Octubre rojo

IGNACIO ALCURI

Ya entramos en el mes de octubre, y en pocas semanas llegará el día más esperado por la mayoría de los uruguayos desde el comienzo del año. Puede sentirse en el aire, y alcanza con encender la televisión o sacar la cabeza por la ventana para confirmar este clima que nos invade cada día un poco más, cual ejército alemán avanzando en busca de su ansiado "espacio vital".

Hace rato que la gente solamente habla de cucos, viejos de la bolsa y locos de la motosierra. Los rostros que antes nos eran familiares ahora se ocultan detrás de máscaras, tratando de engañar a la gente, aunque la mayoría de las veces no caigan en la trampa, por sofisticados que sean los disfraces.

Esta es la época en la que los enmascarados salen a recorrer la ciudad, a veces puerta por puerta, buscando el dulce rédito de los incautos uruguayos que les prestan atención. Ya habrán adivinado de lo que estoy hablando.

Halloween, o la Noche de Brujas, una festividad que vino del norte y cada año se instala con más fuerza entre los pequeños niños celestes, que se disfrazan de espantajos y otros fantasmas para conseguir los dulces de los vecinos generosos.

Decí que yo ya estoy viejo y perdí los miedos. Por eso me aburro mucho en octubre. Me embola que las columnas del alumbrado público estén tapadas de calabazas de cartonplast, y que en la radio solamente suenen los jingles de distintos asustadores profesionales, que buscan que uno corra llorando hasta sus regazos.

Además de viejo estoy cansado. No de Halloween, por suerte tenemos Halloween, no me hagan acordar de aquellos años oscuros en los que no podíamos celebrarlo.

Estoy cansado porque a esta altura del año se activa un mecanismo interno que le dice al cuerpo: "hey, tú, muchacho, mira el almanaque". Y allí está octubre, mirándonos fijamente. O lo haría si tuviera ojos.

Eso tendría su parte buena y su parte mala. Si tuviera ojos, podrías dejar al almanaque cuidando la casa, y octubre sería una especie de cámara de seguridad. Esa sería la parte buena.

La mala es que me pondría muy nervioso si tuviera que irme a dormir sabiendo que un pedazo de papel me está mirando desde la pared. Pero dejemos los papiros antropomórficos y volvamos al cansancio primaveral.

Es obligatorio caer rendido a esta altura del año, sin importar si uno pasó los últimos meses hundido en el pluriempleo o hundido en una hamaca paraguaya tomando tragos frutales. Caés, como cuando mirás el reloj y es hora de almorzar. Por más que te hayas bajado una docena de bizcochos, te vienen ganas de almorzar.

Así que aquí estoy, quejándome de dolores musculares, cabeceando a las once de la mañana y cancelando salidas con los muchachos porque "mañana me tengo que levantar temprano". Estoy pensando seriamente en recurrir a los complementos vitamínicos, imaginen mi desesperación.

Pero estábamos hablando de Halloween, no de mí. Si hay algo que no me gusta es hablar de mí. ¿Qué hacer ese día de fines de octubre, cuando los enmascarados salen en patota a buscar nuestras golosinas?

Obrar con libertad. Sólo entregar nuestro preciado premio al monstruito que creamos que se lo merece, y no al que aúlle más fuerte ni al que tenga las mejores historias de terror.

Y si ningún disfraz nos conquista, será cuestión de guardar los caramelos en la heladera. Ya habrá oportunidad de entregarlos en la próxima Noche de Brujas.

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