José María Argemi, The Conversation
El hígado es un órgano generoso. Trabaja mucho para el resto del organismo y no protesta casi nunca: se entrega plenamente.
Las funciones de este órgano están relacionadas con la depuración de los tóxicos o con la producción de proteínas que ayudan, por ejemplo, a la coagulación (protrombina, fibrinógeno y factor 7), a vencer las infecciones (complemento) o a transportar moléculas por el torrente sanguíneo (albúmina y lipoproteinas).
Es un ejemplo perfecto de economía circular: a la vez factoría, planta de reciclado, compañía distribuidora y depuradora de residuos tóxicos. Pero todo lo hace de un modo muy silencioso. Esto da lugar a que muchos pacientes que vienen por primera vez a consulta puedan tener ya desarrollado un problema hepático importante sin tan siquiera sospecharlo.
De ahí que pueda afirmarse que la discreción del hígado a la hora de desarrollar sus funciones es un arma de doble filo. Trabaja mucho, sí. Pero cuando se queja, puede ser demasiado tarde.
La grasa hace que el hígado se endurezca poco a poco.
Ante esta realidad es importante cuidar nuestro hígado mediante la prevención. Es necesario tener un estilo de vida saludable basado en la dieta mediterránea y el ejercicio. Sí, es lo que dicen siempre los médicos para la salud cardiovascular, pero también es el consejo que más eficazmente mantiene sano el hígado.
Si nos alejamos de estas dos recomendaciones y apostamos por un tipo de alimentación demasiado rica en carbohidratos o procesados y le unimos una vida sedentaria o un consumo excesivo de alcohol, el hígado empieza a acumular grasa. Esto es así porque su generosidad llega hasta tal punto que, si el tejido adiposo ya no puede acumular más grasa, será él mismo el que tome la iniciativa de cargarse con la sobrante. A esta situación la llamamos hígado graso o esteatosis (de steatos, grasa en griego) hepática.
El hígado graso es la enfermedad hepática más común en nuestros días y un problema de salud reconocido. Como en todas las enfermedades humanas, la genética desempeña un papel (en este caso, hay genes como el PNPLA3 que pueden predisponer al acúmulo de grasa en el hígado), pero el factor fundamental es ambiental.
En sí mismo, el hígado graso puede ser un simple reflejo de un desequilibrio metabólico pasajero. Pero sabemos que, si no se trata mediante un cambio radical en el estilo de vida, puede causar inflamación –las transaminasas de la típica analítica de rutina– y desembocar, al cabo del tiempo, en una acumulación de fibra en el hígado que provoca que se vuelva más rígido, como si se tratara de un proceso de cicatrización continuo, hasta convertirlo en un hígado duro como una piedra. Se trata del estadio más avanzado y terminal de cualquier enfermedad hepática crónica: la cirrosis hepática.
Por eso, si se detectan alteraciones cuando se realizan pruebas analíticas, es importante que consultemos con nuestro médico de referencia. Y si esas alteraciones persisten en el tiempo es importante contactar con el especialista para discernir cuál es la causa del problema. Porque aunque lo más frecuente es que sea de tipo metabólico, también puede ser de origen vírico –como las hepatitis virales crónicas–, asociado a fármacos o productos de herboristería, o de tipo autoinmune. Saber la causa nos ayudará a entender cómo tenemos que abordar la enfermedad.
Cuando el problema es un virus.
Los virus que afectan crónicamente al hígado y suelen pasar desapercibidos son los de la hepatitis B y la hepatitis C, aunque ahora también vemos pacientes afectados por hepatitis E crónica, especialmente si están inmunodeprimidos. Para colmo, el D puede aprovechar para infectar a un paciente infectado con B, pues usa su membrana.
Estos virus han desarrollado una capacidad de infectar nuestras células hepáticas sin impedirles funcionar, alcanzando un equilibrio con el sistema inmune que nos permite convivir con ellos durante años. El problema es que, a la larga, también provocan inflamación y fibrosis, llevando a la cirrosis. Por suerte, tenemos un tratamiento curativo para la hepatitis C, mientras que para la B tenemos un tratamiento supresor, que lo mantiene sin replicarse y sin provocar daño.
En los casos de hepatitis autoinmunes, el sistema inmune confunde la célula hepática propia con algo ajeno al organismo, de modo que lo ataca, produciendo inflamación. También esta enfermedad tiene tratamiento y debemos aplicarlo para evitar la progresión a la cirrosis.
Si tratamos la causa, podemos darle la oportunidad al hígado de regenerar, incluso cuando el daño es avanzado.
El alcohol, el falso amigo.
Del alcohol sabemos muchas cosas y hay otras que, aún sin tener la certeza científica, intuimos. Una evidencia que puede incluso obtenerse mediante la observación es que cuanto más alcohol consuma una persona, mayores posibilidades tendrá de desarrollar problemas hepáticos o de salud. Parece evidente, ¿verdad? Pues hay personas que lo niegan.
Tradicionalmente, se ha dicho que una copa de vino al día puede tener efectos beneficiosos porque, al ser un producto de la uva, tiene antioxidantes que ayudan al sistema cardiovascular. Se habla de la “paradoja francesa”: más consumo de vino per cápita y, sin embargo, mejor salud cardiovascular.
Aunque no he visto datos sólidos de la paradoja francesa, tiene sentido que el consumo de uno o dos vasos de vino al día pueda tener esos efectos beneficiosos –y los sociofestivos, claro– sin provocar un daño hepático. Suelo recomendar lo que las guías de muchos países desarrollados recomiendan: en general, conviene no superar los 20-30 gramos de alcohol diarios. Para ponerlo más fácil, hablamos de unidades de bebida estándar (UBE). Idealmente no hay que sobrepasar las 2-3 UBE al día. Cada UBE son 10 gramos de alcohol y normalmente corresponde a un vaso de vino (125 ml) o una caña de cerveza (250 ml).
No sabemos si ese consumo moderado es mejor que la abstinencia completa, y eso es algo que va a estudiar un ensayo español pionero en el mundo, llamado UNATI, liderado por Miguel Ángel Martínez, epidemiólogo de la Universidad de Navarra.
Me parece importante destacar que el patrón de bebida sí importa. Un mito que se extiende hoy es el pensar que, si bebemos solamente el viernes y el sábado, el hígado se encargará de depurarlo si no ingerimos ni una gota de alcohol el resto de la semana. Así, es cada vez más común el patrón del atracón (“binge drinking” se llama en países anglosajones), que consiste en consumir más de 60 g en una sola ocasión, por ejemplo una salida de viernes o un juevintxo (como le llamamos en Pamplona). Este patrón de bebida es tóxico y se ha relacionado no solo con intoxicación aguda, accidentes y otros efectos negativos sociales, sino también con daño inflamatorio hepático, cerebral y pancreático. Y además lleva a un uso de alcohol crónico abusivo.
Situaciones de atracón repetido o de consumo excesivo diario con el tiempo pueden llegar a ser adictivas. Y eso es lo que hay que prevenir. Una cosa es el consumo y otra es un consumo de riesgo que lleve a la dependencia.
Conviene estar atentos por nosotros mismos y por las personas a las que queremos. A mis pacientes les suelo aconsejar hacer un AUDIT-C para tener una mejor autopercepción de ese riesgo. El AUDIT-C es un cuestionario breve –se completa en unos pocos minutos– que nos ayuda a identificar el nivel de dependencia del consumo de alcohol, así como de las consecuencias –quizás inadvertidas– que ya está teniendo el consumo de alcohol en la vida.
Si lo detectamos en nosotros o a nuestro alrededor, es hora de actuar. Tengo en la consulta pacientes que han superado con éxito esa dependencia y han decidido cuidar su hígado, porque solo hay uno. En estas personas, el hígado, generoso y ejemplo perfecto de la economía circular, si no está muy dañado puede llegar a regenerarse. Así es de noble.