Publicidad

Tiempos revueltos

Compartir esta noticia
 20121205 487x600

Rosario Peyrou

NADIE DUDA DEL papel central que cumplieron los intelectuales franceses durante el siglo XX, ese siglo "extraordinario y terrible", como lo calificó Eric Hobsbawm. Durante décadas, París fue caja de resonancia de los sueños y pesadillas, de las esperanzas y derrotas que marcaron a Europa y al mundo occidental. Francia tenía sobradas credenciales para ejercer ese papel, desde que el concepto de intelectual -entendido como una figura que ejerce en términos teóricos y prácticos un compromiso con la sociedad que trasciende lo meramente artístico- es una invención francesa. Nació en 1898 con el J`Accuse

de Emile Zola en defensa del capitán de origen judío Alfred Dreyfus, acusado de traición. Doblemente premonitorio, el caso Dreyfus revelaba la existencia de un germen de antisemitismo en Francia que marcaría los convulsos años treinta y cuarenta; y mostraba al intelectual como un individuo influyente en la escena pública, como actor ideológico y referente ético en defensa de ciertos valores humanos.

El siglo XX iba a dar demasiadas ocasiones para que ese celo se desplegara, y se afianzara la figura de lo que Sartre llamó el intelectual "engagé"

: la cuestión del pacifismo durante la Primera Guerra mundial, el comunismo en Rusia, el debate sobre el socialismo, el surgimiento del fascismo, la guerra de España y la Segunda Guerra atravesaron la escena cultural francesa y dividieron a los intelectuales al menos hasta el mayo del 68 y la guerra de Vietnam, tal vez la última oportunidad en que ejercieron la toma de partido en forma pública. Después vendría la crisis de los grandes relatos, la caída del socialismo, y el papel de los intelectuales cambiaría radicalmente. Por cierto, en el terreno individual seguirán teniendo sus opiniones y hasta su militancia, pero ya no hay pronunciamientos colectivos en el campo político. Lo que está en crisis es el lugar del intelectual en la sociedad, ese lugar que legitimaba sus pronunciamientos y por el que eran escuchados con atención. Ahora es más fácil oir a una predictora del horóscopo chino o a un empresario superexitoso que a un escritor. Las cosas han cambiado al punto que alguien como Régis Debray -uno de los últimos en sentirse tentado por la acción política, desde la guerrilla del Che Guevara a su cargo de asesor presidencial con Mitterrand- habla de la desaparición lisa y llana del intelectual.

MITO DEL HÉROE.

En aquella generación de franceses que contó con nombres tan brillantes como André Gide, Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Louis Aragon, Ferdinand Céline, Paul Eluard y Raymond Aron, tal vez ninguno muestra de forma tan clara las contradicciones que signaron la relación entre los intelectuales y el poder, como André Malraux. De militante por la descolonización de Indochina, combatiente en la guerra civil española y miembro de la Resistencia, a ser Ministro y portavoz de De Gaulle, la vida de Malraux parece hecha para servir de emblema en un estudio sobre los asuntos que desgarraron a su generación.

Verdadero Gran Hombre oficial luego de que ocupara los más altos cargos de gobierno y fuera llevado al Panthéon entre discursos encomiásticos, Malraux fue ensalzado como un héroe público y modelo político y moral. Pocos franceses sabían que esa imagen portentosa debía mucho al paciente maquillaje hecho por el propio Malraux, empeñado desde su primera juventud en construir su monumento, una tarea a la que dedicó lo mejor y lo peor de sí mismo. A tres décadas de la publicación de la documentada biografía de Jean Lacouture, se publicó André Malraux. Una vida

, (2001) donde Olivier Todd -siguiendo esa fiebre desmitificadora que caracteriza nuestra época, tan empecinadamente antiheroica- dio cuenta de su minuciosa investigación destinada a descubrir qué hubo de verdad y qué de invención en el mito Malraux. "El hombre es, fundamentalmente, aquello que oculta",

escribió Malraux en un instante de sinceridad. "No

-dice Todd-. También es lo que revela y lo que hace".

En esa tarea de deslinde -que si no derriba a Malraux de su sitial al menos cambia las proporciones del personaje- deben haber pesado también los seis tomos de memorias (Le bruit de nos pas

, 1963-1979) de Clara Goldschmidt, que fuera su primera esposa, escritas con iguales dosis de amor y resentimiento.

Pero no hay que creer que Clara Malraux (así se firmó aun después del fin de su matrimonio) fue solo la mujer de Malraux, aunque la relación con el autor de La condición humana

marcara su vida, para bien y para mal. Lo había conocido en 1920, cuando ella tenía 24 años y él apenas 19. Venían de mundos distintos. Ella había nacido en 1897 en una rica familia judía alemana emigrada a París, y se había criado con la holgura que corresponde a su clase y el respaldo de una biblioteca bien nutrida. Era vital, inteligente, curiosa y estaba particularmente interesada en el arte y la literatura. Él fingió tener un origen social acorde con el de ella, y ocultó durante un tiempo que era hijo de una tendera de barrio y que sobrevivía vendiendo libros antiguos que compraba en librerías de viejo. Sus padres se habían separado cuando él era todavía un niño y el padre había formado otra familia en la que tuvo dos hijos. Clara se enamoró instantáneamente de ese dandy amigo de pintores y escritores, conocedor de la bohemia parisina y dueño de una erudición sobre arte y literatura asombrosa para su edad. Se casaron pese a la oposición de la familia, y vivieron de las rentas de la novia. Como ella no era precisamente linda, las malas lenguas dijeron que Malraux se había casado por dinero. Lo cierto es que mal aconsejado por su padre, André hizo unas inversiones en bolsa y en poco tiempo perdió toda la fortuna de su mujer. El desastre no parece haberlos amilanado: la solución que encuentra el aventurero Malraux es irse de viaje a Camboya, donde planea robar objetos de arte para venderlos en Europa. La aventura salió mal: después de desprender unos frisos de un templo en Angkor fueron detenidos en la aduana y Malraux y su amigo Louis Chevasson terminaron presos. Ella movió cielo y tierra para sacarlo de la cárcel y agitó el ambiente cultural francés hasta lograrlo.

Ese fue el inicio de una vida de aventuras y viajes a Oriente en los que descubrieron juntos la injusticia del colonialismo. Había nacido el nuevo personaje de Malraux. De ahí en más su vida se repartiría entre las letras y la acción, como un héroe del Renacimiento. Se dice que Clara tuvo una fuerte influencia sobre él en cuanto a despertar su sensibilidad por lo social. Aunque siempre quiso escribir, ella recién publicaría después de la ruptura de la pareja, y su presencia en todas las causas de la izquierda intelectual europea se mantendría hasta el día de su muerte. Después de la separación en 1939, sus destinos parecen haberse cruzado. Mientras Malraux se convertía en un tótem de la cultura francesa y llevaba una vida de holgura y halagos, Clara viviría modestamente en un minúsculo apartamento de París después de haber pasado sola, con su hija, las penurias de la Ocupación alemana.

UNA TESTIGO INCONVENIENTE.

La vida de esta mujer no podía pasar inadvertida en tiempos en que empieza a hacerse visible el papel de las mujeres en la historia, y los libros que las reflejan concitan miles de lectores. Además, Clara era un personaje curioso y polémico que se había animado a poner en tela de juicio la reputación de Malraux con sus recuerdos incómodos empeñados en desmentir la versión canónica del escritor. Eso explica que además de los seis tomos de sus Memorias, existan varios libros sobre Clara Malraux (los de Christian de Bartillat, Isabelle Courtivron, Claude Kiejman). La última biografía -la de Dominique Bona, traducida recientemente al español-se centra en la relación ríspida y profundamente marcante para ella que mantuvo con Malraux. A Bona le interesa especialmente la contradicción entre la reivindicación que ella hizo de su autonomía y su libertad, y la decisión de continuar usando el apellido del marido, de quien siguió pendiente siempre.

Clara debe haber sido una piedra en el zapato para Malraux: confirmó que la excursión a Camboya no fue para preservar objetos de arte como él adujo, sino para venderlos; puso en evidencia que apenas conocía China, cuando él pretendía haber participado activamente en los inicios de la Revolución. Y en ocasiones lo mostró como un hombre más preocupado por su imagen que por las causas en las que actuó. Sin embargo, nunca ocultó su admiración por él. Y sus escritos están llenos de la nostalgia de los años jóvenes, cuando compartían viajes, amigos y emprendimientos editoriales, cuando militaron juntos en Indochina, experiencia que sirvió de base a Los conquistadores

y La condición humana

. En esa época ella hacía traducciones para L`Indochine,

el periódico que fundaron, y hasta se encargaba de repartirlo en las calles de Saigón. El mismo año 1932 en que Malraux recibió el premio Goncourt por La condición humana

, ambos entraron en la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios de la que ya eran miembros Gide, Romain Rolland, Breton, Paul Nizan y Jean Giono.

EL TORBELLINO DE LA HISTORIA.

Para esa fecha Malraux era ya uno de los escritores más prestigiosos de Francia, y apoyaba en ese prestigio una acción política que se había vuelto central para él. En junio de 1934 va con André Gide a Berlín a defender a George Dimitrov, secretario de la III Internacional, acusado de estar detrás del incendio del Reichstag. Clara, que habla alemán, será la traductora de las gestiones. Ese mismo año, con Aragon y Nizan, viajan a Moscú al Congreso de Escritores y conocen a Gorki, a Isaac Babel, a Meyerhold y a Eisenstein, que planea filmar La condición humana.

En medio de una reunión Malraux tiene la audacia de hacer un brindis por Trotski.

Pero el momento más fulgurante de Malraux es la guerra de España, donde obtuvo el grado de Coronel y, como es sabido, organizó con voluntarios una escuadrilla aérea en apoyo de la República. España lo ha conmovido y el dandy se eclipsa para dejar paso al luchador apasionado que pone sus energías y su coraje para el triunfo republicano. En Madrid comparte horas con Neruda, Dos Passos, Hemingway, Bergamín, Alberti y León Felipe. Aunque no es marxista, apoya a los comunistas convencido de que solo ellos, organizados y disciplinados, pueden asegurar la victoria en España. Clara, que ve la política sobre todo por el lado emocional, simpatiza con los anarquistas y esa desavenencia contribuye a las discusiones habituales de la pareja, que muchas veces se hacen públicas, lo que fastidia y avergüenza a Malraux. Ella, dice Bona, mezcla sus convicciones con un cierto ajuste de cuentas personal: se ha enterado de que él mantiene una relación con la joven Josette Clotis y, aunque desde que se casaron tienen un matrimonio abierto, esta vez André se lo ha ocultado. En venganza se relaciona con un piloto de la escuadrilla y se exhibe con él, puño en alto, en un camión del POUM, el partido de Andreu Nin. Le irrita la aureola de héroe que rodea en España a Malraux luego de sobrevivir a la caída de su avión, ocasión en que además de ocuparse de los heridos logró trasladar al piloto a Francia para evitar que le amputaran una pierna.

Disuelta la escuadrilla España, Malraux se aplica a escribir La Esperanza

y con Max Aub emprende la realización de Sierra de Teruel

, su película sobre la guerra rodada en Cataluña. Respaldado por el gobierno republicano, el film -considerado hoy un antecedente del neorrealismo- se filmó en condiciones de suma precariedad y debió interrumpirse por el avance de la guerra, y terminarse en París. En un último esfuerzo Malraux viaja entonces a Estados Unidos con Josette Clotis a recoger fondos para sostener a las milicias republicanas. Josette es la contracara de Clara Goldschmidt. Es hermosa, complaciente, y aunque le aburren los debates político-literarios, en medio de los periodistas que asedian a Malraux, disfruta de ser la compañera del héroe. Abandonada, Clara se niega a hablar del divorcio y, en medio de su desesperación, hace un intento de suicidio sin conseguir con eso conmover a Malraux.

LAS MISERIAS DE LA GUERRA.

La historia de la Segunda Guerra es otro de los capítulos en los que el mito de Malraux se contradice con la realidad. La leyenda lo hace miembro de la Resistencia desde la primera hora, pero en verdad esperó hasta 1944, cuando ya se vislumbraba el fin de la guerra, para entrar a la organización clandestina.

En agosto de 1939 se había producido el pacto germano-soviético, que fue un golpe para los intelectuales de izquierda, y especialmente para Malraux, que vio desmoronarse su teoría sobre la eficacia de los comunistas. "La revolución a ese precio, no"

, le dijo a Max Aub. Presionado desde España, el gobierno francés prohíbe Sierra de Teruel

al mismo tiempo que se cierran los periódicos vinculados a los comunistas.

Al estallar la contienda Malraux se presenta como voluntario, pero enseguida es hecho prisionero. Ayudado por su hermano Roland, consigue escaparse antes de que lo envíen a Alemania. Con documentos falsos se traslada a la Costa Azul donde viven los padres de Josette. Ella está embarazada y en noviembre de 1940 nace Pierre-Gauthier, que es anotado como hijo de Roland para que pueda usar el apellido Malraux, ya que Clara se niega al divorcio. La nueva pareja alquila una casa de campo lejos de la guerra, donde André se dedica a escribir, y viven de los adelantos que envía desde Estados Unidos la editora Random House.

Mientras, la situación de Clara y su pequeña hija Florence nacida en 1933 ("l`objet", solía llamarla Malraux, que no se sentía cómodo en su papel de padre) era muy diferente. Dispersa su familia alemana, después del suicidio de su madre ella toma conciencia de que está sola con su hija. En mayo de 1940 abandonan París y se refugian en el Midi. Clara es judía y no está segura en ninguna parte: cambian de alojamiento varias veces, pasan de refugios sin agua ni electricidad a piezas de pensión y a sótanos donde sufren frío y hambre. Para sobrevivir, cuando puede, da clases de alemán. En 1941 recibe una carta de Malraux que la cita en un café de Toulouse. Quiere el divorcio para casarse con Josette y legitimar a su nuevo hijo. Clara se horroriza, no solo por razones afectivas: perder el apellido Malraux es hacerse más vulnerable todavía. Llamarse Goldschmidt es demasiado peligroso y pondría en peligro también a su hija. Pone la condición de que Malraux le firme un permiso para viajar a Estados Unidos con Florence. Una vez allí, se divorciaría. Malraux se niega. Teme que una vez fuera de Francia, ella no cumpla su palabra.

Instalada precariamente en Toulouse, Clara consigue rodearse de amigos, tan desprotegidos como ella, entre los cuales hay un joven estudiante de origen sefaradí que algún día sería conocido como Edgar Morin. Y está Francois Fetjö, un periodista húngaro huído de la cárcel en Hungría, autor años después de la Historia de las democracias populares

. Y el hispanista y crítico de arte Jean Cassou. En marzo de 1941 todos los judíos que viven en Francia deben declarar oficialmente su condición. Quedan excluidos de toda función pública, de la enseñanza y de la prensa. Desposeídos de bienes e inmuebles, con sus cuentas bloqueadas, no pueden salir de sus casas después de las ocho de la tarde. Por un acto de orgullo, Clara quiere presentarse, pero es disuadida por sus amigos que le aconsejan seguir en la ilegalidad. Pronto se entera de que su tío y sus hermanos son enviados a un campo de concentración. Para protegerla, bautiza a su hija. En ese momento el gobierno de Vichy promulga un decreto que permite a todos los ciudadanos que quieran separarse de su cónyuge judío hacerlo por su sola voluntad. Pese a las presiones de Josette, esta vez Malraux se niega.

RESISTENTES.

Integrada a la Resistencia desde 1940, Clara se encarga de copiar planos para los que cruzan los Pirineos, elabora documentación falsa y hace de mensajera. Con Edgar Morin en 1941 integran el Movimiento de Resistencia de los Prisioneros de Guerra Deportados, que coordina con el Frente Interior Alemán y ella redacta en alemán panfletos destinados a los campos de prisioneros. Mientras, escribe su primera novela, fuertemente autobiográfica, cuya acción transcurre en Indochina y en Francia, donde no es difícil reconocer a Malraux. En sus actividades de resistente conoce a Gerhard Krazat, un alemán que había participado en la guerra de España, y se convierte en su amante. En 1944, Krazat, en misión en París, es detenido y torturado. Lo fusilan dos meses después.

Malraux, por su parte, ha estado completamente dedicado a escribir sus libros sobre arte. La política lo ha desencantado y rechaza los ofrecimientos de entrar a la Resistencia, que considera una aventura. A Roger Stéphane le dice que "la derrota alemana será una victoria de los anglosajones, que colonizarán el mundo y probablemente Francia",

y a Sartre y Simone de Beauvoir, que lo visitan, les asegura que hay que contar con los tanques rusos y los aviones americanos para ganar la guerra. No le falta razón, pero su aparente indiferencia llama la atención de los amigos. Cuando los alemanes invaden el Sur, Malraux se muda cerca de Argentat en la región del Limousin a un castillo que le alquila el alcalde del pueblo. Allí nace en 1943 Vincent, su segundo hijo con Josette. Recién cuando encarcelen a su hermano Roland en marzo de 1944, resolverá integrar la Resistencia con el nombre de coronel Berger (como su personaje de Los nogales del Altenburg

), donde tendrá una actuación destacada que se hará leyenda, esta vez sin faltar a la verdad.

En medio de la actividad clandestina Malraux recibe la noticia de la muerte de Josette en un accidente de tren. Tenía 34 años y dos niños pequeños. "La muerte de la mujer amada es un infierno",

escribió en sus Antimemorias. Poco después se entera de la muerte en la guerra de sus dos hermanos, Claude y Roland.

DESTINOS CRUZADOS.

Clara ha pasado muchas penurias, pero al finalizar la guerra su situación afectiva es mejor que la de su ex marido. Ha salvado a su hija y tiene cuatro novelas escritas -todas de fondo autobiográfico- que publicará entre 1945 y 1958: Portrait de Grisélidis, La Maison ne fait pas crédit, Par les longs chemins, La lutte inégale.

Le costó encontrar editor: el retrato de Malraux que se transparenta en su literatura no es halagador, y nadie quiere irritar al héroe. Menos todavía cuando se ha convertido en hombre de confianza del General De Gaulle y fundador del RPF, el partido gaullista. Es un mito viviente: sus obras se publican en la colección la Pléiade de Gallimard, dedicada a los autores clásicos. Se ha vuelto duramente anticomunista y ve en el gaullismo un ideal de pensamiento político para Francia. Solitario, sombrío, está dedicado a sus principales obras sobre arte, como El Museo imaginario

y Las voces del silencio.

Clara vive de colaboraciones en revistas de izquierda y de sus traducciones de autores que le interesan, como Virginia Woolf. Piensa que Malraux ha traicionado sus ideales de juventud y le tiene un rencor inextinguible: cuando ella muera, en 1982, su hija Florence descubrirá una carta que su padre le enviara para su décimo cumpleaños durante la guerra y que su madre nunca le entregó.

Aunque un tanto repetitivo y signado por una simpatía evidente hacia su biografiada, el libro de Bona no oculta sin embargo las debilidades de esta mujer que parece marcada a fuego por la experiencia del abandono. Un abandono que no le impide -y allí reside el interés del personaje- seguir sintiéndose viva y comprometida con el mundo.

Tiene 54 años cuando conoce a Jean Duvignaud, 24 años menor que ella, e inicia con él una relación que durará varios años. Profesor de letras, ex comunista y miembro de la Resistencia, Duvignaud cree como Clara que la Yugoslavia de Tito es el modelo posible. Juntos, participan de coloquios, debates políticos y escriben en las mismas revistas, en una colaboración que recuerda a la pareja Sartre-Beauvoir.

A su vez, Malraux se casará en esos años con su cuñada, Madelaine, 13 años menor que él y viuda de su hermano Roland, y criará con ella a sus dos hijos, y a Alain, su sobrino y futuro memorialista. Florence se reencuentra con su padre y visita con frecuencia su casa: sólo hablan de literatura, cine y libros, dice Bona. Sobre su ex mujer Malraux no pronuncia una palabra, ni siquiera cuando ella empiece a publicar sus libros de memorias. "Nada importa menos, que lo que solo me importa a mí",

escribirá en sus Antimemorias

, donde casi no habla de nada íntimo. En todo caso, disfraza con indiferencia el rencor por la manera como su ex mujer ha ventilado su vida personal. A su muerte, Florence encontrará una cantidad de cartas que Clara le enviara, sin abrir.

ÚLTIMOS AÑOS.

El caso Malraux no deja de ser enigmático: ensalzado por los círculos oficiales y asediado por sus críticos más recientes, es casi un continente vacío donde caben imágenes contradictorias. Generoso e individualista, indiferente y apasionado, aventurero y conservador, defensor de la libertad y atado a una lealtad incondicional hacia De Gaulle, no le importó enfrentarse a su propio pasado.

En 1961, con De Gaulle de nuevo en el poder y Malraux en el ministerio de Cultura, varios intelectuales se movilizan en contra de la tortura en Argelia. Maurice Nadeau y Graham Greene le escriben para que interceda ante el presidente. Malraux guarda silencio. Cuando Marguerite Duras encabeza el Manifiesto de los 121

denunciando lo que sucede en la colonia africana, el nombre de Florence Malraux -poco después convertida en esposa de Alain Resnais- está entre los firmantes.

Furioso, Malraux pasará siete años sin ver a su hija y sin hablarle. Está solo: meses antes en un accidente han muerto sus dos hijos varones. Después de la bomba que la organización terrorista de derecha OAS pone en su casa, en venganza por los acuerdos de Evian que finalmente viabilizaron la liberación de Argelia, Malraux se separará de Madelaine. No volverá a escribir hasta 1967 cuando publique sus Antimemorias.

En 1968, vive con Louise de Vilmorin una escritora perteneciente a una de las familias más ricas de Francia, con quien había tenido un affaire mientras estaba casado con Clara. Cuando estalla la revuelta estudiantil de mayo, está claramente en el bando del gobierno. Clara y Florence apoyan a los estudiantes y manifiestan por las calles de París. Simbólicamente la fiesta del 68 marca el fin del intelectual clásico, cuestionado por los estudiantes que piden una "bajada a la calle" de los hombres de pensamiento. Nadie más lejano para ellos que el autor de La condición humana.

A la muerte de Malraux, Clara descubrirá, asombrada, que él le ha legado la mitad de los derechos de autor de todos los libros que escribió mientras vivía con ella. Aunque hay quien dice que lo hizo como venganza contra Madelaine, gracias a ese legado Clara Goldschmidt vivirá con tranquilidad seis años más. Louise había muerto en 1969 y él ha vivido sus últimos años con Sophie, una sobrina de Louise, en el castillo de los Valmorin donde lo sorprende la muerte en 1976. Malraux seguirá siendo un mito para Francia, tal vez más homenajeado que leído. "Al ayudar al escritor a edificar su estatua

-escribió con ironía Olivier Todd- Francia mejora mucho: con Malraux, no sólo resistimos, liberamos París y Estrasburgo, sino que ayudamos a la España republicana, somos de izquierda y de derecha, Sartre y De Gaulle casi se van a vivir juntos, Francia entera, divergencias zanjadas, reconcilia la acción y el sueño."

CLARA MALRAUX, de Dominique Bona. Circe, 2011. Barcelona, 447 págs. Distribuye Gussi.

En Montevideo

EN 1959 André Malraux, ministro de Cultura del gobierno del General De Gaulle, visitó Montevideo. En esa ocasión, en compañía de Eduardo Pons Echeverry, por entonces Ministro de Instrucción Pública, visitó el Panteón Nacional, y puso una flor en la tumba de Pedro Figari, a quien había conocido años antes en París. También dictó una conferencia en el teatro Solís, mientras en la calle una manifestación de estudiantes protestaba por las torturas en Argelia.

Malraux y de Gaulle

Bruce Chatwin

LA ALIANZA de Malraux con el General de Gaulle asombraba a gente de todas las opiniones, tanto de la derecha como de la izquierda y debía probablemente asombrarlos a ellos mismos. Pero los dos hombres tenían mucho en común. Los dos eran intelectuales y aventureros con el gusto por la gloria militar, aun cuando las ambiciones de Malraux estaban en una escala diferente. Los dos se sentían fascinados por el ejercicio del poder y por el rol del héroe arquetípico que salva a su país: compartían también la idea de un resurgimiento nacional por la catástrofe. Ambos saboreaban las delicias de la lengua francesa; la hipérbole era la forma de su expresión natural. Estaban alejados de los valores de su clase y despreciaban a los políticos y los industriales. Sin intentar penetrar en su universo, ambos simpatizaban con las dificultades de los trabajadores entrampados en la civilización mecánica del siglo XX. Pero no se dejaban llevar ingenuamente a exagerar la importancia de la lucha de clases en detrimento de lo que creían era la unidad nacional, y pensaban que la justicia social se obtiene más fácilmente en una nación bien afirmada. Malraux le preguntó un día a Sartre: "¿El proletariado? ¿Qué es el proletariado?".

(De What am I doing here, libro donde el escritor británico Bruce Chatwin recoge la conversación que tuvo con Malraux en 1974.)

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad