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El país sin sombras

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Hugo Fontana

En 1771 el expedicionario Samuel Hearne se internó en los confines del Círculo Polar Ártico en busca de enormes yacimientos de cobre, guiado por un grupo de indígenas del norte de Canadá. Cuando llegaron a las cataratas del río Coppermine, estos divisaron a un numeroso grupo de esquimales, y desataron sobre ellos una feroz matanza que no dejó ningún sobreviviente entre los indefensos atacados. "Sorprendieron a las pobres y desafortunadas víctimas mientras dormían, por lo que no tuvieron tiempo ni fuerzas para resistirse", contó Hearne. Desde entonces el lugar se conoce como Bloody Falls y en la misma zona, en 1913, dos misioneros católicos franceses, Jean-Baptiste Rouvière y Guillaume Le-Roux, fueron asesinados en un confuso incidente por dos esquimales, Sinnisiak y Uluksuk, los primeros de estos aborígenes en ser sometidos, dos años más tarde, en las ciudades de Edmonton y Calgary, a un tribunal de la corona británica. La peripecia de todos ellos y de los integrantes de la Real Policía Montada de Canadá encargados de detenerlos y de llevarlos ante la Justicia, fue investigada en un apasionante volumen firmado por McKay Jenkins, un estadounidense doctorado en filología inglesa en la Universidad de Princeton, quien ha emprendido y publicado otros trabajos, por ejemplo sobre la participación de los primeros soldados yanquis en la Europa de Hitler o el racismo, el sexo y la literatura de los 40 en el Deep South de su país.

Con exhaustivos detalles, Jenkins pinta escenarios y personajes que convirtieron la llegada del hombre blanco a territorio esquimal en una dudosa, cuando no equívoca gesta. Las riquezas naturales motivaron el arribo de múltiples aventureros; las ciencias humanas justificaron los viajes de antropólogos e investigadores; las disputas por la supremacía evangelizadora entre las iglesias católica y anglicana terminaron por decidir las incursiones de misioneros cuyo objetivo central era llevar la palabra de Dios y de La Biblia a un puñado de seres que, obviamente, jamás la habían solicitado. En medio de toda esta suerte de avalancha de occidentales sobre un gigantesco territorio poco explorado es que se desarrolla la tragedia contada en este formidable libro.

El largo invierno. Aunque bastante en desuso, la palabra "esquimal" quiere decir "hombre que come carne cruda". Los millares de habitantes del confín más frío del planeta se habían establecido allí desde hace unos cinco mil años, poblando además algunas zonas de Alaska y de la Siberia. No tenían jefes: sólo se distinguían entre sí por sus habilidades a la hora de pescar, cazar o construir los refugios que les permitían tolerar temperaturas que en algunas épocas del año llegan a los 50 grados bajo cero. No tenían sacerdotes: desconocían el concepto de Dios aunque sí respetaban fervientemente la palabra de los llamados "chamanes", individuos capaces de predecir el futuro o curar algunas enfermedades. Su dieta no excedía de la carne de caribú, la grasa de foca, el insumo de truchas y salmones. No ingerían vegetales en una tierra desprovista hasta de árboles. Nómades por necesidad, parecían siempre felices o resultaba extraño observarlos acongojados. Salvo excepciones, eran monogámicos y fieles. Casi nunca robaban. Podrían haber seguido viviendo como vivían hasta la misma eternidad.

En la segunda mitad del siglo XVIII comenzaron a recibir extrañas visitas de hombres barbados, de piel clara. "El habla humana tiene ciento cuarenta sonidos diferenciados. Los noruegos utilizan sesenta, los esquimales cincuenta y los angloparlantes cuarenta", dice Jenkins, en tanto enfatiza que los esquimales podían llegar a usar veintisiete formas distintas de un sustantivo, ya que "para los nativos árticos la precisión era un factor de sobrevivencia". A pesar de las grandes diferencias de lenguaje, recibieron a los visitantes primero con asombro pero de inmediato supieron brindarles hospitalidad, simpatía y confianza. Sus principales enemigos, además de las condiciones climáticas, eran las tribus de indios que a veces llegaban hasta sus tierras tras la caza del caribú. Debían soportar no solo el frío del invierno, sino la total falta de luz solar entre fines de noviembre y mediados de febrero, lo que muchas veces les provocaba una enfermedad que ellos mismos llamaban perleromeq, una depresión aguda con síntomas de psicosis, "un foco de rabia y angustia" que entre sus familiares lograban controlar pero que devastaba a todos los recién llegados. Síntomas similares debieron soportar los misioneros Rouvière y Le-Roux, el primero un padre calmo y conciliador, el segundo, un sacerdote antipático e irascible.

Civilización y barbarie. Rouvière fue el primero en llegar a los lejanos asentamientos árticos, con el permiso y la bendición del obispo Gabriel Breynant y la ayuda de John Hornby, mezcla de adelantado, aventurero y comerciante, experto en el terreno, en el vínculo con los nativos y en su intrincado y casi indescifrable lenguaje. A bordo de precarias embarcaciones, supo atravesar el río McKenzie o el gran Lake Bear, adentrándose en latitudes que jamás habían sido pisadas por otros hombres que los propios esquimales. Cargaba esa inconsulta palabra eclesiástica pero fue estableciendo buenas conexiones entre los grupos de esquimales y su convencida vocación. Realizó varios viajes, cargado de víveres para sobrevivir varios meses, levantando cabañas en uno y otro lugar, conviviendo durante largas temporadas con los esquimales, hasta que en su última travesía recibió la compañía de Le-Roux. Pero entonces todo empezó a andar mal. En 1914, Breynant, alarmado ante la falta de noticias de sus dos misioneros, alertó a la policía. Un grupo bajo el comando de Denny LaNauze partió en busca de los dos sacerdotes; poco después de cruzarse con una tribu de esquimales pudo enterarse del asesinato de Rouvière y Le-Roux y de la confesión que Sinnisiak y Uluksuk habían hecho ante sus parientes y amigos. No demoraron en dar con sus paraderos, aunque sí tardaron mucho más -miles de kilómetros por agua y helada tierra- en llevarlos ante un tribunal que los juzgó. Jenkins transcribe buena parte de lo ocurrido en los juicios, tanto las palabras del fiscal como las del abogado defensor y el magistrado, en las que se enfrentan dos concepciones adversas de la cultura y el progreso.

El fallo final se formuló a fines de 1917. Para ese entonces, en Europa, la gran guerra seguía cobrando miles de víctimas en uno de los conflictos más sangrientos que recuerda la historia del hombre. Sinnisiak y Uluksuk asistieron a una puesta en escena donde muchos creyeron que se estaba debatiendo la distancia entre la civilización y la barbarie.

LAS CATARATAS DEL COPPERMINE. Crimen y locura en el Ártico. 1913, de McKay Jenkins. Barcelona. Editorial Océano, 2008. Distribuye Océano. 293 págs.

ENTRE 1769 y 1868 se subastaron en Londres millones de pieles de zorro, lince, oso, lobo, visón, castor, marta y otros animales de la región, cuya explotación estaba en manos de tres compañías de origen británico. Las faenas eran breves y le significaban verdaderas fortunas a los modernos depredadores.

Pero pronto se empezaron a evidenciar otras secuelas de la avanzada occidental. En un año, entre 1734 y 1735, la viruela mató a miles de esquimales en Groenlandia y en la península del Labrador. También causaron estragos otras enfermedades hasta entonces desconocidas en aquellas vastas tierras y transmitidas por los blancos, entre ellas la gripe, la tuberculosis y la meningitis, culpables de reducir en algunos casos hasta en un 90% a las poblaciones autóctonas.

En 2002, mientras escribía su libro, Jenkins visitó la localidad portuaria de Kugluktuk, donde se han asentados muchos esquimales. Los registros de alcoholismo y diabetes son alarmantes, pero, según nuestro autor, el lugar "tiene todos los problemas de una gran ciudad: SIDA, cáncer, violencia doméstica, drogodependencia, contaminación (...) y calentamiento global, que está alterando las estaciones en que el hielo se derrite y cambiando los ciclos migratorios de los caribús". Autoridades públicas y eclesiales también deben enfrentar otro flagelo antes desconocido en la cultura esquimal y hoy sumamente expandido: el suicidio.

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