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El escritor como lector

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Patricio Pron

JEAN-CLAUDE CARRIÈRE y Umberto Eco dedicaron recientemente el último capítulo de sus diálogos. Nadie acabará con los libros (2010) a plantear la difícil cuestión de qué hacer con sus bibliotecas personales cuando ambos hayan muerto. Para el francés, son sus hijas y su mujer las que deberán tomar una decisión al respecto; el italiano, en cambio, no quiere que la suya se disperse. "Mi familia podrá donarla a una biblioteca pública o venderla en una subasta. En ese caso debería venderse completa", afirmó.

La pregunta de cómo preservar la biblioteca de un escritor no sólo preocupa a los propios autores, a sus viudas y a un puñado de instituciones, sino también a algunos lectores como Annecy Liddell. Algún tiempo atrás, la joven neoyorquina estaba hojeando ejemplares en una librería de segunda mano cuando encontró una copia usada de la novela de Don DeLillo Ruido de fondo, que compró por un dólar. Al llegar a su casa, Liddell descubrió que el antiguo propietario del volumen había apuntado su nombre en una de las primeras páginas y decidió buscarlo en la Red. No era el nombre de un lector común.

David Markson (1927-2010) fue un autor estadounidense de novela experimental no particularmente exitoso a pesar de que David Foster Wallace sostuvo en varias ocasiones que consideraba su novela La amante de Wittgenstein (rechazada por 54 editores antes de su publicación en 1988) "probablemente el punto más alto de la ficción experimental en este país".

Markson rozó el éxito cuando una de sus novelas fue adaptada al cine en 1970 con el título de Dirty Dingus Magee (Juego de niños en América Latina) y la actuación protagónica de Frank Sinatra, pero nunca fue un autor popular. Algunos de sus títulos son Miss Doll, Go Home (1965), Going Down (1970), Springer`s Progress (1977), This Is Not a Novel (2001) y The Last Novel (2007); adecuadamente, su última novela. Ninguna de estas obras ha sido traducida al español.

UNO. Liddell descubrió que Markson no sólo había escrito su nombre en su ejemplar de Ruido de fondo; de hecho, el volumen estaba repleto de anotaciones, particularmente de las palabras "no" y "boring" (aburrido). La joven divulgó su descubrimiento en Facebook y en Twitter, y muy pronto las redes sociales y su poder de convocatoria hicieron el resto: los interesados en la obra del escritor estadounidense hallaron que toda su biblioteca, compuesta de unos dos mil quinientos libros, había sido liquidada tras su muerte, unos meses atrás, y se encontraba disponible en la librería del centro de Nueva York donde Liddell había comprado el libro.

Tras realizar ese descubrimiento, los lectores de Markson decidieron tratar de reunir sus libros para determinar cuáles habían sido las principales influencias y las lecturas preferidas del escritor. Comenzaron a utilizar la Red para coordinar viajes a la librería en busca de ejemplares, publicaron listas de sus adquisiciones, escanearon sus notas y procuraron disuadir a los compradores de la librería, sólo interesados en las obras y no en las notas de Markson. También procuraron esclarecer cómo toda la biblioteca de uno de los escritores más sofisticados de su tiempo había terminado en cajas de a un dólar el ejemplar. Buena parte de esa biblioteca, y lo que ella tenía para decir acerca de su antiguo propietario y de su obra, se salvaron gracias a ellos.

DOS. Aunque el rescate de la biblioteca de David Markson es un acontecimiento singular y extraordinario, la pérdida de su biblioteca no lo es. A la muerte de Herman Melville, una librería compró sus libros por 120 dólares pero sólo aprovechó algunos: a los de teología los destruyó para vender el papel. Los libros de Stephen Crane tuvieron una suerte incluso más disparatada: fueron subastados en las escaleras de ingreso de un juzgado de Florida tras la muerte de su viuda, para pagar deudas. Los nueve mil ejemplares de la biblioteca personal de Ernest Hemingway permanecen en su villa cubana sin que puedan ser consultados por los especialistas debido a la censura del gobierno de ese país.

Al igual que el autor de El viejo y el mar, Mark Twain solía afirmar que carecía de formación literaria, pero los ejemplares que han sido rescatados de la pérdida de su biblioteca muestran a un lector voraz y analítico.

Quizás para evitar este tipo de revelaciones póstumas, John Updike solía donar los libros que leía a una iglesia, la que a su vez los vendía con fines benéficos. Muchas otras bibliotecas de autor desaparecieron en alguno de los genocidios y persecuciones del siglo XX, que fue pródigo en ambos.

TRES. En el ejemplar de John Updike de la novela de Tom Wolfe Todo un hombre (1988), rescatada por un librero inglés, Updike apuntó observaciones como "un cliché en cada frase", "monotonía en los adjetivos" y otros juicios negativos que no se vieron reflejados en la muy laudatoria reseña del libro que escribió para el New Yorker.

Como muestra este ejemplo, la biblioteca de un escritor permite tener un acceso invalorable a su formación, a sus métodos de trabajo y a esa relación tan particular que se establece entre lo que un escritor lee y lo que escribe, así como a la forma en la que se relaciona con sus pares y con los lectores. De alguna forma es una autobiografía que se pierde con su muerte, principalmente por razones económicas: cuesta tanto dinero conservar y poner a disposición de los estudiosos la biblioteca privada de un escritor que pocas instituciones y prácticamente ningún particular pueden permitírselo. Cuando lo hacen, sin embargo, apenas pueden hacerse cargo de los manuscritos y la correspondencia.

La puesta a disposición de los lectores de las bibliotecas de escritores por parte de universidades estadounidenses y de Francia y Reino Unido sobre todo, interesadas más que nada en autores de esas tradiciones literarias, tiene como consecuencia práctica, además, que sean esos autores los sujetos de las mejores biografías y las mejores obras críticas; eso profundiza la ya de por sí enorme brecha existente entre la atención que reciben esas literaturas y la que se le otorga a literaturas periféricas como la hispanoamericana.

CUATRO. En su ejemplar de la última novela de William Gaddis Ágape se paga (2002) Markson anotó "Monótono. Tedioso. Repetitivo. Una sola nota, todo el tiempo. Tema desmesuradamente duro + trapos viejos. Ay, Willie". Quizás Markson haya sido injusto con la obra póstuma de Gaddis, pero la oportunidad de ver a un escritor recortando un espacio de gusto personal, que es el espacio en el que se desarrollará su obra futura, es muy valiosa.

Al igual que las bibliotecas particulares de Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Juan Benet y tantos otros autores fundamentales de la literatura en español que parecen haberse perdido irremediablemente a pesar de ser motor y parte de su obra, también la de David Foster Wallace, el escritor que admiraba a David Markson, ha desaparecido casi completamente. En 2008, su viuda y su agente literaria donaron a la biblioteca y museo Harry Ransom Center de la Universidad de Texas sus papeles personales y unos doscientos libros con anotaciones, incluyendo dos novelas de Markson. Otras treinta cajas de libros fueron donadas a la caridad. Por razones prácticas, nadie hizo una lista de esas obras.

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