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Sombras detrás del árbol

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El País

Juan Pablo Cinelli

TOMANDO LA IDEA de un libro de Umberto Eco, puede decirse que la literatura argentina del siglo XX es un bosque frondoso, cruzado por incontables caminos a través de los cuales se lo puede recorrer de las maneras más disímiles. Un bosque, sin embargo, tapado por un sólo árbol: Borges.

Virtuales desconocidos para el gran público (los no iniciados), fruta prohibida en los programas de estudio, son muchos los autores de aquella época dorada de la literatura en la Argentina -sobre todo quienes conformaron las generaciones de la primera mitad del siglo pasado-, que tanto colegas como crítica se encargan de destacar a la hora del examen de conciencia, pero cuyos libros siguen esfumados detrás del árbol Borges y de su obra devenida en el calibre inalcanzable de las letras argentinas.

De entre todos esos nombres casi secretos, Juan Rodolfo Wilcock es tal vez y en más de un sentido, un caso paradigmático. Señalado por sus pares como un hombre de una inteligencia y un talento superiores, supo construir una obra vigorosa y de una excéntrica originalidad dentro del universo de la literatura argentina, que curiosamente ha sido poco difundida y casi nadie conoce. Del mismo modo, muchos detalles de su vida, erosionada por la fuerza del olvido, la han vuelto de cierta forma conjetural y los fragmentos sueltos difícilmente pueden rastrearse con precisión.

Sus libros no existen ni en las librerías de usados, y algunos libreros necesitan escuchar su nombre varias veces para admitir que no saben quién es. Las editoriales han saldado las ediciones y no tienen proyectado reimprimirlas, y allí en donde se supone que alguien lo ha conocido, no tardará en aparecer el desengaño. Ir por Buenos Aires tras los pasos de Wilcock significa terminar en una iglesia en donde Perón todavía se llama Cangallo, o escuchar uno de sus poemas por teléfono, de labios de un viejo poeta admirado y nostálgico.

Todo es posible. Todo, menos Wilcock.

EL HIJO DILECTO. Nacido en 1919, J. Rodolfo Wilcock creció literariamente siendo el niño mimado de aquel trío de depredadores talentosos que conformaban Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Es al amparo de ellos que Wilcock publica su obra poética en Buenos Aires, una obra que incluye seis libros editados entre los años 1940 y 1953, escritos en estilo neorromántico, que si bien para la época ya era una estética casi perimida, le permiten ganar un prestigio como poeta que aún hoy se mantiene vigente. Horacio Armani, poeta, periodista y crítico literario, considera a Los hermosos días como uno de los libros más extraordinarios de la poesía argentina. Lo mismo Hector Bianciotti. Sin embargo, como sucede con tantos escritores, Wilcock acaba renegando de aquellos primeros libros. El poeta Antonio Requeni conserva una edición de Libro de poemas y canciones, el primero de los libros de Wilcock, firmado y dedicado de puño y letra por él: "Para Antonio Requeni, este libro abominable."

Borges solía decir que la ausencia de camellos en el Corán confirmaba su origen árabe. Siguiendo esa lógica, una prueba del sentimiento de paridad que unía a Silvina, Bioy y Borges con Wilcock, es la casi completa ausencia de comentarios respecto de él en los diarios íntimos de Bioy, recientemente extractados y publicados, y en los que el propio Bioy desnuda la cruel intimidad con que solían juzgar a sus colegas.

De aquella época se destaca sobre todo la intensa relación con Silvina Ocampo, una comunión casi simbiótica que con el tiempo derivaría en algunos significativos puntos de contacto entre sus obras. Tanto que, así como resulta inevitable relacionar las obras de Borges y Bioy -por amistad, por caracteres de estilo y por sus trabajos en colaboración-, por los mismos motivos se puede relacionar la prosa de Silvina con la de Wilcock. Fruto literario concreto de esa unión es Los traidores, pieza teatral de trasfondo antiperonista similar al de "La fiesta del monstruo", aquel relato clandestino que Borges y Bioy escribieran cerca de 1947 y publicaran en Marcha de Montevideo, tras la caída de Perón en 1955. Los traidores, escrita en colaboración, fue reeditada por Wilcock en Italia años después, pero según asegura Guillermo Piro, periodista, escritor y uno de los traductores al español de la obra italiana de Wilcock, lo hizo omitiendo el nombre de Silvina. Una muestra de su carácter extraño y ciclotímico.

LOS HIJOS PRÓDIGOS. Como en la mayoría de las áreas de la vida social en la Argentina, el advenimiento de Juan Domingo Perón también significó un hito importante dentro del campo de las letras. Así como algunos escritores de la generación del ´40, o Leopoldo Marechal como representante de la generación anterior, mostraron su acuerdo con la doctrina peronista, otra parte importante del mundo intelectual, con Borges y su grupo a la cabeza, se mostró disconforme con el perfil autoritario con que aquel gobierno se manejó en algunas áreas. Los de este último grupo solían organizar tertulias en la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), con custodia policial en la entrada, en las que el humor era utilizado como forma de resistencia.

Wilcock deja la Argentina a comienzos de los ´50 en ese contexto, y tras varios vaivenes por algunas ciudades de Europa con intenciones serias de instalarse allí, se radica en Italia de manera definitiva entre 1956 y 1957, luego de un regreso fugaz a Buenos Aires tras la caída de Perón. En sus primeros años en Italia, Wilcock utiliza su capacidad con los idiomas para vivir de la traducción, oficio que ya había desempeñado en la Argentina e Inglaterra. Hablaba como lenguas propias tanto el inglés como el italiano, y con igual fluidez el francés y el alemán. Su trabajo durante esta etapa es notable e incluye entre otras, la traducción al italiano de la obra de Shakespeare. Con el prestigio ganado comenzó a publicar relatos en diferentes medios de Italia, la mayoría de ellos ya editados en español en reconocidas publicaciones de la Argentina e Hispanoamérica. La recopilación de estas versiones italianas se publicó bajó el nombre de Il caos.

Aunque no se trata de un exilio, su salida adquiere significación política en el marco de la emigración de un importante grupo de escritores e intelectuales (Héctor Bianciotti -que partió junto a Wilcock-, María Elena Walsh, el mismo Cortázar y otros), y que alcanza a reflejarse en varios de los textos que componen El caos. Algunos incluyen referencias directas, como "Felicidad", y otros, alusiones más sutiles que requieren de una mayor atención ("Casandra").

Pero la mudanza será aún más elocuente como primera manifestación de un cambio de eje fundamental dentro de su obra. Antonio Requeni suele contar que encontró a Wilcock en un colectivo algunos días antes de su partida, y que éste le confesó que se iba a Italia a escribir en italiano, porque "el castellano no da para más". Una afirmación que podría pasar por una humorada propia de la acidez de su carácter, o hasta por una muestra de menosprecio estético por la obra de sus cogeneracionales (un rasgo en común con sus tres amigos ilustres), si en realidad no constituyera una de las claves para entender su obra posterior.

PASAJERO DE LA LENGUA. Se ha comparado el caso de Wilcock con el de otros escritores que desarrollaron una obra fuera de los límites de la lengua materna (aunque en Wilcock, de padre inglés y madre de origen italiano, sea un poco más complejo definir a cuál de todos sus idiomas posibles corresponde esa categoría). Más afín a las literaturas bilingües de Nabokov o Beckett, que a Joseph Conrad o Elías Canetti, es notable que en el caso de Wilcock este cambio lingüístico coincida además con un cambio de género y hasta de estilo.

Lejos de la poesía que deja en Buenos Aires, la pluma de su etapa italiana se desliza sobre la prosa sin perder la elegancia, pero con un discurrir filoso y poco aferrado a convenciones de estilo, que si bien mantiene algunos puntos de contacto con la pieza Los traidores (y más todavía con la prosa de Silvina Ocampo), en nada tiene que ver con lo casi clásico, casi romántico de sus seis poemarios argentinos.

Este cambio radical es quizá el misterio más grande de la obra de Wilcock, una incógnita que la anécdota de Requeni apenas alcanza a rozar de manera superficial. Wilcock abundará tiempo después sobre el mismo argumento: "como escritor europeo elegí el italiano para expresarme porque es la lengua que más se parece al latín (quizá el español es más parecido, pero el público español es apenas el espectro de un fantasma)". Un concepto que no sólo reafirma la teoría borgeana acerca del origen de los argentinos, sino que además revela el carácter poco prestigioso que tenía para él la literatura castellana.

A pesar de esto, Guillermo Piro explica que es extraño leer los textos de Wilcock en italiano, precisamente porque en ellos utiliza estructuras y construcciones muy propias del español rioplatense, adaptadas a la nueva lengua. Este recurso curioso, completa Piro, hacen que su prosa suene a la vez rara y elegante al oído del lector italiano.

Todo esto aporta algunos indicios acerca del cambio de lengua en la obra de Wilcock, pero de ninguna manera alcanza para explicar el todavía más notable cambio de género, ni a revelar qué verdadera relación puede haber entre ellos. Explorando la bibliografía de Wilcock aparecerán algunos puntos de interés.

En el fragmento de El templo etrusco, Wilcock pone en boca de uno de sus personajes -la madre del protagonista le transmite antes de morir la sabiduría que ella recibió de sus padres- un epigrama que explica por qué un cambio de lengua comprende un cambio de reglas, hecho que se cumple a la perfección en su propia obra. Abandonada la lengua original, con ella se quedan todos los recursos aprehendidos que ayudaron a forjar una literatura particular. El cambio involucra necesariamente una forma de olvido, un olvido de orden estético. Y si toda memoria perdida es irrecuperable, el artista amnésico deberá rearmarse en el nuevo universo de otra lengua, en un proceso que se parece mucho al nacimiento de un artista nuevo.

En esa misma dirección, en "El nuevo mundo no quiere artistas" (Hechos inquietantes, pág.123; Ed. Sudamericana), escribe que los artistas de América, cuando huyen a Europa, se ven obligados a "volver a armar el alma que ha sido desarmada", ya que "ser artista significa […] volver atrás, […] traicionar, ser derrotados…". Una conciencia absoluta de que la vitalidad del artista reside en una búsqueda irreductible, en la constante re-creación estética, en esa sucesión de olvidos, negaciones y refundaciones de la que está hecha la historia del arte.

LOS QUE RÍEN CON LA MUERTE. "Desde muy chico me atrajo la filosofía. Debo confesar que padezco algunos impedimentos físicos -por ejemplo en una mano tengo tres dedos y en la otra, por desgracia la derecha, solamente dos, lo que entre otras cosas me impidió aprender piano, como hubiera sido mi deseo- …". Este comienzo de El caos es un ejemplo perfecto de cómo debe comenzarse un cuento. Sólo dos frases necesita Wilcock para capturar al lector de manera definitiva, guiando su atención a partir de la combinación de varios elementos que despiertan su curiosidad y propician de manera eficiente un contacto íntimo con el protagonista/narrador: perplejidad, piedad, rechazo, placer.

La perplejidad resulta del carácter simple del protagonista, que se trasluce en esa oposición entre sus deseos y la realidad. Es en efecto inquietante que la deformidad sea vista por él apenas como un impedimento para una actividad tan compleja, lejana y hasta banal por contraste, aunque ineludiblemente humana en tanto arte-facto, como tocar el piano, y no como una inutilidad física absoluta (que será cada vez más aberrante a medida que el relato avance), al punto de resultar en la virtual anulación de su humanidad. Claro que a partir del psicoanálisis podría afirmarse que los deseos son el motor del hombre, y que será precisamente desde ese deseo y de su interés por la filosofía, últimos vestigios de esa humanidad, que el protagonista intentará encontrar un pattern dentro del caos, principio que según cree es el que rige a la creación, sin ser consciente de que lo que busca en definitiva no es sino un argumento para explicar y justificar su propia constitución caótica.

Por empatía, esta comprensión devendrá piedad, al trasladar el lector sobre sí mismo, los sufrimientos que el protagonista va acumulando. Pero no tardará en volverse rechazo, ante la amenaza de lo monstruoso y de la evidente ineptitud. Wilcock utiliza esos sentimientos para provocar al lector, a partir de forzar lo real todavía más allá de los límites en donde se detienen, por ejemplo, las ficciones de Borges o de Bioy.

Al final, ya sin barreras morales que contengan el goce sádico, se volverán gratos tanto el sufrimiento del engendro, como el posterior aprendizaje que lo llevará a subvertir el esquema de la realidad, de la cual ha sido hasta ese momento víctima unigénita, para convertir en norma, en ley universal, su propio dolor. Frente a la imposibilidad de rehacerse a sí mismo a imagen del mundo observado, su ley empujará a la realidad hasta conseguir que sea ella la que acabe contrahecha.

Gran parte de la obra en prosa de Wilcock, ya escrita por completo en italiano, se encuentra construida sobre estos pilares. Desde El Caos a La boda de Hitler y María Antonieta en el Infierno (uno de sus libros escritos en colaboración con el escritor y periodista italiano Francesco Fantasía, un nombre que parece inventado por el propio Wilcock), su bibliografía se apoya firmemente sobre una crueldad arraigada en la liberación o la ausencia de mecanismos de represión; sobre la burla elegante y feroz; sobre el desborde de lo absurdo derramándose encima de la cómoda realidad; en el canto filoso de la ironía; en un sentido del humor salvaje.

En su libro Literaturas indigentes y placeres bajos, Reinaldo Laddaga señala que es a partir de recursos como éstos, excéntricos respecto de los cánones habituales dentro de los cuales se mueve la mayoría de los escritores de la región, pero también de aquellos a quienes se considera innovadores, como Cortázar u Octavio Paz, que el carácter extraño de la prosa de Wilcock se vuelve familiar con la de otros artistas latinoamericanos, como Felisberto Hernández y Virgilio Piñera.

Sin embargo, la mayor afinidad de la obra de Wilcock se da con la de su mentora y amiga Silvina Ocampo. Daniel Balderston, en su ensayo "Los cuentos crueles de Silvina Ocampo y Juan Rodolfo Wilcock", afirma que "el sadismo […] lleva a estos dos escritores a abandonar una estética en que la belleza se ve como algo decoroso, lujoso, discreto, para plantear la posibilidad de otra belleza, estrechamente ligada al horror".

EL PASADO Y EL FUTURO: EPÍLOGO. "Con Silvina y Borges discutimos libros que podríamos intentar. Descartamos una Historia de la literatura argentina: con gente viva, es imposible. […] Bioy: Silvina quiere que escribamos la Historia para que exaltemos a Wilcock. Borges: Ya me lo sospechaba…", cuenta Adolfo Bioy Casares en Borges, (Ed. Destino).

Es inevitable que la prosa de Wilcock evoque al Ambrose Bierce de El club de los parricidas. Es grato reconocer que sus universos son menos dispares de los de Gombrowicz de lo que los prejuicios pretenden, o detectar su influencia en el trazo desbocado y obsceno de César Aira. En su carácter de eslabón perdido está la importancia de su obra.

Cada cultura es responsable de mantener con vida su propia memoria. Y la obra de J. Rodolfo Wilcock no puede ni debe seguir perdida en la media sombra de la indiferencia. Sencillamente porque no lo merece, en eso todos coinciden. La suya es una ausencia grosera en el mapa de la literatura de la Argentina, un país en donde esa mala costumbre del olvido ya intentó tapar con alfombras muchas astillas dolorosas y necesarias.

Los libros

Poesía

Libro de poemas y canciones, 1940. Ensayos de poesía lírica, 1945. Persecución de las musas menores, 1945. Paseo sentimental, 1946. Los hermosos días, 1946. Sexto, 1953. La parola morte, 1968. Italie nisches Liederbuch 34 oiesue d`amore, 1974.

Prosa

El caos, 1960. Hechos inquietantes, 1961. Luoghi comuni, 1961. El estereoscopio de los solitarios, 1972. El templo etrusco, 1973. Los dos indios alegres, 1973. Parsifal, 1974. La sinagoga de los iconoclastas, 1972. El ingeniero, 1975. El libro de los monstruos, 1978.

(Wilcock reeditado en castellano está sobre todo en Sudamericana y Emecé; también en Losada y Anagrama).

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