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Ante la calumnia

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Alberto Manguel

TRAS LEER los nuevos ataques de María Kodama contra Adolfo Bioy Casares, me puse a escribir algunas memorias sobre el hombre, no para refutar (no se puede refutar una calumnia) sino para contribuir al recuerdo.

Conocí a Adolfo Bioy Casares a mediados de los sesenta cuando, siendo un adolescente hambriento de lectura, sentí curiosidad sobre esa raza misteriosa de gente que produce libros. Lo conocí porque había conocido a Borges, quien cenaba casi todas las noches en el piso de Bioy, cuando vino a comprar libros en la librería donde yo trabajaba, y también porque conocía a Silvina Ocampo, la mujer de Bioy, tras haberme acercado a ella pidiéndole una contribución para la revista del colegio. A media tarde, en el living en penumbras de su apartamento, yo hablaba con Silvina de literatura mientras Bioy y Borges trabajaban juntos en un cuarto de atrás. Silvina mantenía la luz baja porque no quería que la gente le mirara el rostro, que era feo, mientras prefería que le miraran las piernas, que eran hermosas. Un repiqueteo de risas llegaba desde el cuarto donde trabajaban Bioy y Borges, mientras Silvina seguía recitando, con voz profunda y quebrada, versos de Ronsard y Valéry. Al final los dos hombres aparecían y todos nos trasladábamos al comedor para una cena sosa de verduras hervidas, delgadas fetas de jamón, y dulce de leche de postre. Para un adolescente de dieciséis años, todo era muy extraño.

Durante la cena, Borges lideraba la conversación que Bioy desafiaba y enriquecía, mientras Silvina, de tanto en tanto, hacía un comentario críptico. Yo, por supuesto, no decía nada. En presencia de Bioy, Borges se mostraba más dispuesto a abordar nuevos temas, menos atados a su acostumbrado repertorio de expresiones concisas. La conversación de Borges nunca era personal, en el sentido de que nunca confiaba nada íntimo (y menos cuando estaba yo), pero Borges parecía más suelto en presencia de Bioy. Creo que Bioy era el único amigo de Borges.

LA OPINIÓN DEL OTRO.

La relación entre ambos tenía tiempo. Se conocieron cuando Bioy tenía diecisiete y Borges treinta y algo, y parecía que, desde su primera conversación en la villa de Victoria Ocampo junto al Río de la Plata, nunca pararon de hablar. Borges una vez escribió de "esas amistades inglesas que comienzan excluyendo confidencias y finalizan evitando el diálogo"

. Su amistad con Bioy era todo lo contrario. El vínculo era el diálogo, y la escritura en colaboración una mezcla de la voz de ambos. Leyendo los cuentos y ensayos de Bustos Domecq o Suárez Lynch (sus seudónimos), puedo escuchar sus viejas conversaciones llenas de alegres descubrimientos, interrupciones inteligentes, burlas ingeniosas. Borges decía que Bioy le enseñó a respetar la psicología de los personajes en la cual él no se interesaba, y el mérito de tramas que él descartaba como sentimentales o banales. Sin Bioy, Borges nunca habría tomado en cuenta a Maupassant, Balzac, Manzoni, escritores que Bioy disfrutaba. Sólo Bioy era capaz de decirle al hombre mayor que algunas de las historias que él amaba eran demasiado sangrientas, demasiado brutales, demasiado inhumanas. Borges aceptaba los puntos de vista de Bioy, aunque insistía en los suyos. Nunca supe que abrazara la opinión de otro con el mismo respeto.

Bioy era inteligente, convincente, encantador, discreto, implacablemente curioso respecto a los cambios que ocurrían a su alrededor, dolorosamente consciente del derrumbe que provoca la edad. Confesó que amaba tres cosas por encima de todo: libros, mujeres y, dijo, no se acordaba cuál era la tercera. Sentía que la madurez que había alcanzado gradualmente como escritor (nunca habría dicho "madurez", le habría parecido una fanfarroneada, habría preferido "oficio") se logró al costo de tener que opacar las cualidades físicas que lo convirtieron en un formidable seductor desde su bien parecida adolescencia. Sus diarios (publicados en forma póstuma) revelan un asombroso éxito en sus conquistas amorosas: una vez dijo que las diez mil mujeres con las que Simenon dijo haber dormido a lo largo de su vida no lo impresionaban, porque él mismo probablemente había superado esa cifra. Admiraba a Lord Byron por quien sentía una afinidad de hermano, ya fuera escribiendo o haciendo el amor: ambas eran para Bioy empresas creativas.

Cuando lo vi por última vez, algo así como una semana antes de morir, lisiado por una caída, se lamentó de no poder seguir viajando más, de no poder estar más en ciudades extranjeras conociendo nuevas personas. A diferencia de aquellos escritores para quienes el mundo en una página era suficiente (como Borges), Bioy disfrutaba en igual medida del mundo de carne y hueso, y del otro, el de piedra y cristal. "Cada vez que conoces a una nueva persona inventas un nuevo personaje",

decía. "Y cada nuevo lugar es una nueva novela, bien o mal escrita"

.

PERSONA OBSTINADA.

María Kodama nunca ocultó su odio por Bioy, quizá porque luego de tantas décadas de amistad tan íntima, María fue tratada como una intrusa (resulta provechoso leer, bajo esta nueva óptica, el cuento de Borges "La intrusa").

María desconfiaba de cualquiera que pretendiera reclamar algo de Borges. Sin duda, su afán posesivo estaba en parte justificado: fue ella la que estuvo con él en todas partes en esos últimos años de debilitamiento, la que peleó con estafadores y editores inescrupulosos defendiendo los derechos literarios de Borges, la que mantuvo una vigilia permanente mientras Borges agonizaba en Ginebra, el lugar que él eligió para pasar sus últimos días. Bioy afirmó que la decisión de dejar Buenos Aires no fue de Borges sino de María, pero eso es una falsedad. Nunca nadie logró que Borges hiciera algo que no quería hacer; fue una de las personas más obstinadas que he conocido. Pero Bioy estaba herido por la pérdida de su querido y famoso amigo.

María Kodama ha acusado a Bioy de ser un cobarde, tanto en política como en sus relaciones personales. Dejando de lado su odio, la acusación carece de sentido. Al igual que un puñado de intelectuales argentinos se negó a apoyar el populismo, nunca elogió al régimen peronista, o a simpatizantes nazis, o a los entusiastas comunistas. No se manifestaba en política, pero sus opiniones éticas siempre fueron claras. Respecto a los comportamientos cobardes en su vida privada, sólo aquellos afectados por esa conducta saben la verdad. Y nadie, que yo sepa, ha respaldado esta acusación.

Afortunadamente para los lectores, las bibliotecas no están hechas de chismes, vituperios o alabanzas apilados sobre el fantasma de los escritores. Los libros que dejan no dependen, para recuerdo u olvido, de la personalidad o la ética de sus creadores. Muy pocos escritores que amamos tuvieron vidas intachables. Dante (según Boccaccio) era orgulloso y ambicioso; Torquato Tasso era insanamente sensible a los desaires; Goethe quería enseñar a su hijo a jugar con una guillotina de juguete; Verlaine pateó a su mujer embarazada en el estómago; Virginia Woolf, cuando venían sus suegros a cenar, le decía a su esposo Leonard "¡Alimenta a los judíos!"

; Proust disfrutaba pinchando ratas enjauladas con agujas; George Orwell traicionó a sus amigos comunistas en su lecho de muerte; a J. R. Ackerley le encantaba masturbar a su perro. Sus libros, sin embargo, son curiosamente inmunes a estos comportamientos, y si algún tipo de náusea afecta al lector de Céline o Heidegger, enseguida se va, o al menos no condena a la obra en sí misma.

En mi larga (aunque intermitente) relación con Bioy, supe conocer a un hombre generoso con los jóvenes aspirantes a escritores, un conversador brillante, un lector agudo, un novelista imaginativo, incluso a un gran escritor de diarios y epístolas.

(Traducción László Erdélyi)

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