Cuando supe que viajaría a Ciudad de México y que solo tendría unas horas libres, tuve claro cuál sería mi primera parada. Busqué un mapa, medí distancias, confirmé que el Museo Frida Kahlo no quedaba lejos y respiré.
Más tarde, ya en la ciudad, descubrí que los autos contratados por aplicaciones son muy accesibles (llegan rápido y, para el visitante uruguayo, son económicos), así que una preocupación menos: llegaría al lugar que quería conocer desde hace años.
Las obras de Frida me llamaron la atención mucho antes de este viaje, pero no solo por su estética o técnica. Me atraía esa manera drástica y luminosa de transformar el dolor en arte, de convertir cicatrices (físicas y emocionales) en un lenguaje que lograra llegar a otros.
El barrio de Coyoacán late desde temprano: turistas que se cruzan, que se detienen en mitad de la calle para lograr la mejor foto, pequeños puestos con buzos, stickers y decenas de artículos con el rostro o frases de la famosa artista.
Luego, el golpe visual: ese azul profundo que parece hipnotizar. El museo Frida Kahlo está en la llamada Casa Azul, un enorme inmueble con paredes intensas que también fueron los muros de la infancia de la pintora, su juventud, matrimonio, dolores y alegrías.
Antes de ingresar pensé en algo que ahora confirmo: el primer consejo para visitar el museo es comprar las entradas con anticipación. Se adquieren online, se asignan horarios y de esta manera se evitan filas interminables. Siempre hay gente, pero la organización hace que el flujo sea amable. Una vez en su interior, nadie apura: además de las habitaciones están los patios, hay tiendas, una cafetería rodeada de plantas.
La casa en la que Frida vivió.
Mientras avanzaba por los pasillos, no podía evitar pensar que allí mismo había caminado Frida Kahlo. Allí rió. Lloró. Creó una obra que hoy atraviesa fronteras. También repasaba su relación con Diego Rivera, en qué la habrá retenido tantos años junto a él. Si el mexicano fue su refugio en medio de tantos dolores. Si sentía admiración, necesidad o compañía en medio de un entramado más complejo. Uno anda por estos espacios preguntándose todo eso, porque la casa no es una escenografía: es un eco de historias.
La recorrida muestra sus habitaciones tal como ella las habitó. El cuarto de día, el de noche, su ropa, su silla de ruedas. También hay papeles, los diarios que escribió. En uno de ellos, de agosto de 1953, anota con crudeza: “Seguridad de que me van a amputar la pierna derecha…”.
Más adelante, en la misma página, escribe: “Estoy preocupada, mucho, pero a la vez siento que será una liberación… Ojalá y pueda, ya caminando, dar todo el esfuerzo que me queda para Diego. Todo para Diego”. Observar esa letra, ese trazo temblado y firme a la vez, es como recibir un golpe. Uno se queda mudo, mirando.
En el estudio están los pinceles, las pinturas secas, el caballete que Nelson Rockefeller le regaló.
La cocina (abierta, luminosa, típica de las casas antiguas mexicanas), habla de vida cotidiana. Hay juguetes, vestidos, joyas. Fue una mujer que coleccionó belleza incluso en las horas más difíciles.
Diego Rivera.
Mientras salía al patio, pensé en algo inevitable: si Diego no hubiera existido, Frida tal vez no habría vuelto a vivir en esta casa. Fue él quien, años más tarde, compró la propiedad y la puso a nombre de su esposa, permitiéndole regresar a ese espacio de la infancia. Gracias a ese gesto (que puede tener mil lecturas), hoy existe este museo. Este rincón donde uno puede sentirse un poco más cerca de Frida.
Y concluí entonces que, sin Diego, quizá no habría Casa Azul. Y sin Casa Azul, yo no estaría ahora escribiendo estas líneas: con la nítida sensación de haber caminado un instante dentro del corazón de una artista que sigue latiendo, azul y eterna.
Qué saber antes de visitar el museo.
Desde su apertura como museo en 1958, la Casa Azul se mantiene como un espacio vivo. Frida Kahlo y Diego Rivera quisieron conservarla para el pueblo mexicano, y la museografía diseñada por Carlos Pellicer preserva ese espíritu íntimo y doméstico.
Con el paso del tiempo, el museo fue adaptando distintos sectores, incluso considerando la silla de ruedas que Frida utilizó en sus últimos años, y hoy el recorrido incluye más de 200 objetos personales y obras.
La exposición propone leer el inmueble como un mapa emocional: no solo como el lugar donde la pareja vivió, sino también como un espacio de creación, resistencia y regreso constante.
Para quienes no pueden visitarla de forma presencial, el museo ofrece en su sitio web un recorrido virtual, una manera digital de asomarse a ese universo azul. La visita puede hacerse por cuenta propia y también se ofrecen recorridos guiados y experiencias, como las visitas dramatizadas, espectáculos teatrales que recrean la historia de la artista.
El museo está Londres 247 (Coyoacán, Ciudad de México) y la entrada general sale 320 pesos mexicanos. Más información en el sitio web museofridakahlo.org.mx.
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