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Buen provecho

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IGNACIO ALCURI

De chico soñaba con comprarme ese famoso libro de cocina de un lugar que rima con Michael Landon (nota al Peyote Asesino: no era tan difícil rimar con Michael Landon). Pensaba que para preparar exquisiteces culinarias solamente se precisaba una lista de ingredientes y el orden recomendado en que debían agregarse a la mezcla.

Claro que no era tan sencillo. Una receta no es una ecuación, más bien es como un hechizo. No cualquiera puede recitar las palabras mágicas y convertir un sapo en un apuesto mapache. Se necesita una varita, pero además hay que ser de estirpe mágica, o practicar mucho, o tener un medallón de los Antiguos Gummis colgando del cuello. Aunque a veces no alcanza con esto último.

Y si hay alguien menos mágico que yo a la hora de cocinar, que levante la mano. No, en serio, levante la mano. Ahora, con esa mano detenga el ómnibus que lo lleve muy lejos de acá, porque lo suyo es realmente tenebroso.

Lo mío también, por supuesto. No puedo revolver sin que haga grumos, ni romper un huevo sin hacer mugre, ni poner sal y pimienta a gusto, ni abrir una bolsa de puré deshidratado, ni elegir una verdura sana entre las putrefactas, ni cortar en juliana sin rebanarme una falange, ni medir la cantidad de líquido en una jarrita medidora sin cometer gruesos errores de paralaje.

Eventualmente comprendí mi rol en el universo del sabor, más cerca de Chowder que de Bob Esponja (no, señora, tengo 29 años recién cumplidos). Así que empecé a gozar con pequeños triunfos: cocinar sánguches calientes, cocinar un refuerzo, o cocinar un jugo de naranja. Es decir, utilizo el verbo "cocinar" en lugar de "preparar", "armar" y "exprimir", respectivamente. Igual esto no ocurre muy a menudo, ya que suelo comprar los sánguches preparados y el jugo exprimido y carbonatado. O sea que ni cocino, ni "cocino".

Ojo, que no cocinar es uno de los actos de confianza más grande que existen en la especie humana. Más que comprometerse, o hacer eso de cerrar los ojos y tirarse para atrás así otro te atrapa. No cocinar significa que aceptás que alguien más esté manipulando lo que te vas a llevar a la boca. Alguien lo estará operando con las mismas manos con las que, quizás, un rato antes se escarbó las narinas con la curiosidad de un niño explorador. Alguien, tal vez, estará tosiendo sobre la comida, o usando para la ensalada esas hojas de lechuga que cargó durante una semana en su ropa interior. Uno no lo sabe, y por todo lo que es sagrado en el mundo, no quiere saberlo.

Cada día elegimos ignorar aspectos de nuestra existencia que nos quitarían el sueño. ¿Qué hay después de la muerte? ¿De qué están hechos los panchos? ¿Si Dios existe, por qué permite que existan los panchos? ¿Y por qué son tan ricos?

Dejando de lado los panchos y volviendo al tema de la comida, no quisiera que mis palabras fueran interpretadas como una apología del delivery (además nunca pido comida por teléfono. Porque no tengo timbre). Es que no puedo cocinar. Al menos no puedo hacerlo solo.

Por eso, solamente puedo hacerlo con la supervisión de un adulto. Como ese niño que quiere utilizar las tijeras para reproducir un experimento que vio en "El Mundo de Beakman" (qué viejo estoy, por Dios). Si estoy con alguien al lado, puedo participar activamente de la manufactura culinaria. Esa persona debe estar atenta e indicarme si tengo que dejar de revolver, o revolver más fuerte, subir el fuego, bajarlo o apagarlo del todo.

Hablando de eso, acabo de recordar que dejé el fuego prendido. El martes.

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