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De Auschwitz a Uruguay

| Lo torturaron, vio como asesinaban a miles de personas y perdió a toda su familia en la masacre. Silvio Packer sobrevivió al Holocausto. Hoy, recuerda la tragedia tras recibir la carta de su nieto, quien visitó el sangriento campo de exterminio.

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CARLOS TAPIA

Mi abuelo estuvo dos veces en Auschwitz. La primera fue llevado a la fuerza, en las condiciones infrahumanas que todos conocemos; la segunda, lo llevé yo en mi corazón". Con la mirada empañada por las lágrimas, Silvio Packer lee la carta que su nieto Iván le envió desde Polonia. Como un novelista que trabaja en la última página de su obra, esas palabras buscan ponerle punto final a una historia que comenzó hace 85 años.

En 1925 el partido alemán Nazi parecía devastado; acababa de obtener sólo un 14% en las elecciones legislativas y su líder, Adolf Hitler, recién salía de la cárcel, donde estuvo nueve meses por intentar un golpe de Estado. Pero no fue tiempo perdido; el futuro Führer aprovechó su estadía tras las rejas para escribir Mein Kampf (Mi lucha), un libro de 782 páginas donde documenta las intenciones de convertir a Alemania en "el amo del mundo" y detalla sus conceptos sobre raza. En ese entonces sus ideas eran ignoradas aún en varios puntos de Europa. En Transilvania, por ejemplo, donde la familia judía Packer celebraba la llegada de su segundo hijo, el nombre de quien sería uno de los más grandes genocidas de la historia era desconocido.

Silvio creció sin entender el porqué de muchas cosas que pasaban a su alrededor. A los 14 años vio como tanques húngaros invadían su Rumania natal. Al poco tiempo no le permitieron la entrada a los colegios y lo obligaron a coserle una estrella amarilla a todos sus sacos y a usar un brazalete que lo distinguiera como judío. Era todo desconcierto. Todavía en 1942 pocos sabían en su pueblo, cercano al castillo del verdadero conde Drácula, qué pensaba sobre ellos el ex convicto, luego líder del Tercer Reich.

Desarrollo. Es paradójico. En su apartamento frente a la rambla de Pocitos, Silvio tiene una hermosa colección de muñecas de porcelana de Hungría, la misma nacionalidad de quienes llevaron adelante las políticas nazis en su país. En pocos días cumple 85 años, pero su detallista memoria no coincide con su edad. Solo detiene su relato cuando la emoción lo interrumpe.

"Cuando invadieron no teníamos idea de lo que pasaba con nuestro pueblo. El gueto de Varsovia y la atrocidad de los campos de concentración nos eran desconocidas". El ministro de propaganda alemán, Joseph Goebbels, el mismo que se encargó de que en su país nadie se enterara que se estaba perdiendo la guerra, fue quien logró que en el exterior no se supiera lo que los nazis hacían con sus prisioneros. Apenas Hungría invadió Rumania, se obligó a los ciudadanos a entregar sus radios a la justicia. "De todos modos los medios de comunicación también estaban intervenidos, sólo se podía saber algo si se lograba sintonizar la BBC de Londres", recuerda Silvio.

Pese a las restricciones, los Packer se preocuparon porque su hijo estudiara un oficio. Aprendió sastrería. A los 18 años ya hacía sus primeros trabajos. En ese entonces vio como sus amigos de más de 20 fueron trasladados al frente ruso, donde Alemania peleaba su más dura batalla contra las tropas de Iósif Stalin -no les daban armas, los usaban para hacer las trincheras-. También fue testigo de cómo se apropiaban de una de las dos carnicerías que tenía su familia y cómo, un día, las autoridades se llevaron a su padre para siempre. "Tiempo después supe que corrió un destino parecido al mío", se lamenta.

En marzo de 1944 las tropas del Führer estaban cada vez más debilitadas; atacar Rusia había sido un error. Sin embargo judíos, gitanos, homosexuales, discapacitados y detractores políticos seguían llegando a los campos de concentración, diseminados por varios de los países que estaban bajo la bota de la Alemania nazi. En Transilvania el frío aún azotaba cuando los militares dieron la orden a todos los judíos de empacar lo que tuvieran de valor; serían trasladados a Budapest, donde podrían seguir, "sin problemas", con su vida cotidiana.

"Nos sacaron de nuestras casas y nos metieron en un gueto cerca del pueblo -relata Silvio-. Allí estuvimos hasta mayo. Luego nos llevaron a un andén, donde habría entre cinco mil y seis mil judíos. Ahí nos entregaron a militares de las SS. Nos cargaron como a animales. Metieron a más de cuarenta personas por vagón. Nos tiraron unos baldes de agua y otros vacíos para las necesidades. Un par de veces se detuvieron, para ir sacando a los que morían por el calor agobiante. Luego de dos días llegamos a destino: Auschwitz".

climax. Arbeit macht frei (El trabajo libera) decía el cartel sobre el enorme portón. A lo lejos se veían grandes chimeneas que parecían de una fábrica. Los SS insultaban y empujaban a los prisioneros para que bajaran rápido de los vagones. Moribundos que deambulaban por el lugar le decían a los más jóvenes que mintieran tener 16 años, pues los de menos edad se ganaban una inmediata condena de muerte. Acababan de llegar al campo de exterminio nazi más grande de todos, donde entre 1,5 y 2 millones de personas fueron asesinadas.

Los soldados ordenaron a hombres y mujeres formar dos filas. En la punta de ambas estaba el mismísimo Josef Rudolf Mengele. "Te miraba los ojos y te preguntaba si eras sano, si contestabas que sí ibas a la derecha, sino a la izquierda. Los enfermos, chicos y ancianos iban directo a la muerte. Los gasificaban con el famoso Zyklon B. Después los llevaban a los hornos, los que nosotros confundimos con fábricas. Ese fue el destino de mi madre. También me separé de mi hermana de 20 años; luego me enteré que la trasladaron a otro campo, pero no la volví a ver jamás", cuenta Silvio.

De allí los llevaron a los baños. Les cortaron el pelo y le dejaron una franja de tres centímetros afeitada en el centro de la cabeza, para identificarlos si escapaban. "No sé para qué, porque era imposible salir de ahí. Nos dieron ropa rayada -como éramos judíos nuestras camisas tenían una franja amarilla-. Mi número era el 79.150. Después nos llevaron a las barracas, con cuchetas y colchones de cuatro centímetros. De día estábamos todo el día afuera, con el frío que hacía, y de noche nos entraban", recuerda Silvio, que en ese entonces tenía 19 años. La ración en cada comida era de un litro de cebada, un pan de unos 25 centímetros y 50 gramos de margarina para repartir entre diez.

Tras pasar 20 días en Auschwitz, él y miles de sus compañeros fueron trasladados a otro campo de exterminio: Mauthausen, en Austria; y tres días después a otro: Gusen, en el mismo país. Fue allí donde vivió el peor suplicio. Pese a las pocas raciones de comida los prisioneros debían estar en pie cada día a las cinco de la mañana, para cumplir con entre 10 y 12 horas de trabajo en la fábrica de aviones Messerschmitt, del ejército alemán. Silvio cargaba todo el día bolsas de cemento con la amenaza de que, si una se caía, le pegarían un tiro. "Vi como mataban a cientos", relata.

Luego le dieron la tarea de extraer material, querían ampliar la fábrica. "Un día estaba muy cansado y me dormí sobre la pala. Pasó un SS, alto, delgado, que ya había estado en el frente y le faltaba un brazo, y me gritó: `¡Judío, vení acá! ¿Estás durmiendo?` Le contesté que sí, que estaba muy cansado. Me pidió que me agachara y me pegó con un fierro más de 20 veces en la cabeza. Me caía y cuando me levantaba me volvía a dar. Gracias a mis compañeros que me arrastraron de vuelta pude trabajar al otro día, si no estaba muerto". El que iba a la enfermería no regresaba más.

"Padres morían porque cedían su ración de comida a los hijos, y de todos modos ellos fallecían también -recuerda Silvio-. Muchos se suicidaban, se tiraban contra la cerca electrificada. Y mataban gente todo el tiempo. Te tiraban los perros Ovejeros y Doberman encima y, si no te dejabas morder, te pegaban un tiro. Además estábamos todos mugrientos, los piojos nos caminaban por el cuerpo, por la cabeza no porque la teníamos llena de cemento. Un día, en invierno, vinieron camiones para desinfectar la ropa y nos tuvieron 24 horas desnudos. Muchos se enfermaron y los trasladaron a Mauthausen, donde estaban los crematorios".

Desenlace. En marzo de 1945 el Ejército Rojo rodeaba Berlín y se aprestaban a bombardear la ciudad. Estados Unidos y Gran Bretaña ocupaban gran parte de lo que sería, en tiempos de Guerra Fría, la Alemania Occidental. Ante la inminente derrota, cada vez se asesinaba a más gente en los campos de exterminio. En Gusen, los SS juntaron a los rehenes y los trasladaron a Mauthausen. Cuatro días después, más de 15 mil iniciaron una caminata con destino incierto. "Cientos se cayeron y los metieron en camiones; nunca más se supo de ellos. Caminamos unos 20 kilómetros hasta llegar a una montaña donde habían unas barracas; mucho prisioneros estaban ahí. Nos encerraron en grupos de 15 personas en sitios de menos de dos metros cuadrados. Al que fallecía lo poníamos en el medio, y los SS después lo sacaban", recuerda Silvio.

Estuvieron allí dos meses, hasta que un día los alemanes desaparecieron. "Era de nochecita. No los escuchábamos. Tampoco nos habían ido a buscar para comer. De repente sentimos el ruido de motores y con altavoces empezaron a gritar: `son libres, son libres`. Creíamos que era una trampa, pero eran los americanos. Llorábamos, gritábamos; muchos corrimos hasta la cocina, estaban las cajas de la Cruz Roja llenas de chocolates, algunos comieron tanto que murieron".

De las más de cien familias que vivían en el pueblo de los Packer en Transilvania, tan sólo sobrevivieron tres personas, entre ellos Silvio, que años después viajó a Uruguay, conoció a su mujer, Aída, y decidió no volver a Europa. La Segunda Guerra Mundial dejó 50 millones de víctimas mortales; 11 fueron eliminados en los campos de exterminio y más de la mitad de estos eran judíos.

Tras atravesar el portón de Auschwitz, Iván prometió no derramar una sola lágrima. "No les iba a dar el gusto", le escribió a su abuelo horas después. Con la bandera de Israel en el hombro, y una foto de Silvio en sus manos, relató su historia a quienes lo acompañaron: "Cada vez más gente se sumaba para escuchar. Le conté al mundo de vos: que estás feliz, que decidiste salir adelante. Rompí la promesa y lloré, pero me fui con la frente en alto y el corazón lleno de emociones".

Las cifras

60 Son los sobrevivientes judíos que residen en Uruguay y que están registrados en el Centro Recordatorio del Holocausto.

11 Son los millones de personas que murieron en los campos; seis millones eran judíos. También había gitanos y homosexuales.

1,5 Son los millones de niños que murieron. En Auschwitz todos los que tenían menos de 16 años eran gasificados con Zyklon B.

"Creía que no quedaba nadie vivo"

Cuando las tropas aliadas lo liberaron, luego de pasar un año y tres meses en manos de los nazis, Silvio Packer pesaba 30 kilos. Lo llevaron al Hospital Wels; allí estuvo dos semanas. Tenía esperanzas, pero sabía que era poco factible que tuviera algún familiar vivo.

"Apenas te sentías un poco bien los americanos te daban algunos dólares, ropa y que cada uno se arreglara como pudiera. En esa época te colgabas a los trenes y viajabas; y como estaba cerca de Hungría, y tenía un hermano de mi madre en Budapest, fui para ver si estaba vivo", relata Silvio.

El resto de la historia lo cuenta con los ojos bañados en lágrimas y la voz entrecortada por la emoción. "Cuando llegué fui a una plaza que conocía de niño, que estaba frente a una confitería. Volaba de fiebre y no podía dejar de llorar. La gente se acercó para ver qué me pasaba. Les pregunté por mi tío. Algunos lo conocían y me dijeron que vivía, pero que todavía no había llegado a la ciudad, él estuvo en el campo de Buchenwald. Llamaron a mi tía que sí estaba en la casa. Me sentía enfermo pero tenía una alegría enorme, creía que no quedaba nadie vivo. Cuando vino la abracé; ella me cargó en una carretilla y me llevó al hospital. Allí estuve 40 días, tenía tifus".

Luego que le dieron el alta, y junto a un primo también sobreviviente, Silvio volvió a Transilvania. Ya no estaban los húngaros, su país era de vuelta Rumania. "Ahora los rusos dictaban allá. Me afilié al partido comunista para estar mejor económicamente", cuenta. Tras quedarse un corto tiempo ambos emprendieron viaje hacia las tierras que luego se convertirían en Israel. "Teníamos la esperanza de que se formase el Estado. Anduvimos por Austria e Italia. En un momento vi que iba a ser muy difícil llegar y decidí ir a Francia. Allí me quedé varios años; me fue bien, trabajé como sastre".

Siete años después, en 1952, Silvio llegó a Uruguay. Lo hizo en busca de familiares que estaban en el país desde antes de la guerra. Una prima hermana le presentó a quien es ahora su señora, Aída. "Me gustó tanto el país que me quedé para siempre". Ahora, cuando habla de sus tres hijos, sus seis nietos y su bisnieto, ya no hay más lágrimas en su rostro. "Esta es mi historia, una historia feliz".

"En este caso: ni perdón, ni olvido"

El lunes pasado, a las 10 de la mañana, todos los judíos de Israel pararon sus actividades por dos minutos y sirenas ulularon en el marco del Día de la Memoria del Holocausto. Los autos se detuvieron y los peatones se quedaron quietos en el lugar donde estaban. Escuelas, oficinas y comercios detuvieron sus actividades, y se vieron velas encendidas en toda la ciudad.

Silvio Packer, en Uruguay, relató su experiencia en una conferencia que realizó en el Centro Recordatorio del Holocausto. "Doy muchas charlas en escuelas y liceos durante todo el año. Tengo la esperanza de que, contando lo que me pasó, esto no vuelva a suceder", señala.

"Se calcula que 50 millones de almas fueron exterminadas en la Segunda Guerra Mundial: 20 millones de rusos, seis millones de judíos. ¿Qué podría pasar con una nueva guerra? Países como Irán se están armando y no se sabe para qué. Naciones con presidentes como (Mahmud) Ahmadinejad que se dan el lujo de negar lo que pasó", agrega Silvio.

Para él lo que sucedió es imperdonable. "Jugaron con la gente, con los niños. Me acuerdo de un chico que tenía todos los zapatos rotos y agarró otros sin permiso. Cuando lo descubrieron lo colgaron de los brazos. Después que lo bajaron él gritó: `¡Esta es la cultura alemana!` Y le pegaron un tiro. Todos mirando y no les importó. El Papa estuvo el año pasado en Israel y pidió perdón, pero no existe perdón. En este caso: ni perdón, ni olvido".

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