MILES DE libros se han escrito sobre la Guerra Civil Española. En ella los historiadores abrevan sin cesar, y no solo los españoles: un ejemplo clásico es el especialista estadounidense Gabriel Jackson. La literatura también abunda sobre el tema, incluso la escrita bajo censura franquista. La lista de novelas y películas es casi infinita y constante. La mejor novelista de la península ibérica del siglo XX, la catalana Mercé Rodoreda, por ejemplo, ya vuelta del exilio, publicó un libro titulado ¡Cuánta, cuánta guerra! (1980), cuarenta años después del fin del conflicto bélico.
Pero también están quienes describieron la guerra con toda su suciedad desde dentro de los muros de la España franquista. Uno de los autores más destacados fue el valenciano-catalán Francisco Candel, cuyo Han matado un hombre, han roto el paisaje (1959) muestra, desde la perspectiva de un niño, la Barcelona de las chabolas (cantegriles), y las zanjas adonde iban a parar los muertos de los incesantes bombardeos de los aviones franquistas.
En el momento de publicarse la novela no era posible escribir a favor de los "rojos", pero sí mostrar, como Candel lo hace, cuerpos que ya no caben en los cementerios, destrozados o desnudos, impúdicos, sin nombre. Basurales desde donde niños pobrísimos atisbaban a las víctimas, con la curiosidad de quien se acostumbra a vivir en algo tan anormal como una guerra.
NO HAYA PAZ.
Luego del triunfo de los sublevados contra la España republicana y democrática -el 1º de abril de 1939, fecha del último parte de guerra- era de esperar que la guerra se acabase. No fue así. El "estado de guerra" fue establecido por Franco hasta 1948.
Y aunque las estadísticas muestran que el "terror caliente" de los vencedores va decreciendo a medida que pasa la inmediata década de posguerra, la cifras de fusilados, presos y torturados sigue siendo significativa. En 1974, con la dictadura a punto de fenecer junto a su caudillo, un joven anarquista fue ejecutado por garrote vil, lo que espeluznó al mundo entero.
Almudena Grandes se ha propuesto escribir una serie de seis novelas cuyo título es Episodios de una Guerra Interminable. La primera, Inés y la alegría, trataba del intento de conquista del Valle de Arán en 1944 por soldados españoles que habían combatido exitosamente la invasión nazi en la Resistencia Francesa. La operación había surgido a partir de la ilusión de que los Aliados los apoyarían y que, luego de la derrota del fascismo en Europa, no podría persistir el régimen de Franco. Sin embargo, no fueron apoyados por los recientes vencedores de la Segunda Guerra Mundial, ni por Inglaterra, ni tampoco por la URSS estalinista, donde se hallaban exiliados dirigentes comunistas españoles.
La segunda novela de la serie se acaba de publicar y se titula El lector de Julio Verne. Trata de la guerrilla de la segunda mitad de la década de los 40, de los hombres que se echaron al monte -de ahí la palabra maquis, un galicismo que sugiere "escondidos en el matorral"- y que no cejó su resistencia clandestina hasta que, en 1948, el Partido Comunista decidió cambiar la estrategia y dispersar los grupos guerrilleros para ganarse persuasivamente a las bases.
La autora parte del supuesto de que la victoria bélica de Franco no implicó un tratado con los vencidos, de acuerdo a las normas militares habituales. Por un lado, ese estado de guerra que continuaron los militares se llevó miles de vidas que en cualquier conflicto bélico se acogerían a "la paz". De hecho, la famosa frase de Franco de que se castigarían solo a "los que tuvieran las manos manchadas de sangre" parece una broma pesada. La masacre llegó, por ejemplo, a los maestros. (Un cuento del gallego Manuel Rivas, "La lengua de las mariposas", ilustra esta depuración a la perfección).
La serie de novelas de Almudena Grandes, sin embargo, no se centra en los tres años de Guerra Civil sino en la Resistencia al Régimen franquista instituido, que no cejó nunca, y que adoptó variadas formas. Es bien sabido que miles de esqueletos, aún hoy sin identificación en fosas comunes, son posteriores al triunfo de Franco en 1939: es decir, son partidarios de la República que fueron asesinados. Están los ejecutados por fusilamiento, ya sea sin o con "Tribunal de guerra" -aquellos en los que abogados defensores incluso acusaban al inculpado-. Pero también están los que murieron en la tortura, o de hambre y de enfermedades en cárceles, o como consecuencia de palizas, o por las condiciones de vida en agujeros -en calidad de huidos- o por el agotamiento del trabajo en numerosos campos de concentración.
Todas estas muertes, cuyo número resulta difícil de estimar, no fueron registradas como pena capital. Y hubo miles de asesinatos "paralegales", en los que no consta documentación ni de víctimas ni de verdugos. Son lo que hoy se llama "desaparecidos": solo se conserva de ellos y su tragedia el testimonio oral de familiares, amigos y vecinos.
NUEVOS HISTORIADORES
. Después del triunfo franquista no hubo el menor atisbo de conciliación de los vencedores. Así lo demuestra el erudito y apasionante libro del historiador gallego Julio Prada Rodríguez, La España masacrada (Alianza, 2010). Los militares practicaron una verdadera política de exterminio, desde el mismo momento en que, sublevados en julio de 1936, se apoderaron de zonas de la Península en donde el ejército se había plegado a los golpistas.
El exterminio no cesó con la rendición de la República. Continuó hasta avanzada la década del 40. El "terror caliente" se distribuyó de tres modos. Entre julio y agosto de 1936, en cada zona donde los militares golpistas asentaron su poder se practicó una sangrienta depuración de los simpatizantes de la República, aunque no hubiera habido ni siquiera resistencia armada al golpe.
En segundo lugar, a medida que avanzaba la guerra, cuando una zona que había quedado bajo militares leales a la República, caía en manos de los sublevados, estos inmediatamente llevaban a cabo represalias y venganzas. Y, finalmente, tras la derrota definitiva de los republicanos, se sucedió una "purga" de políticos, sindicalistas, intelectuales, profesionales, funcionarios de alguna relevancia, guardias civiles que habían sido fieles a la República y aquellos que habían pertenecido a comités o carabineros.
Un capítulo de este libro está dedicado al llamado " terror rojo", que por cierto existió. Prada explica minuciosamente cómo en el furor de las masas populares enardecidas ante el golpe militar, con vientos de revolución, también se produjeron muchas muertes "paralegales". Por ejemplo, da la cifra de 6.832 religiosos asesinados, entre ellos 283 monjas.
Pero concluye que hubo una gran diferencia entre el llamado "terror rojo" -tan publicitado por el franquismo- y la desatada represión franquista de verdaderos escuadrones de la muerte, por ejemplo, la Falange. Mientras que el Gobierno de la República buscó frenar los desmanes y evitar matanzas, la política de exterminio de los militares sublevados contra la República fue planificada y propiciada desde los altos mandos. Antes del golpe, sabían que habría resistencia entre las fuerzas republicanas, aunque no imaginaron tanta. Sabían que la única manera de triunfar era "matar a todos", aterrorizando a la población civil. Las muertes aleccionadoras cundieron. En Gran Canaria, por ejemplo, los simpatizantes republicanos fueron atados y echados al mar; días después aparecían en las playas en estado de putrefacción, causando gran impacto en sus familias. Otro dato: los republicanos eran muchos más (por algo había ganado las elecciones el Frente Popular) y muchos más fueron condenados al paredón.
MEMORIA NO ES VENGANZA.
En la década del 90 y, sobre todo en la primera del siglo XXI, los investigadores se abocaron a la reconstrucción de la Memoria Histórica. La dictadura franquista fue muy larga, y su aparato propagandístico, más el apoderamiento de las instituciones educativas durante 40 años, habían propiciado una "amnesia", como estrategia clave para el sojuzgamiento de un país.
Ello, sumado a la muerte física de quienes habían sido testigos y víctimas del terror franquista, ya sea por las propias masacres, el exilio o por el biológico relevamiento generacional, más la desvinculación de las nuevos españoles nacidos bajo censura, propaganda y miedo, consagraba el olvido. Un curioso olvido que se proponía como "sanador", como única manera de curar las heridas de una guerra "fratricida", pese a los gestos "pacificadores" del régimen durante los años 60 y la construcción del Valle de los Caídos. Así cundió lo que Prada recoge como un dicho común: "lo que no es, nunca ha sido ni será".
EL ARTE CONTRA EL OLVIDO.
Paul Ricoeur ha sostenido que cuando el historiador es confrontado con lo horrible, la relación de deuda se transforma en deber de no olvidar. Es lo que mueve a escribir a Almudena Grandes. Desde El corazón helado estudió lo desconocido de la posguerra, la historia no contada ni por el franquismo ni por la transición. Con ello escribe una serie inspirada en su admirado Benito Pérez Galdós, autor de los Episodios Nacionales.
Esta segunda novela proviene de un relato oral: durante un viaje por Marruecos, en coche, junto a su marido y su amigo Nino, Grandes escuchó de labios de este último la historia de un niño -él mismo-que creció en un pueblo de Jaén. Hijo de un guardia civil, pasó su infancia en el mismo cuartel de esta organización, pues las familias vivían junto a los uniformados. Nino, un niñito, fue testigo aterrorizado de las torturas, palizas y aullidos de los detenidos, que se escuchaban a través de las débiles paredes, pues los hijos de los guardias civiles intentaban dormir mientras en una habitación cercana sus padres les propinaban violentas palizas a los sospechosos de ser cómplices de la guerrilla.
La novela transcurre en 1947 y recoge historias calladas por años: las requisas constantes a que eran sometidos los vencidos, los enfrentamientos armados con los hábiles guerrilleros en los montes, el linchamiento de los muertos cuando alguno de ellos caía, la exposición pública de los cadáveres (hasta bailes sobre ellos), la prohibición a las pobrísimas mujeres del pueblo de realizar venta ambulante por sospechar que proveían de víveres a los escondidos en el bosque.
La belleza de este libro proviene de esa voz de niño que la escritora recrea, un hijo de un guardia civil, que es muy bajo de estatura y, por lo tanto, no podrá en el futuro seguir la costumbre de adoptar la profesión de su padre. Nino, que es muy listo, lee. Encuentra libros en la casa de una maestra destituida, que vive recluida junto a otras mujeres -viudas, huérfanas, con hijos varones muertos- en un cortijo aislado. Los hombres rojos murieron, o están en Francia, o clandestinos en un lugar muy alejado de España, o son guerrilleros que llegan en secreto.
Las lecturas de Nino (Julio Verne, Stevenson), y su inteligencia, le permiten decir que no. No al fascismo. Es un proceso al que accede entre los once y doce años. Y se instaura para siempre. En la ficción y en la realidad, miles de españoles resistieron en su intimidad al franquismo, sin pertenecer a una familia de "rojos".
EL LECTOR DE JULIO VERNE, de Almudena Grandes. Tusquets, 2012. Barcelona, 417 págs. Distribuye Urano.
Una película
EN EL CENTRO Cultural de España se proyectó meses atrás Pa negre, de Agustí Villaronga, una película catalana que arrasó con los premios Goya en 2010. También fue el film que se eligió para representar a España en los Oscar. En Internet es posible hallar la penosa reyerta que se generó a partir de la película, pues algunos españoles se indignaron, movidos por una notoria xenofobia (contra los catalanes), por la homofobia (por la denuncia el acoso a los homosexuales que se dio entre los abusos de la guerra y la posguerra) y por mostrar la versión de los vencidos que, al revés de lo habitual, no son presentados como héroes, sino como víctimas de la degradación que sufrió España -y notoriamente Cataluña- durante la represión franquista.
Se trata de una degradación moral, vital, ideológica, económica, social, cultural. El protagonista es un niño, Andreu, hijo de "rojos", que, a diferencia del Nino de Almudena Grandes, va descubriendo cómo los vencedores han corrompido a sus propios seres queridos, al punto de cuestionarse seriamente dónde está el bien y dónde está el mal.
La película se basa en una novela de un clásico escritor catalán para niños, Emili Teixidor, publicada en 2003 y un best-seller en Cataluña. Siniestra y bellísima a la vez, transcurre en un paisaje catalán de montaña, con verdes bosques y masías centenarias de piedra, donde se deslizan en susurros familias femeninas diezmadas por la guerra, corroídas por la pobreza, la desnutrición, el acoso de las autoridades, en espacios turbios donde los pocos "rojos" que quedan son cazados como pájaros.
El símbolo de los pájaros es constante en el film, cuyo gran hallazgo es ser prácticamente protagonizado por niños que han perdido su inocencia, o que están a punto de perderla. Otro niño, Andreu, se ve enfrentado a grandes conflictos morales, pero su inteligencia y su búsqueda de autonomía lo llevan a mirar el mundo de los adultos con distancia y a buscar su propio camino, en una opción individualista que representa el afán de sobrevivir a cualquier precio que cundió en la posguerra española.
El atractivo onírico de las imágenes y de la historia se entronca con la influencia de las leyendas populares que los niños han recogido y que se mezclan con las leyendas negras de la Guerra Civil tan cercana.