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¿Una nueva Guerra Fría?

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La frialdad con la que se saludaron Obama y Putin en Nueva York es signo de este nuevo tiempo internacional en el que se afirman las fuertes diferencias entre Estados Unidos y Rusia.

La difícil situación que vive Ucrania desde 2013 es el antecedente más importante que alejó las posiciones de ambos países. Se trata de una región que Rusia entiende es parte de su zona natural de influencia, y sobre la cual la política exterior de Estados Unidos ha querido influir en estos 20 años más de lo que Moscú está dispuesto a aceptar.

El golpe de Rusia con la anexión de Crimea fue lo más grave, porque rompió una integridad territorial ucraniana que, además, está siendo hoy amenazada en su zona este por paramilitares afines a Moscú. Sin embargo, a pesar de las enormes dificultades que se mantienen y de los más de 8.000 muertos en enfrentamientos que no cesan, la llegada al poder por votación democrática del presidente Porochenko en Kiev en 2014, y los posteriores acuerdos internacionales de Minsk, son una esperanza de solución política para esta crisis.

Muy distinta es la situación en Siria, en donde también Washington y Moscú tienen dos estrategias diferentes.

Desde 2011 Rusia ha apoyado decididamente a Bachar Al Assad, el tirano de Damasco, que compra armamento ruso y asegura a Moscú su base naval en el puerto sirio de Tartus sobre el mar Mediterráneo. En estos días, Putin ha planteado una coalición internacional, comparable "a la que luchó contra Hitler", para atacar militarmente a los terroristas del Estado Islámico que gobiernan buena parte de los territorios sirio e iraquí.

Con tal objetivo ya ha obtenido apoyos de los gobiernos chiíes de Irak y de Irán. Moscú envió apoyos navales, aéreos e infantería a Siria, e inició allí sus acciones militares.

Estados Unidos y sus aliados comparten el objetivo militar de vencer al Estado Islámico. En 2014-15, la coalición multinacional que lidera Washington ha llevado adelante más de 6.000 incursiones aéreas para combatir a este movimiento terrorista. Sin embargo, Obama no está dispuesto a sostener al tirano de Damasco, ni cree que la solución política al conflicto sirio deba tenerlo en cuenta. Entre sus aliados, Francia es el más decidido enemigo de Assad y quizá Alemania, en las últimas semanas, se haya mostrado como el más flexible, pero siempre dentro del convencimiento general de que el gobierno de Damasco ha cometido inaceptables crímenes de guerra.

En este sentido, es claro que cabe mucha más responsabilidad al régimen de Assad que al Estado Islámico en los más de 240.000 muertos que ya lleva la guerra civil en Siria.

Las diferencias entre Moscú y Washington son pues sustanciales en Medio Oriente. Putin ya dio su seguridad a Israel de que el armamento que llega para sostener al régimen sirio no irá a parar al grupo terrorista Hezbollah que opera sobre todo en el sur del Líbano. Pero lo más importante en la estrategia de Moscú, es mostrar al mundo que Rusia es capaz de estabilizar una región clave del sistema internacional sobre la base de su decidido involucramiento militar.

Porque Putin ha decidido enviar centenares de militares a Siria, y porque en su visión, está haciendo lo que hay que hacer, al disponerse a terminar con el grupo terrorista Estado Islámico. En paralelo, Obama tiene en cuenta la pésima experiencia estadounidense en la invasión de Irak en 2003, y ha repetido que su país no enviará tropas para ocupar el terreno reconquistado al Estado Islámico en Siria y en Irak.

Así, lo que se vive en Siria es una guerra civil con involucramientos militares de potencias de primer orden mundial y regional: Estados Unidos y Rusia, pero también Francia, Turquía e Irán, entre las más relevantes. Putin ha decidido ser protagonista para obtener un triunfo en esta guerra, apoyando a su aliado Assad y queriendo ser una potencia estabilizadora en todo Medio Oriente.

Es una política exterior que retoma con la histórica y conocida voluntad rusa de ocuparse en primera línea de los temas más relevantes de la escena internacional.

El desafío ruso a Washington en una región en la que hasta ahora Estados Unidos pretendía ser la potencia hegemónica, puede estar reeditando cierta Guerra Fría en una especie de versión regional siglo XXI. Pero, al igual que lo ocurrido en los años 70 y 80, tiene el talón de Aquiles de la enorme debilidad económica de Moscú.

Porque es una política que difícilmente pueda sostenerse en el tiempo sin desestabilizar la economía y las finanzas de la gran Rusia de Putin.

Editorial

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