grado que quien vive esa experiencia quede cambiado. Que su propio ser sea alterado por esta experiencia. Toda la cultura no es otra cosa que una gran serie de experiencias vividas que se van adhiriendo al ser hasta transformarlo”.

Incluso recuerdo haber tenido la ocasión de cruzármelo en radio Sarandí, siendo yo muy joven, en lo que debe haber sido el día que lo conocí.

Yo protestaba por la escasa incidencia que tenía el teatro y la cultura uruguaya en general, en lo que a la salida de la dictadura llamábamos “transformación social”. Entendía que participábamos de una actividad de élite que no modificaba la realidad, porque se dirigía a un público minoritario que compartía nuestros mismos intereses.

Maggi, con su sonrisa de siempre, me respondió que eso no importaba. Que nuestro deber era tirar una piedrita al medio del gran estanque y que la onda circular que esta generaba, tarde o temprano alcanzaría los bordes.

Así trabajó él a lo largo de toda su vida: tirando piedras al estanque, agitando las aguas de las perezosas unanimidades intelectuales, de esa inercia tan uruguaya que nos hace tan conservadores y temerosos de los cambios.

En ese contexto deben revisitarse sus ensayos políticos, como La reforma inevitable y sus invalorables columnas del diario El País.

De todo lo que he estado leyendo y releyendo en estos días, lo que me pareció más oportuno para citar aquí es un breve correo electrónico que Maggi envió a la hoy subsecretaria de Educación y Cultura, Ana Ribeiro, en la oportunidad en que ella le pidió consejo, porque había sido invitada a integrarse en forma permanente a las tertulias radiales de En perspectiva.

Es un texto de sublime belleza que puede encontrarse en YouTube, en un programa de Emiliano Cotelo de agosto del año pasado.

Aconsejaba el maestro a su discípula: “Te tocó un grupo excelente, saben y son inteligentes. Pero por momentos discuten para tener la razón. Cuidate mucho de no caer en eso, es un gran error. (…) (No quieras) imponer tus ideas. Tú trabajás para que la conversación se haga imprevisible y más brillante. Esto hace que los otros se contagien y en vez de querer ganar, quieran decir algo interesante. (…) Emiliano dijo en una tertulia reciente: desgraciadamente no llegamos a ninguna conclusión. Una vez terminado el programa, yo le dije: no, Emiliano, nosotros no damos soluciones. Nosotros agitamos el pensamiento”.

Tal vez sin habérselo propuesto, con ese rol de agitador del pensamiento Carlos se definió a sí mismo mejor de lo que nadie lo ha hecho hasta ahora.

Cuánta falta nos hacen estos humanistas de verdad, en un Uruguay intelectual enfermo de fundamentalismos de barricada e ideologías de mesa de saldos.

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Álvaro Ahunchain

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