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Entre miles de islas

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En 2000 estuve durante un par de días en Indonesia, específicamente en Medan, en el norte de Sumatra y desde entonces había querido regresar con más tiempo. Aunque Medan no me pareció entonces una ciudad demasiado interesante, la simpatía de los indonesios y la amabilidad con que me habían acogido en todas partes habían sembrado en mi espíritu viajero la semilla de la curiosidad. Diez años más tarde se presentó la oportunidad de regresar para hacer un recorrido bastante más amplio.

Ahora bien, Indonesia está compuesta por más de 17.000 islas, de las cuales apenas una tercera parte están habitadas. Son demasiadas islas así que, tomando en cuenta la extensión del territorio, planifiqué cuidadosamente un recorrido por tierra y por mar de seis semanas que me llevaría a través de Sumatra, Java, Célebes (Sulawesi), Bali y Flores. En el mapa todo encajaba muy bien. En el mapa.

Dicen los estrategas que ningún plan resiste el primer encuentro con la realidad y ese fue mi caso. Carreteras poco menos que precarias, retrasos regulares en los horarios del transporte y dificultades inherentes al terreno, al clima o a la mala disposición de algún volcán insurrecto, unieron fuerzas para echar por tierra mi elaborado programa y me vi forzado a hacer varios trayectos largos en avión, algo que quería evitar, pues es poco lo que se puede ver desde 10.000 metros de altitud.

Al final de cuentas y a pesar de mi inmejorable predisposición, Indonesia no resultó ser tan sorprendente como esperaba. Ni siquiera la mítica Bali, aquejada de turismo crónico, adonde es difícil distinguir los templos antiguos de los recientes, ya que cada casa parece tener uno y las piedras, estatuas y relieves tradicionales son replicados a la perfección en piezas de concreto a la venta en cualquier barraca de artículos de construcción. De todos modos hubo momentos memorables, algunos de los cuales registré con mi cámara y otros sobre los que tomé apuntes o simplemente atesoro en mi memoria, como atravesar en ferry el estrecho de Bali para llegar a Java, escuchando en mi Ipod el saxo de Jackie McLean tocando "Isle of Java", algo que quise hacer desde que escuchara el tema por primera vez.

Los viajes pueden ser duros, a veces demasiado, pero el recuerdo de sus peripecias, como los buenos vinos, mejora con el transcurso del tiempo, cuando la memoria oculta piadosamente los malos momentos dejando que afloren únicamente los buenos, como arrecifes de coral en medio de un mar uniformemente revuelto. Del mismo modo que la selva no se puede apreciar bien desde la carretera ni la montaña desde sus laderas, hay que darle lugar al tiempo para que reconstruya la memoria y seleccione lo mejor. Al final de cuentas, más que en busca de placer, muchos viajamos para descubrir y aprender. O como dijo el escritor indio Vikram Seth, "¿Cuál es el propósito, me pregunto, de toda esta inquietud? A veces pienso que vagabundeo por el mundo acumulando simplemente material para futuras nostalgias." Y tras adherir plenamente a sus palabras, añadiría que en mi caso también es para retornar con un puñado de imágenes que hagan que valga la pena el esfuerzo.

El Buda de la playa

LAS MESAS estaban vacías; los huéspedes del lujoso hotel sobre la playa de Sanur, en Denpassar, la capital de la isla indonesia de Bali, se hallaban en alguna otra parte, probablemente evitando el agobio del intenso calor. Tan solo la dorada cabeza de Buda permanecía bajo el rayo del sol, imperturbable.

Menos del uno por ciento de la población de Bali profesa la fe budista; el resto se divide entre hinduistas (92%), musulmanes (5-6%) y cristianos (menos de 1,5%). Sin duda esa cabeza estaba allí para beneficio de los turistas occidentales, habitualmente poco afectos a las complejidades del panteón hindú y aún menos al Islam, la religión predominante en Indonesia (86%).

El submarino verde

EN EL museo naval de Surabaya, en la isla de Java, hay un viejo submarino cuyo interior se puede visitar. Pintado de verde, el color del Islam y despojado de todo elemento que recuerde a su tripulación, el Pasopati se encuentra reducido a una mera carcasa metálica ocupada parcialmente por máquinas diversas y un solitario torpedo desactivado. Apenas recuerda lo que fue: un submarino diesel clase Whisky construido en la entonces Unión Soviética y adquirido por Indonesia diez años después de haber surcado los mares con orgullo nacionalista. Hoy es poco menos que chatarra.

El día de la foto un grupo de colegialas lo abordaban, pudorosamente uniformadas al estilo islámico y gorjeando como pájaros, conducidas por sus profesores en una visita guiada a través de las entrañas de la antigua máquina de guerra. Me pregunto si les habrán explicado también que un submarino es, por definición, un arma de ataque que opera mejor cuando lo hace por sorpresa y desde las profundidades y, dependiendo de la doctrina naval, contra buques indefensos. Ya lo dijo el general Sherman, "La guerra es el infierno".

La entrada del infierno

ESTÁ situada en algún lugar de la ruta entre el puerto de Dumai, en la costa este de Sumatra, sobre el estrecho de Malaca y Butik Kinggi, al oeste, cerca del Océano Índico. Allí desemboqué al buscar el baño durante una parada nocturna, tras varias horas de viajar en una pequeña camioneta por una carretera estrecha y de doble mano, congestionada por tránsito pesado y para rematarla, en pésimo estado. Cada vez que nuestro conductor se adelantaba a otro vehículo, experimentábamos algunos instantes de intenso terror al ver que nos encaminábamos directamente al encuentro de algún peso pesado circulando en sentido contrario.

No era la entrada del Averno, naturalmente, pero por un momento eso creí, adormilado como estaba, tras descender por una larga escalera y encontrarme con esa pared descascarada, con la puerta que daba a un amplio recinto alumbrado por una tenue luz amarillenta, del que se escapaba un rumor acuático que tomé por el río Estigia.

Danzas balinesas

TRAS BAMBALINAS, los bailarines aguardaban su turno de salir a escena. Estarían nerviosos; después de todo no eran sino un grupo de animosos aficionados que representaba danzas y música clásicas balinesas, no tanto para los escasos turistas de la platea, sino para ellos mismos, para conservar la tradición.

Al verlos así, con ese aspecto de estar poseídos por un intenso tedio, era imposible imaginar el vistoso y animado espectáculo que habrían de brindar un poco más tarde.

Las goletas de Conrad

LO QUE MÁS me gustó de Jakarta, una ciudad que en su conjunto no hallé muy atractiva, fue el pequeño puerto de goletas de Sunda Pelaka, en el sector norte de la capital y al borde del Mar de Java.

Llegar fue fácil -está en la parte vieja de la ciudad- y me dejaron entrar tras pagar una entrada muy barata. Allí dentro, amarradas borda con borda a lo largo del muelle, se alineaban decenas de goletas de casco de madera y aspecto anticuado. Muchas de ellas estaban siendo cargadas o descargadas por menudos y ágiles estibadores, que marchaban encorvados bajo el peso de sacos y cajas sobre las estrechas planchas de madera colocadas entre los barcos y el muelle, con la seguridad de equilibristas.

Indonesia está formada por miles de islas, algunas muy pequeñas, y el transporte de pasajeros y mercaderías entre ellas, incluso con las mayores como Java, Sumatra o Sulawesi, es realizado mayoritariamente por esas reducidas embarcaciones, no muy diferentes a las de los tiempos del gran Joseph Conrad (que navegó mucho por esos mares), aunque hoy en día son impulsadas por motores, no por velas.

Me dijeron que era posible visitar alguna de esas goletas, pero no me vi a mí mismo subiendo a bordo sobre una plancha angosta, como en la época de los piratas, cargado con mis cámaras. Hacía mucho calor, pero no tanto como para arriesgarme a un chapuzón.

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