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La tía Vitoria

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María Sánchez

LA TÍA Vitoria, la tía de mi padre, siempre vivió en casa de mis abuelos. Para mi padre y sus hermanos fue como otra madre; para los nietos de aquel entonces, ella era quien nos contaba cuentos en las tardes de verano durante la siesta. Las tardes del sur de España son calurosas y hasta las seis de la tarde los adultos parecen entrar en estado vegetativo; mientras, los niños intentábamos entretenernos con algo que hacer en casa. Casas de verano que no tenían apenas nada: algunos libros, juguetes de playa, un tablero de ajedrez y unas cartas. Con las toallas de la playa y los almohadones construíamos fuertes y la tía Vitoria sacaba el librito de cuentos viejísimo y nos lo leía. Un libro que luego no conseguí encontrar por ningún sitio.

Ella nunca se casó, pero la recuerdo con un anillo. Según me contaron, o creo yo que me contaron, su novio murió en la guerra. Creo que por eso nunca le pregunté, porque el amor y la guerra son dos asuntos muy serios. Así que en mis cavilaciones imaginé que el anillo era de él y que en algún lugar de su tocador debía tener cartas guardadas de ese amor perdido.

El tocador en cuestión no sé si tenía cartas, lo que sí tenía era muchas fotos alrededor del espejo. Y tampoco estaba en esa casa de los cuentos de verano, sino en la casa de la ciudad de mis abuelos. El tocador tenía un espejo y cajoncitos pequeños llenos de joyas y peinetas. Las fotos, no sé de quién eran, solo sé que había porque recuerdo que hasta el momento en que murió era hacia donde siempre dirigía la mirada. Una y otra vez repasaba aquellas sonrisas en blanco y negro.

Como toda señorita bien que tiene un tocador, ella era coqueta, con el pelo pintado de negro, delgada y en su bolso siempre andaba con un espejo que con cinco años a mí me fascinaba. Por fuera es como un posavasos grueso blanco con un dibujo de flores azules y por dentro tiene dos espejitos con diferente aumento. Ahora, está en el baño de mi casa en Montevideo.

La tía Vitoria fue mi primer contacto con una persona realmente mayor y con la decadencia del ser humano pasando por todas sus fases. Dejó de teñirse el pelo y empezó a parecer una abuelita de cuento. Caminaba despacio hasta que ya no pudo hacerlo más. Entonces mis tíos la empujaban a toda velocidad por el largo pasillo, desde el cuarto al salón, en la silla con rueditas del ordenador. Recuerdo cuando entró Sonia a la familia, la chica que la cuidaba por las noches -me parece absurdo que no me haya olvidado de su nombre y sí del de algunos de mis compañeros de colegio-; ya necesitaba ayuda para todo. También por entonces dejó de hablar y sólo repetía "María María María…", el nombre de mi abuela, incansablemente, sin parar ni de día ni de noche. Estuviera mi abuela con ella o no. No importaba, solo la llamaba. O me llamaba. A veces me sentaba junto a ella un rato en la habitación pero, aunque comparto el mismo nombre con mi abuela, yo no era suficiente, así que seguía repitiendo "María María María…". La voz se convirtió en un susurro desgarrador y luego simplemente paró. Una extraña llamada que no era para mí pero que se quedó grabada en mi recuerdo. Ahora, cuando intento recordar su voz de las tardes de verano no la oigo, no está. Recuerdo los cuentos, "Periquito y Periquita", uno sobre una chiva y un lobo, otro de unas hermanas, pero no la voz que me los contaba. Solo ese susurro de mi nombre para una María que no era yo.

LA AUTORA: María Sánchez nació en Málaga (España) en 1986. Desde 2010 reside en Montevideo, donde trabaja como periodista cultural en este suplemento. Este es su primer texto literario publicado.

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