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Los dos bandos

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C.C.L.

EL SALON des Indépendants de 1906 tuvo dos consecuencias positivas para Matisse y su carrera. Primero, el artista conoció al magnate textil ruso Sergei Ivanovich Shchukin, que tenía 56 años y hacía ocho que coleccionaba arte moderno. Segundo, vendió La alegría de vivir a Leo Stein, un joven de San Francisco, rentista, con una insólita formación recibida en Italia sobre los pintores de iglesias del siglo XIV. Él y su esposa Sarah fueron quienes presentaron entre sí a Matisse y el joven Picasso, que tenía 25 años y hacía tres que estaba en París, sin un marchante y habitando una pieza fría, sórdida y húmeda del edificio conocido como Bateau Lavoir.

Dos cuadros de Matisse, Mujer con sombrero (de 1905) y La alegría de vivir impactaron mucho a Picasso, que aún no había conseguido tanta originalidad ni fuerza cromática en ninguna de sus obras.

En una cena que brindó la familia Matisse, Picasso se enteró del fuerte interés del francés por el arte africano y en toda la noche no pudo casi desprenderse de la estatuilla congolesa Vili, comprada por Henri al tendero Émile Heymann, el primer comerciante parisino que importaba ese tipo de tallas. En breve, esa simple anécdota derivó en el retrato que Picasso hizo de la escritora Gertrude Stein. Después de noventa sesiones, el español nunca había logrado completar el rostro de la dama, como si esperara la ausencia de su modelo para incluir los rasgos de la máscara congolesa.

Matisse también le reveló a Picasso que había comenzado a prestar atención al carácter espontáneo de los dibujos de sus hijos, capaces incluso de inventar colores.

Como consecuencia de este tipo de conversaciones, en 1907 ambos pintores ya aparecen intercambiando lienzos que pintaron con trazos "infantiles". Picasso se quedó con el retrato que Matisse hizo de su hija -de 13 años- Marguerite, cosa que fue vista por los amigos del español como una broma más que alentaba la parodia al pintor francés, y que terminó llegando a convertir el cuadro en blanco de un juego de dardos con ventosas, menos dañinos que los dardos con puntas de acero, pero igualmente reveladores de un fuerte sentimiento de envidia. Era evidente que para Picasso y su pandilla se debía ya prestar atención a Matisse y, en lo posible, copiarle algunas ideas.

En el otoño de 1907, a la par que se realizaba la gran exposición retrospectiva de Cézanne, en el apartamento de Picasso, en el Bateau Lavoir, Matisse vio Las señoritas de Aviñón. Para él, aquel cuadro suponía una burla a toda su lucha. Durante un tiempo, Braque y Derain coincidieron con esa valoración, aunque después ambos dejaron de ser fieles al fauvismo y adhirieron al contramovimiento sin nombre comandado por Picasso. Frente a la inquietud de Matisse, se terminaron por formar dos bandos.

El cuadro Desnudo con decoración de tela -de Picasso- era una respuesta geométrica al Desnudo azul, de Matisse. Con ironía, sintiendo que falsificaban sus ideas, Matisse escribió en una carta:"Pobre, paciente Matisse... Tal vez esté diciendo: ´En mi opinión, el triángulo equilátero es símbolo y manifestación de lo absoluto. Si uno puede conseguir esa absoluta calidad pintando, el resultado sería una obra de arte`. Razón por la cual, la pequeña cabeza loca de Picasso, rápido como un látigo, ardiente como un demonio, loco como una cabra, se va corriendo a su estudio y concibe una enorme mujer desnuda compuesta enteramente de triángulos y la presenta con júbilo".

Pasadas las décadas, la polaridad entre los dos pintores (fomentada por los Stein) derivó en una productividad voluminosa para el arte occidental. A propósito de los fines opuestos y los resultados de cada uno, dice Spurling:"Matisse deseaba una sobriedad alejada lo más posible de las acusaciones de sus detractores de ser un payaso y un charlatán. El papel de payaso, adoptado inicialmente como una medida protectora, se convirtió en algo que Picasso hacía con toda naturalidad".

En el Salón de 1908, Matisse colgó su tercera exposición individual, y el cuadro La mesa roja fue el centro de atención incuestionable. Entonces, los enemigos más encumbrados hicieron silencio. La mayoría reconoció su magisterio. A través de la pintura, Matisse se acercaba a evocar la emoción que le producía la música. Ese año, demostrando su generosidad, invitó al coleccionista ruso Shchukin a ver de cerca Las señoritas de Aviñón.

Después de la Segunda Guerra Mundial, en una de las visitas que Picasso realizó a Matisse, éste lo interrogó a la vez que le mostraba catálogos de Pollock y Motherwell: "¿Qué crees que han incorporado a su pintura que se deba a nosotros? Y en una o dos generaciones, ¿qué pintor llevará todavía una parte nuestra en su corazón como nosotros llevamos una parte de Manet o Cézanne?".

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