Publicidad

La juglaresa

Compartir esta noticia
 20120531 667x600

Cuando a María Elena Walsh le preguntaban por su profesión, ella contestaba: "juglaresa". Pudo haber elegido otras: poeta, cantante, compositora, dramaturga, escritora y hasta ocasional artista de teatro de revistas. Pero esa figura -solitaria, contestataria y algo melancólica- que va de pueblo en pueblo entonando su cantar, era con la que se sentía más identificada. Nacida en Ramos Mejía, partido de la Matanza, en las afueras de Buenos Aires, el 1º de febrero de 1930, criada en el seno de una familia con cinco hermanos -cuatro varones del primer matrimonio de su padre más una hermana-, María Elena sería marcada por la ascendencia británica de su familia.

Su padre, un importante empleado de los ferrocarriles, sentía un profundo amor por la cultura inglesa y también era pianista autodidacta. Los aires españoles de sus futuras composiciones le vienen de su madre, Lucía Elena Monsalvo, descendiente de andaluces. María Elena creció en esa familia de clase media con inquietudes culturales y con un padre que se empeñaba en mantener las raíces inglesas vivas. "Yo me crié en cierto modo, con el cuento en verso… -le dijo al escritor Mempo Giardinelli-. La juzgo como narrativa porque posiblemente fue lo primero que absorbí en las nursery rhymes (versos para niños) que cantábamos en la escuela". En su infancia, esas pequeñas historias musicales ocupaban el lugar de los cuentos e irían delineando un camino que, años más tarde, cristalizaría en su obra musical.

Letra y música. Cuando llegó a la adolescencia, su gusto por los poetas en boga por aquellos años (Neruda, Machado, García Lorca, Vallejo y en especial Juan Ramón Jiménez) hizo que, como confesara años más tarde en otra entrevista, intentara "copiar lo que leía". En 1945, con apenas quince años, publica su primer poema en El Hogar, revista que también contó en sus páginas con autores como Jorge Luis Borges o Silvina Ocampo. En 1947 sale su primer libro de poemas en una edición de autor: Otoño imperdonable. Los medios culturales argentinos saludaron la llegada de la joven poeta que fue elogiada, entre otros, por el propio Jiménez. La autora pensaba que "la literatura sale de la vida y no del encierro". Esa premisa sería una constante en su vida y la llevaría a los suburbios de Washington D.C., usufructuando una beca e invitada por el poeta y su esposa, dueños de una confortable vivienda. La joven repetía, con algo de ironía, que convivir con Juan Ramón Jiménez era una especie de "atajo hacia el premio Nobel". Su admiración era grande pero la dificultosa convivencia con el poeta español, quien no pasaba por un buen momento anímico, le dejó un sabor agridulce. A su regreso comprendió que su estadía norteamericana había sido tan solo un primer paso. Su pasión por conocer el mundo se había encendido.

La publicación de Otoño imperdonable le hizo recibir muchas cartas de personas que querían conocer más a esa joven poeta. En algunos casos las cartas fueron contestadas y generaron contactos epistolares entre la autora y sus lectores como fue el caso de la cantante Leda Valladares. La relación entre las dos mujeres fue creciendo hasta que finalmente decidieron encontrarse en otro viaje. Pronto nació una comunión muy grande y formaron un dúo folclórico instalándose en París. Esa relación -que empezó por carta, siguió como dúo artístico y terminó en unión sentimental- fue el primer eslabón en la carrera musical de Walsh quien pasó a ser la primera voz del dúo. Tuvieron un éxito moderado, editaron varios discos y se presentaron en la televisión francesa siempre vestidas como indias del norte argentino, haciendo conocer viejas tonadas de esa zona del mundo.

Walsh no era experta en la ejecución de ningún instrumento. Salvo la rudimentaria percusión que interpretaba con el dúo o algunos primarios acordes en la guitarra, su principal arma era un fantástico oído musical. Los primeros conflictos con su compañera los ocasionó su deseo de componer canciones para ser interpretadas por ellas, contra la voluntad de Valladares, que prefería continuar con temas tradicionales y muchas veces anónimos, del folclore argentino. En los últimos discos que grabaron se nota quien ganó la pulseada. Las canciones de Walsh pasaron a ser parte fundamental del repertorio.

Mundo del revés. Fallecida el 10 de enero de 2010, luego de una larga enfermedad, su reconocida obra musical para niños puede condensarse en una década de creatividad. Comenzó con un espectáculo teatral, Los sueños del Rey Bomo, estrenado en 1959, y si bien la primera versión del disco Canciones para mirar (1960), del dúo Valladares- Walsh, pasó desapercibida, ya disuelta la unión, tanto profesional como sentimental de ambas mujeres, la carrera solista de Walsh tuvo un espectacular ascenso. Apoyada en otros dos espectáculos teatrales (Doña Disparate y Bambuco y Canciones para mirar), salieron al mercado los discos Canciones para mí (1963), Canciones para mirar (1963) y El país de Nomeacuerdo (1967) junto a dos álbumes para mayores Juguemos en el mundo (1968) y Juguemos en el mundo II (1969). Éxitos para adultos, como "Los Ejecutivos" o "Serenata para la tierra de uno", se apoyaron en el formidable suceso de las canciones "Manuelita la Tortuga" o "La canción de la vacuna", entre muchas. Walsh se transformó en un verdadero boom. Su presencia en programas televisivos, giras, enormes ventas de sus discos y hasta alguna aparición en teatro de revistas, la pusieron en la cima de su popularidad. Podría esperarse que, como casi todo boom, el éxito fuera efímero. Sin embargo su obra se negó a cumplir ese destino.

Cuando presentó su segunda novela, Fantasmas en el parque, (2008) declaró: "Nunca pensé que hiciera falta agregar moraleja al final de una canción ni decirle a los nenes que se porten bien. Nunca me interesó ponerme en el papel de madre". Las letras de sus canciones se apoyan en cuentos tradicionales infantiles -con influencias notorias de Lewis Carroll en "Canción de tomar el té"- y un sabio uso de rimas no forzadas para contar situaciones surrealistas vividas por entrañables personajes, las que con las sucesivas escuchas comienzan a tornarse creíbles. Así se acepta como lógico que una gaviota bizca confunda en la playa a un perro con un camarón y se lo lleve a su pichón para el desayuno mientras el can piensa que viaja en helicóptero.

Victoria Ocampo comentó en 1962 que sus canciones tenían un efecto hipnótico en los niños que "escuchan fascinados lo que no pueden entender del todo". Es una buena definición. Las canciones de María Elena Walsh se disfrutan aunque no comprendamos, al principio, bien el por qué. Poco a poco nos damos cuenta de que ya no podemos separarnos de esas tonadas, que se han transformado en nuestra infancia, acompañándonos por el resto de la vida. "Manuelita la Tortuga", "La Mona Jacinta" o "Canción de Títeres" están a punto de cumplir cincuenta años y son un legado que se pasa, en forma natural, de generación en generación. Los nietos de los primeros niños que las descubrieron se las harán escuchar a sus hijos quienes, con seguridad, disfrutarán las aventuras del Mono Liso aunque no tengan la más remota idea de qué cosa es un twist.

Como la cigarra. Biografía de María Elena Walsh, de Sergio Pujol. Emecé. Ediciones, 2011. Buenos Aires, 269 págs. Distribuye Planeta.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad