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Turismo Aventura

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IGNACIO ALCURI

Antes llamábamos "Turismo Aventura" a aquellos paquetes ofrecidos por las agencias de viajes que le permitían a uno tirarse en canoa desde un puente, sostenido por una cuerda elástica y con tubos de oxígeno en la espalda para bucear al llegar hasta abajo.

Ahora la aventura parecería ser poner un pie en el Primer Mundo, sorteando toda clase de controles y caprichos de las naciones poderosas.

El mundo cambió el 12 de septiembre de 2001, a la sombra de las abatidas torres. Siguió siendo una aldea global, es cierto, pero con habitantes que trancan su choza con diez cerraduras y gastan fortunas en espiar los movimientos de los vecinos.

Uno de los mayores cambios se dio en la industria aeronáutica, y no es para menos. Los aviones dejaron de ser vehículos confiables que eventualmente eran secuestrados para viajar a Cuba y se convirtieron en gigantescas máquinas de matar, al servicio de cualquier fundamentalista armado con un tenedor de plástico.

Semejante cambio de paradigma (y a uno se le hincha el pecho al utilizar palabras difíciles oídas en facultad, sin estar seguro de utilizarlas bien), obligó a los aeropuertos a poner un sinnúmero de obstáculos al viajero, como aquellas pruebas del Gran Prix que terminaban en el medio del ruedo con la vaquilla, encarnada en este caso por el amable personal de seguridad.

Según la filosofía yanqui del comercio y la comida rápida que a mí me gusta tanto, "el cliente siempre tiene la razón", un lema que dio origen a los departamentos de quejas, los reembolsos de dinero y las garantías semestrales.

Esto no se aplica en las aerolíneas, donde se practica el lema "el cliente siempre es un potencial terrorista" y por eso es tratado como tal.

Ese lápiz puede ser un revólver. Ese cortauñas puede ser un cuchillo. Ese maní con chocolate puede ser una bomba de fragmentación.

Si Ian Fleming hubiera trabajado en un aeropuerto moderno buscando inspiración para sus novelas, James Bond habría fracasado por ser "un disparate de la ciencia ficción".

Después de despachar el equipaje grande en el check-in de cada aerolínea, la gente forma fila frente al detector de metales, con los mismos nervios con los que formaría fila antes de un examen oral tomado por los profesores más inmundos del liceo, y habiéndose rifado más bolillas que en una tarde de bingo en la parroquia.

Al llegar su turno, el viajero deberá dejar en receptáculo todos sus objetos metálicos, el celular, el amor propio, la dignidad y el sentido del humor, particularmente en lo referido al sarcasmo.

Quien intente hacerse el listillo y dejar en evidencia la falta de tacto de los simios con uniforme que allí trabajan, terminará en una celda y sus heridas serán evidencia en un juicio por malos tratos. Juicio que perderá con gloria.

Cuenta la historia que en algunas ocasiones el turista logra llegar al destino que había planificado. Aunque los sociólogos creen que son leyendas para que los niños puedan dormir por las noches. Esto no parece importarle a los cientos y cientos de compatriotas que se estrellan contra las aduanas de los países industrializados, como moscas sudacas golpeando una y otra vez el vidrio del merecido descanso.

Otros opinan que en realidad hay muchos que no van de turismo sino para quedarse, pero esas sí son habladurías de esa gente mala. Que comenta.

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