El dilema sobre abrir o no la pareja que aparece en la nueva temporada de Envidiosa, la serie protagonizada por Vicky (Griselda Siciliani) y Matías (Esteban Lamothe) estrenada recientemente en Netflix, nos acerca una pregunta que con frecuencia se escucha en el consultorio. ¿Monogamia, parejas abiertas o parejas semiabiertas? ¿Qué modelo de relación es mejor?
Cada formato se presenta con argumentos sólidos y, a veces, también como un signo de identidad. Para algunos, la monogamia representa estabilidad, cuidado y pertenencia; para otros, la apertura encarna autenticidad, honestidad y libertad. En ciertos círculos sociales, los casamientos y los pactos tradicionales se presentan como elecciones válidas y muy actuales; en otros, se los mira como parte de una herencia que ya no responde a la sensibilidad de esta época.
Cuando hablamos de monogamia se entiende que hay exclusividad sexual y afectiva entre dos personas. Las parejas abiertas, en cambio, habilitan encuentros sexuales o vinculares por fuera de la relación principal y suelen sostener un pacto: cada integrante puede explorar por su cuenta, sin necesidad de informar o detallar esos vínculos externos. Por su parte, las relaciones semiabiertas combinan elementos de ambas: existe cierta flexibilidad, pero los acuerdos implican distintos grados de comunicación sobre aquello que sucede fuera de la pareja.
Los límites, el nivel de información y la frecuencia con la que se revisan los pactos lo define cada vínculo. Todas se construyen con preguntas acerca de qué lugar damos al otro y a nosotros mismos.
Como si se trataran de posiciones ideológicas (pero no lo son), las decisiones acerca del tipo de relación amorosa que cada uno elige para su vida se exponen públicamente, demostrando de qué lado está cada uno. Muchas veces se las defiende, cuestiona y compara socialmente, pero en consulta aparece otra cosa: más allá de las consignas y las etiquetas sociales, lo que suele estar en juego no es la estructura del vínculo, sino aquello que cada sujeto intenta resolver, tramitar o sostener a través de ella.
Desde la clínica se observa con frecuencia que las formas de vincularse buscan apaciguar conflictos previos que ya estaban en juego antes del encuentro con el otro: miedo al abandono, temor a ser reemplazado, necesidad de certezas, inseguridad frente a la comparación o dificultad para alojar la diferencia del otro. Así, la pregunta social sobre qué modelo conviene se desplaza hacia otras más íntimas y menos universales: qué me permite sostener esta elección; qué zona sensible e íntima intento resguardar detrás de esta forma de vincularme. En ese sentido, ningún modelo puede presentarse como “evolución” o como “mejor”. Son respuestas posibles frente a lo que el encuentro con un otro viene a despertar.
La discusión pública suele mencionar que las parejas abiertas o semiabiertas son un signo de libertad contemporánea, como si habilitar el deseo fuera prueba de madurez afectiva. También circula la idea de que separar sexo e intimidad responde a lógicas menos rígidas y más acorde al espíritu de época. Pero abrir la pareja no disuelve los celos ni vuelve indiferente el temor a ser desplazados. Tampoco garantiza una posición adulta frente a la diferencia. Puede ser un acuerdo legítimo entre dos personas que alojan la singularidad del otro, pero también una estrategia defensiva para no quedar expuestos a aquello que, en el fondo, nos duele reconocer: que nunca tenemos pleno control sobre el deseo propio ni ajeno.
En la última temporada de la serie Envidiosa, Vicky no logra comprender a la jefa de su pareja (interpretada por María Abadi) por mantener una relación abierta con su marido. La ubica en el lugar de la mujer “libre” y moderna a la que nada le cuesta, quien tiene inmunidad frente al dolor y logra vincularse libremente sin esfuerzo. Pero se trata de una percepción que siempre está mediada por las creencias de Vicky: ¿realmente es tan libre como se define?, ¿es tan poco celosa como enuncia?, ¿o esa posición también tiene un costo subjetivo, silencioso, menos visible?
La serie deja al descubierto algo que es fundamental en el trabajo clínico: cuando el deseo del otro toca un punto vulnerable, la estructura de la pareja se tensa. Un pacto pensado para habilitar algo más también puede volverse un dispositivo de control y ni siquiera advertirlo. Se afinan límites, se exige transparencia como modo de defensa y la libertad se transforma en recuento minucioso de gestos y palabras. Lo “flexible” puede convertirse en algo rígido cuando la realidad emocional interrumpe el ideal.
Algo similar ocurre con la monogamia cuando se le adjudica el lugar de refugio indiscutible. “Patria y familia” en respuesta al vértigo de una época donde todo parece intercambiable; un amparo posible frente a la incertidumbre constante. Si bien puede ser una elección sincera y valiosa, también puede responder al intento de posponer la angustia que aparece al reconocernos vulnerables.
Lo que se discute afuera (como si hubiera respuestas universales) pocas veces coincide con lo que se elabora dentro de cada uno. Allí se vuelve evidente que el dolor, los celos, la inseguridad o la comparación no se resuelven por el título otorgado a la relación. El conflicto no nace en el modelo, sino en lo que le exigimos: que calme, que garantice, que salve, que desmienta el miedo a no ser suficientes o a repetir la propia historia familiar.
De cualquier manera, siempre aparecen las mismas preguntas: cómo alojar al otro con lo que incomoda, cómo soportar la asimetría del deseo, cómo amar sin la ilusión de control. Ningún tipo de relación nos alcanzará para defendernos de la incertidumbre que nos genera encontrarnos íntimamente con otra persona. El modelo que se elija es apenas el modo que cada uno encuentra para seguir adelante frente a la dificultad que supone amar.