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Somos los bochincheros

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IGNACIO ALCURI

Desde que el ser humano dejó de caminar apoyando las manos en el suelo quiere las mismas cosas: alimentarse, reproducirse (o simular que lo hace) y festejar.

Cuando cazó al primer mamut gritó y aulló a la Luna; cuando descubrió América se abrazó con los aborígenes y cuando pisó la Luna lo celebró creando la famosa "caminata lunar".

También, con la invención del deporte, el ser humano tuvo excusas para festejar a cada rato. Si el equipo de sus amores salía campeón del continente, o de la liga local, o derrotaba a su tradicional rival, o rescataba un empate en el último minuto gracias a la patriada de su carrilero derecho, era hora de celebrarlo. Algo de esto ocurrió días pasados en la Avenida 18 de Julio. Allí se encontraron muchas personas cuya única característica en común era haber decidido, en algún momento de sus vidas, que determinados colores en una remera deportiva le resultaban más simpáticos que determinados otros.

Esto significa que cuando esos colores llegaron a lo más alto de la tabla y se mantuvieron allí, mirando desde arriba a otras combinaciones de colores (más bonitos o no, queda a gusto del consumidor) estos seres humanos tomaron las calles. O una sola, pero bien tomada.

Lo que ocurrió a continuación es un clásico de cada festejo. El que cazó al mamut fue reprimido por los integrantes de una cueva cercana, que estaban tratando de dormir.

Colón fue devorado por los indígenas (¿o fue Solís?, él también era de festejar). Y Neil Armstrong se salvó porque allá arriba no había gente, pero dicen que lo estaban esperando en La Aurora.

En esta oportunidad la represión no vino porque la policía tuviera sueño o envidia (ellos tienen terminantemente prohibido hacer huelga o festejar) sino porque siempre ocurren estas cosas cuando se enfrenta a dos pequeños grupos de machos alfa.

El problema es que alrededor de ellos estaba la familia, esa que por alguna razón no termina de irse del fútbol.

Que tendría que comprender que lo mejor que puede pasarle es pagar el Premium entre todos los primos, juntarse a almorzar los domingos (o sábados) y quedarse mirando el partido.

Pero no, hay quienes insisten (y están en su derecho, por supuesto) en vestir a sus pequeñitos con versiones miniatura de las camisetas, que quedan tan feas como los nenitos que se disfrazan de adultos para los casamientos. Y después se convierten en víctimas inocentes de la violencia cotidiana.

Sólo le complican la existencia a nuestra querida policía, que tiene que andar decidiendo a quién dispararle proyectiles de goma y a quién no (joven con botella de cerveza - SÍ; joven con niño en brazos - NO; joven con niño en brazos y botella de cerveza - ESPERAR NUEVAS ÓRDENES).

Qué quieren que les diga, a mí me encanta caminar frente a jaurías de perros salvajes con un asado de tira colgando del cuello, y estoy en mi derecho de hacerlo, pero el instinto de supervivencia es más fuerte.

Esto no es dar la pelea por perdida (la de la integridad física, me refiero, no la pelea entre hinchas y policías), sino saber qué batallas son mejores para luchar y en cuáles conviene quedarse a un lado, mirando por televisión con unas papitas chips y tratando de hacer zapping con las nuevas canaleras, que tardan 45 segundos entre canal y canal. Pero bueno, nadie es perfecto.

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