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Un arte bastardo

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En los últimos diez años, el hombre estadounidense ha visto tantas piernas femeninas que ahora su visión lo excita tanto como una zanahoria en un puesto de verduras", escribió un crítico neoyorquino en 1923. El comentario venía a cuenta de la invasión de espectáculos de music-hall en las ciudades de Estados Unidos, generando una suerte de "destape" en medio del tedio puritano, pero también se hacía eco de un reclamo masculino que, en los albores de la Era del Jazz, gritaba que ya era hora de mostrar más piel. Ese mismo año se estrenaba Artists and Models, una revista de varieté que se animaba a renovar el paisaje con el primer topless sobre los escenarios nacionales. Esta vez pasarían muchos años para que la visión de los pechos y demás encantos femeninos perdieran interés en la libido norteamericana, en parte porque ante cada escándalo la censura obligaba a retroceder varios casilleros, y en parte porque mantener el suspenso entre lo que se muestra y lo que se oculta era la propia esencia de un arte bastardo, el striptease.

Aunque parecieran enemigos naturales, la censura y el striptease compartían un mismo destino: el retardo de lo inevitable. Tal vez allí, en ese tira-y-afloja, se encuentre la clave de la supervivencia de una forma del entretenimiento que en Estados Unidos tuvo rasgos particulares, inseparables de su idiosincrasia bipolar: progresista en los negocios y conservadora en lo moral. Una tímida versión del desparpajo de la París libertina, el striptease americano se convirtió en la vedette -valga la redundancia- de la ostentosa industria del music-hall, el varieté y el vaudeville que pobló los teatros en la primera mitad del siglo XX, y fue la piedra de toque para la fundación de un sub-género proletario y zafado, el burlesque. Con sus códigos, sus transformaciones, su popularidad fluctuante, sus censores y sus pintorescas divas, el striptease conformó un mundo aparte en el ambiente del espectáculo, hasta que la eclosión de la llamada "revolución sexual", a fines de la década del 60, transformó la desnudez total en otra zanahoria del puesto de verduras.

DETRÁS DEL TELÓN. El accidentado periplo que atravesó ese oficio conforma la columna vertebral de Striptease: The Untold History of the Girlie Show (Oxford University Press), una exhaustiva investigación a cargo de la profesora Rachel Shteir, directora del Programa de Dramaturgia y Crítica Dramática de la Universidad DePaul, en Chicago. Si bien el libro comparte la perspectiva excluyente, casi endogámica, que domina a buena parte de la producción académica (sobre todo la que abreva en la cultura popular), se desmarca de ésta por obra de una curiosa celebración feminista del striptease. O mejor dicho, posfeminista. "Como parte de una revolución cultural más abarcadora, el striptease contribuyó a derrotar la herencia victoriana y afirmó la separación estética entre hombres y mujeres de todas las clases sociales", afirma Shteir. Y agrega: "En la Era del Jazz (...), el striptease ofreció a las mujeres un medio de expresión individual, más marcado que en otras formas del arte popular (y les) permitió ser más directas y modernas acerca de su sexualidad".

La autora vuelve una y otra vez sobre esa hipótesis liberadora, aún cuando admite que durante largos períodos las cultoras del striptease padecieron un trato esclavizante por parte de los empresarios, o directamente se vieron empujadas a las fauces de los gangsters y la prostitución. No hay constancia de que siempre haya sido así y, según Shteir, la ética profesional de las strippers solía ser más intachable que la de muchas colegas del espectáculo, actrices incluidas, pero es innegable que se movían en un clima vicioso y, a menudo, lo motivaban. No obstante, Shteir se empeña graciosamente en saludar a las strippers como impulsoras de modas y costumbres que, más temprano que tarde, contribuyeron a la creación de una nueva identidad femenina, desde el abandono del corset y la adopción de vestimentas más cómodas, hasta la asunción de un rol público y -sobre todo- privado que contemplaba la aceptación del cuerpo y las estrategias de la seducción.

Bajo esa lupa, las figuras que poblaron la historia del striptease son presentadas como auténticas heroínas. En el origen estuvo una tal Mme. Francisque Hutin, quien en 1827 mostraba los tobillos en un teatro del Bowery. Antes del fin de siglo, llegaron Adah Isaacs Menken, que actuaba enfundada en una prenda enteriza que simulaba desnudez; las bailarinas del primer musical de Broadway, The Black Crook, que elevaban sus polleras más arriba de lo acostumbrado; y el equipo escandaloso de The British Blondes, que utilizaba mallas color carne. Hacia 1900, mientras en París ya se había inaugurado el Folies Bergères y una bailarina de nombre Blanche Cavelli había protagonizado el primer striptease público, las ciudades de Estados Unidos recién se acostumbraban a la admiración de las piernas (con suerte, los hombros), a los bailes insinuantes y al erotismo devaluado de fenómenos circenses, como la fisicoculturista Charmaine.

En los años inmediatos, diversas especialistas fueron refinando la performance y en la década del 20 arribaron a la fórmula del striptease moderno. El presentador anuncia a la estrella, la orquesta le da la bienvenida, la chica entra, responde al saludo y procede a despojarse de sus ropas mientras canta o hace comentarios cómplices al público. Antes del momento de la verdad, se cubre con el telón, se quita la última prenda y la revolea orgullosa. Apagón. El grado de exhibicionismo variaba según la categoría del espectáculo y el empresario que estaba detrás. Si era Florenz Ziegfield, el nivel de atrevimiento era moderado; si era Bill Minsky, todo era posible. En esa línea, el libro de Shteir se encarga de describir con precisión el lujoso envoltorio del vaudeville y el music-hall, consumidos por burgueses de ambos sexos, y la frontal rusticidad del burlesque, destinado a un público masculino de clase baja. Ambos incluían números humorísticos, sólo que invertían el blanco de las bromas: en el vaudeville se reían de las necesidades sociales y en el burlesque de los atildados ricachones.

PÚDICA ILUSIÓN. A modo de paliativo, distracción o fuga, la Depresión del 29 acarreó una multitud de desocupados a los shows de striptease -cuanto más zafios, mejor-, lo que terminó por agotar la paciencia de los guardianes de la moral. La Sociedad para la Represión del Vicio de Nueva York, que venía haciendo lobby desde 1872, encontró su alma gemela en el alcalde Fiorello LaGuardia, un político obcecado y duro que juró no descansar hasta erradicar los bajos instintos de la ciudad. Lo logró a medias. Si bien consiguió eliminar los locales de burlesque y los shows provocativos, no pudo evitar que se instalaran en estados vecinos ni que los neoyorquinos organizaran excursiones de fin de semana para presenciarlos. Tampoco pudo evitar la enorme popularidad que, a nivel nacional, adquirieron strippers como Sally Rand (y su abanico de plumas), Rosita Royce (y sus palomas amaestradas), Ann Corio (y sus consejos sobre "Cómo desvestirse para su esposo"), Lili St. Cyr (y su escenografía hollywoodense) y, en especial, la imponente Gypsy Rose Lee (y sus diálogos literarios).

"En un ensayo incluido en Mitologías (1957), Roland Barthes se refería al striptease como a un "espectáculo del miedo" donde el sexo se conjura mediante rituales de alejamiento y frialdad para, en última instancia, exorcizarlo. Su finalidad, decía, "no consiste (...) en sacar a luz una secreta profundidad", sino en "reencontrar finalmente un estado absolutamente púdico de la carne". Barthes sabría disculpar el paralelismo de una frase atribuida a la propia Gypsy Rose Lee, o sea, de primera fuente: "Para el ojo desnudo, la piel desnuda es demasiada epidermis, pero cuando apenas se la insinúa, en vez de exhibirla totalmente, permite el paso a la ilusión". Conjura, exorcismo, descubrimiento o ilusión, todo se esfumó blandamente cuando en el cine, en la calle y en la playa comenzó a exponerse más piel que en el escenario. En la nostalgia por esa pérdida de inocencia erótica reside el aporte más rico del libro de Shteir, junto al sincero rescate de un espectáculo popular que, a diferencia de la pornografía, fue divertido mientras duró.

Álvaro Buela

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