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Viste la mesa

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IGNACIO ALCURI

Recuerdo claramente el primer día en que me sentí viejo. Es fácil recordarlo, ya que pasó hace menos de dos semanas, la última Navidad, cuando Papá Noel me trajo un mantel.

Pido perdón por la cacofonía, pero no hay otra forma de describir a la cruel realidad. Papá Noel me trajo un mantel. El gordo regalón, el viejito pascuero, el bonachón que cada año se cuela por la chimenea me dejó en el arbolito una tela con la que cubrir mi mesa a la hora de comer.

Y ni siquiera es un mantel infantil. Tiene un diseño de rayas y colores, igualito al que los adultos utilizan en el almuerzo. Hubiera preferido pasar por un tonto con un mantel de Bob Esponja, que haría juego con la toalla, las sábanas, los muñequitos y el resto de la parafernalia.

Es importante aclarar algo antes de seguir flagelándome por el regalo: necesitaba un mantel. A más de siete meses desde que me mudé, seguía apoyando el plato de la comida sobre un individual de Batman. No me miren así, no pude encontrar un individual de Bob Esponja.

No sabía qué esperar, pero no lo vi venir. Desde que soy pequeño, Noel y los Tres Sabios de Oriente se encargan de vestirme. Pero en pleno diciembre, se me ocurrió recordarle a mi madre que no me había regalado aquel mantel que prometió el día de mi mudanza (cuando me mandó medir la mesa y todo). Esa resultó mi condenación, porque el pedido llegó a oídos de Santa, que lo escucha todo y juzga a todos.

Como Ultratón, pero mucho menos espeluznante y sin el miedo de que un día las máquinas gobiernen la Tierra.

Volviendo al rectángulo de tela más importante en mi vida desde el Santo Sudario en la época en que me obsesioné con el Código Da Vinci, fue como si veinte años me cayeran encima de golpe. Por fin me sentía como alguien de veintiocho.

Pero la cosa no termina con el mantel de Papá Noel. Porque ahora la sociedad me va a pedir que haga un montón de cosas que los adultos hacen. Como pagar las cuentas. Todos esos sobres que pasaron por debajo de mi puerta desde hace siete meses, y que hacen que el living de casa parezca el local abandonado de una galería del Centro.

Otra obligación de la adultez es dejar de usar pantalones cortos. La humanidad está en contra de ellos, especialmente cuando están acompañados por championes y medias blancas hasta la rodilla. Hay una moratoria que llega más o menos hasta los setenta años.

Ahí sí, vuelve a estar permitido usarlos. Para entonces, se usan con medias azules o negras, mientras que las piernas son blancas como el marfil. Va a ser mejor que cambie de tema, porque cuando pienso en las blanquecinas piernas de los ancianos me olvido de todo lo que estaba diciendo. Ya ni me acuerdo por qué empezó todo esto.

Ah, claro, el mantel. ¿Qué me va a dejar Papá Noel el año que viene? ¿Una gabardina color caqui? ¿La suscripción a "Guía Financiera"? ¿Un contador para ayudarme con el cálculo del Impuesto a la Renta de las Personas Físicas?

No le tengo miedo a crecer, ni a los recargos de las mencionadas cuentas sin pagar. Lo que asusta es ese deseo del resto de los adultos, que quieren que uno sea aburrido. Que buscan transformarte en una mezcla de los alumnos del video de "Another Brick in the Wall" con un escribano.

Y que no se me ofendan los escribanos. Yo tengo un amigo escribano. No, esperen. No tengo ninguno. Pero no me molestaría tenerlo. No, esperen...

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