IGNACIO ALCURI
Cuando tenía cinco años nos pidieron en la escuela que hiciéramos un dibujo para el Día de la Madre. Sin cuestionarme por qué existía ese día, ni por qué curiosamente cae el primer domingo después de que la mayoría de la gente cobra su salario, me puse manos a la obra y a las crayolas.
Y qué manos. El dibujo nunca fue lo mío. No podría colorear sin pasarme de las líneas ni aunque mi vida dependiera de ello. Pero al menos sabía escribir bien, así que junto al inmundo garabato de una persona grande y otra pequeña, más un árbol y una casa (paisaje eterno de los dibujos infantiles), escribí "FELIZ DÍA MAMÁ". Acentuando las mayúsculas y todo. Tomá pa` vos.
Se lo di el viernes. Creo. Pasó hace veinticuatro años, no esperen precisión histórica. Pero estoy casi seguro de que no fue el domingo sino un par de días antes. Le encantó. Lógico, es su deber de madre. Está tatuado en los genes, como la supervivencia de la especie y la necesidad de despegar las etiquetas de los envases, especialmente cuando están llenos de gotitas condensadas.
Lo importante es que le gustó o lo disimuló muy bien. Y como dice un buen director técnico, que mantiene los once jugadores que ganaron un partido importante el fin de semana pasado, al año siguiente reincidí en el regalo artesanal.
Otro dibujo. Esta vez aparecía la familia nuclear, literalmente. Era tan horrible mi trazo, que mis viejos, mi hermana y yo parecíamos aberraciones mutantes de un futuro postapocalíptico. Mezcla de Cosas del Pantano con Vengadores Tóxicos, si se me permite la referencia ultranerd.
Por suerte en aquella época las heladeras eran mucho más grandes. No solamente la botella de refresco entraba vertical (¡lean, fabricantes de heladeras del mundo!) sino que en la puerta había lugar para decenas de imanes y varios dibujos a crayola.
Al tercer año no alcanzaba con eso. Había que explorar nuevos horizontes. Así que dibujé con marcadores de fibra. Tienen un trazo más fino, así que en teoría es más difícil salirse de las líneas (en teoría), pero manchan la ropa. No me importó. Tenía siete años y una vida por delante.
Eventualmente llegaría la tercera dimensión. Fideos pegados con cola vinílica, arroz, brillantina... Toda clase de elementos que distrajeran la mirada del horripilante dibujo del medio, que seguía pareciendo la obra de un mono Rhesus sobre el que experimentaron cosméticos durante demasiado tiempo.
A los dieciocho años mis amigos me encararon y me dijeron que no podía seguir así. Ya estaba trabajando y por lo tanto recibía un sueldo. No podía seguir haciéndole esos dibujos espantosos para el Día de la Madre. Me obligaron a utilizar ese dinero, y lo hice. Tomé clases de dibujo.
Fueron en vano. Un billete utilizado para prender un cigarrillo da más frutos que todos los que utilicé para pagar las clases. Llegó ese día de la madre en 1998 y allí fue mi dibujo, esta vez realizado con carbonilla sobre una hoja corrugada. Seguía siendo vomitivo, espantoso. Mamá dijo que estaba buenísimo.
El tiempo pasó. Ya tengo veintinueve años, carancho. Por eso trato de mejorar todos los Días de la Madre. Esta vez utilicé tinta china y semillas de girasol y la dibujé caminando por el jardín. Es una de las cosas más feas que he producido en mi vida. Pero mandé enmarcarlo con uno de esos vidrios antirreflejo.
A ella le iba a encantar de todas formas, pero le puse el marco igual. Soy un buen hijo.