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Un discurso hipnótico

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Mercedes Estramil

NOS LO PODRÍAN vender como un Murakami recién escrito y lo compraríamos. Una de las virtudes literarias de este japonés (Kyoto, 1949) es saber mentir el tiempo, un rasgo que le augura larga vida a su obra. Lo cierto es que El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas fue publicado en 1985 y ya entonces obtuvo el Premio Tanizaki, pero faltaban aún dos años para que Haruki Murakami se hiciera la extraña fama de "Salinger nipón" con una beatle-novela conmovedora, Tokio Blues, que hablaba de amores desgraciados y juventudes suicidas. Antes había publicado la trilogía compuesta por Pinball (1973), Hear the Wind Sing (1979) y la traducida La caza del carnero salvaje (1982), donde una combinación de fantástico, absurdo y surrealismo pop no borraba del todo una base de clasicismo y contención. De todo eso también tiene mucho esta novela bifronte y de título desmedido, sin nombres propios pero sin helarse en arquetipos.

El fin del mundo... se arma sobre dos líneas de relato. Los capítulos impares, correspondientes a "un despiadado país de las maravillas", narran en primera persona la historia de un calculador informático de 35 años, divorciado y sin hijos, trabajador de una organización para gubernamental denominada "el Sistema", cuya meta es alcanzar la jubilación y aprender griego antiguo o violonchelo. Claro que el mundo se empeña en truncar su objetivo: un viejo científico lo usa como conejillo de indias en experimentos con la mente, una simpática gordita adolescente quiere perder la virginidad con él, y lo persiguen un ejército subterráneo y antropófago de seres lovecraftianos apodados "tinieblos", y una organización clandestina integrada por los llamados Semióticos, individuos divertidos pero violentos que nadie sabe bien qué buscan. Los capítulos pares corresponden a "el fin del mundo" y también narran en primera persona el encierro del protagonista en una ciudad utópica, en la que se dedicará a leer sueños y jugar ajedrez. Una vez allí el hombre perderá su sombra, su corazón, sus miedos y sus problemas, accediendo a un estado de inmortalidad, a menos que quiera y logre escapar a tiempo.

No es necesario reunir todas las evidencias kafkianas sobre un universo burocratizado, o las borgeanas sobre la vida como un sueño soñado por otro (o por uno mismo), o las platonianas sobre la escisión entre el mundo físico y el de las ideas, para aquilatar la batería metafórica que Murakami empleó aquí y que supo mantener sin flaquear durante quinientas páginas, incluido su doble final sin concesiones. Cuando baja la cortina, el lector queda a las buenas de su propia interpretación (si es que consigue tener sólo una).

Lo singular de la novela es que mientras el lector establece en algún punto la conexión entre las dos líneas de desarrollo, el protagonista apenas consigue efectuarla, preso de una condición mental nunca explicitada de un modo verosímil (fuera de la verosimilitud interna del relato, que al ser un Murakami sui generis, no gasta demasiada "cohesión"). Decir que la novela habla de la alienación, la depresión, la esquizofrenia y el nihilismo contemporáneos es de perogrullo, pero vale. Decir que una parte ejemplifica, simboliza o representa la aburrida/maravillosa vida que vivimos, y la otra la maravillosa/aburrida novela interior que inventamos, y que la impotencia es no poder reunirlas, también vale.

El fin del mundo... es Murakami al cien por ciento. Lo terrible puede acechar pero sabemos que el protagonista tendrá temple para vestirse, orinar, comer ensalada, beber una lata de cerveza y hasta suspirar mientras unos esbirros derriban su puerta. O que una erección de menos no le significará el "fin del mundo". La sutil risa Murakami estará ahí, igual que el pleno dominio técnico, escondidos en los pliegues de un discurso hipnótico.

EL FIN DEL MUNDO Y UN DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS, de Haruki Murakami. Tusquets, 2009, Barcelona, 484 págs. Distribuye Urano.

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