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IGNACIO ALCURI

Como todos recordarán, esta columna nació con el objetivo de discutir la política macroeconómica del Uruguay, analizando cada decisión del equipo económico y previendo sus repercusiones en la vida del hombre de a pie.

Todo iba bien, recibí el reconocimiento de mis colegas y una beca para profundizar mis estudios en la prestigiosa universidad de La Sorbona. Pero un día, mientras hacía jogging en la rambla de Punta Carretas, fui abducido por unos hombres de negro que andaban en una camioneta.

Enorme fue mi sorpresa cuando entré al vehículo y me encontré con el ministro de Economía, quien me explicó que las predicciones de mi columna eran demasiado acertadas y yo era considerado un ciudadano peligroso. Me dieron un chequezote y desde ese día no puedo hablar de números fuera del recinto del Ministerio. Ni siquiera me dejan jugar al Cinco de Oro.

Fue así que debí reconvertir la columna y empecé a escribir sobre pintura moderna. En cada envío recomendaba un nuevo artista plástico de los estilos más variados.

Todo iba bien, recibí el reconocimiento de mis colegas y media beca en un colegio argentino de Bellas Artes. Pero un día, mientras paseaba mi perro Siberiano por Pocitos, fui interceptado por unos veteranos muy bien vestidos, que me invitaron a tomar un taxi con ellos.

Resultaron ser marchantes, personas que comercian con obras de arte, que se habían asombrado ante mi capacidad para descubrir nuevos talentos. Me contrataron como consultor, sellando el pacto con un fajo de billetes. Después de eso no iba a seguir avivando giles, porque repercutiría directamente sobre mi comisión, y empecé a escribir columnas sobre las películas que veía en el cine. Textos simples, que mezclaban mis conocimientos técnicos con un toque de subjetividad.

Todo iba bien, recibí el reconocimiento de mis colegas y un pase libre para las salas de cine durante los días de semana, exceptuando en el horario central. Hasta que un día, mientras miraba vidrieras en 18 de Julio, se me acercó un pequeño hombrecito, a quien rápidamente identifiqué como un famoso crítico de los noticieros.

Lo había maravillado con mis columnas, las que según él capturaban el gusto de la sociedad, y me pidió humildemente que fuera sus ojos y oídos. Acepté gustoso, y ahora concurro a las salas de cine con regularidad. Él paga el pop y el refresco.

Mi última apuesta para las columnas fue la gastronomía. Comencé a recomendar una receta diferente cada quince días. Puse especial atención en que fueran platos económicos y sabrosos.

Todo iba bien, recibí el reconocimiento de mis colegas y medio kilo de harina leudante en el autoservicio de la esquina. Hasta que un día, mientras esperaba el 183, sentí un fuerte golpe en la cabeza y perdí el conocimiento. Desperté en un depósito abandonado, con magulladuras en todo el cuerpo. Un hombre de pasamontañas se identificó como supermercadista y me explicó lo que sucedía. Mis recetas habían generado el furor en la población, tanto que al otro día de ser publicadas, corrían en masa a prepararlas. Cada ingrediente de las recetas se agotaba en los comercios, dejando un gran stock de otros productos, generando la furia de los comerciantes.

Si están leyendo estas líneas es porque aceptaron enviar al mundo exterior esta carta de despedida. De cualquier manera no voy a pasar tan mal, ya que tengo una compañera de encierro. Seguro la conocen, salía en la tele. Es Bettina, aquella que en los 80` tiraba aromatizador y "poettizaba" el ambiente.

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