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Como un fraile en su fe

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Jorge Abbondanza

La primera condición es haber visto mucho cine y recordarlo prolijamente. La segunda es tener sensibilidad para los lenguajes visuales, ser capaz de registrar el valor de las imágenes y descubrir las ideas que encierran. La tercera es disponer de capacidad para observar los mecanismos narrativos que enlazan esas imágenes y confieren a una película su interés y su riqueza. La cuarta es saber engarzar esa película en un medio determinado, un sistema de producción, un período, una corriente expresiva, una cultura, una carrera personal y un estilo, para medir debidamente sus alcances, aciertos o errores. La quinta es organizar esos puntos de referencia y jugar con ellos para extraer conclusiones que ayuden a regular una opinión. La sexta es saber comunicarse con el lector mediante una prosa ordenada y clara, de manera de orientarlo -y si es posible iluminarlo- en lugar de imponerle un punto de vista, para contribuir así a que desarrolle su propia capacidad de juicio. Esas y otras cualidades que son importantes en un crítico cinematográfico, acompañan a Jaime Costa en El cine tal cual era, el libro de memorias y recopilaciones que acaba de presentar.

La mitad inicial de ese libro (que es el segundo que publica, luego de La comedia musical) evoca sus entusiasmos juveniles como espectador maravillado e insaciable. Nacido en Melo en 1942, Costa inauguró a los 10 años sus cuadernos de aficionado en los que anotó minuciosamente todas las películas que veía, una constancia que con el paso del tiempo completaría con datos cada día más abundantes, desde título original, director e intérpretes hasta procedencia y fecha de realización. Ese precoz filatelismo era sólo una parte de su fervor, que se alimentaba de largas matinés y de cuanta programación se pusiera al alcance de su curiosidad y su disfrute, que por lo visto eran baterías inagotables.

Radicado en Montevideo con su familia desde 1946, tuvo la buena suerte de crecer cuando esta ciudad contaba con más de cien cines y cuando las películas pasaban luego de su estreno céntrico a las salas de cruce y por último a los cines de barrio, largo itinerario que permitía en cualquier momento volver a verlas, oportunidad muy aprovechada por este maniático que no se cansaba de ver por tercera o cuarta vez lo que ya había visto.

EL DESVELO. No estaba solo en su devoción, porque alcanzó a conocer la última década (los años 50) de una dilatada época en que el cine era el pasatiempo apasionado y único para un público incondicional que atestaba las salas y más tarde tropezaría con la arremetida de la televisión, el crepúsculo de aquellos auges, la crisis económica de este país, las plateas vacías y el cierre gradual de la mayor parte de aquel enorme circuito montevideano, naufragio que también afectó a las ciudades del interior.

Como señala Costa oportunamente, 1953 fue el año culminante de las antiguas glorias, porque en la ciudad se vendieron más de 19 millones de entradas al cine, cantidad que no se repitió antes ni después. Sin embargo no era una cifra inusitada para un período en que los amantes del cine se metían todos los días en alguna sala. Quien esto escribe comenzó a ejercitar la crítica en aquella década y solía ver tres estrenos los lunes y otros tres los martes, dejando para el miércoles alguno más que hubiera quedado por el camino. Conviene decirlo para que Costa compruebe que estaba bien acompañado en su desenfreno, ahora que sabemos que aquellas fiebres no se repetirán.

Esos capítulos iniciales de su libro son tan escrupulosos que hasta registran el número exacto de estrenos y revisiones que el autor veía por año, a medida que el paso del tiempo le permitía afianzar su admiración por algunas estrellas (Judy Garland, Richard Widmark) o algunos directores (Wyler, Hitchcock) seleccionando además en cada temporada los momentos culminantes -un gesto, un encuadre, una canción- como si todo ello le sirviera no sólo para compartir sus goces, sino también para que no muriera el viejo afán apuntador de sus cuadernos de infancia. Cuando en la vida se alcanza una etapa de madurez, en la que el pasado ya es una esfera distante, crece la necesidad de recapitular para que la memoria no se desvanezca y las cosas que van quedando atrás no se escapen del todo. Por eso alguna gente lleva un diario personal o se embarca en una autobiografía. Con encantadora modestia, Costa prefiere recordar todo el cine que vio, poner en primer plano esa experiencia y recién entonces colocar su propia estampa en el portarretrato de celuloide.

LA AVALANCHA. Posiblemente el lector que no sea un enardecido espectador cinematográfico, se indigeste con la avalancha de títulos, nombres, fechas y sellos que el autor enumera con indomable detalle. Pero esa desmesura es la constancia de una pasión que no ha disminuido con los años, en medio de la cual Costa tiene la estrategia de anotar muchas otras cosas que ocurrían en el país a medida que una sociedad estable y confiada se internaba en etapas donde el clima social y político fue enrareciéndose y más tarde se hizo pedazos. Eso sirve para descubrir que un hombre tan devorado por su relación con las películas, era también un individuo atento a la realidad en que vivía. Tal inquietud le sirvió para incorporarse y luego militar celosamente en cineclubes y cinematecas, ingresando por fin al periodismo donde su faena crítica ha mostrado no solamente un apego por ciertos fulgores del cine de Hollywood, sino además su frenético gusto por algún género como el musical (en especial el de la Metro) un terreno donde ha sabido adorar las acrobacias de Gene Kelly y las piernas de Cyd Charisse, entre otros caracoleos que no perdió de vista a lo largo de medio siglo.

La segunda parte del libro, empero, es la mejor. Porque allí Costa incluye algunas grandes notas que ha dedicado a personalidades como Cukor, Marlene, Howard Hawks o George Stevens. Ese material había aparecido en diarios y publicaciones especializadas de Montevideo (El País Cultural, por ejemplo) a medida que crecía su desempeño como crítico. Allí constan la sensatez, la soltura de estilo, la erudición y la agudeza -sin excluir el buen humor- con que este colega ha sabido expresarse para que el lector comparta sus deleites y aprenda unas cuantas cosas sobre la gente de cine y mayormente sobre Hollywood.

Si faltaba algo, al final del tomo hay 24 páginas donde un índice alfabético ubica todas las películas mencionadas anteriormente, como le gustaba a H.A.T., maestro al que dedica su libro. Cabe agregar que hay un error en la inmensa lista de títulos en español que se enumeran, con lo cual ese índice resulta casi perfecto. Pero por todo concepto es un placer leer a Costa, y seguramente para él también fue un placer escribir esos textos, teniendo en cuenta que ha vivido en su oficio -como diría Addison De Witt- igual que un fraile en su fe. EL CINE TAL CUAL ERA. Recuerdos desde la butaca, de Jaime E. Costa. Fin de Siglo, colección Búsqueda. 2008. Montevideo. 315 págs.

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