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La pintura en el cine y cómo expresarla

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Jorge Abbondanza

Dentro de cinco días se estrena Seraphine, una película francesa cuya historia se ubica entre 1914 y 1935. Allí se cuenta un caso real, el de la limpiadora que dedica sus pocos ratos libres a la pintura y gracias a un coleccionista alemán se convierte en una artista famosa. Mujer primitiva pero dotada de una poderosa intuición, Seraphine no sólo evolucionó hacia la celebridad sino que recorrió un proceso más doloroso, desde su encendida devoción religiosa hasta la demencia. De hecho, en 1942 murió en el manicomio donde la habían internado siete años antes. Esa historia, sorprendente y desoladora, está contada por el director Martin Provost y por su formidable actriz Yolande Moreau en forma muy bella, donde la fotografía de los alrededores de Senlis asume la hermosura que seguramente cautivó a la protagonista, detenida varias veces en actitud contemplativa frente a ese paisaje que se vincula con su pintura y explica su vocación con más elocuencia que las palabras.

No es frecuente que el cine se dedique a retratar artistas plásticos y menos aún que lo haga con un lenguaje capaz de traslucir la necesidad expresiva que los lleva a la creación de una obra personal, donde se desdoblan en muchos sentidos sus fantasías, su entorno y las peripecias de su vida. Ese pequeño prodigio de que a través de una película el espectador entienda los impulsos que llevan al artista a trabajar con resultado a veces deslumbrante, es un logro que el cine ha conquistado pocas veces, quizá porque se necesita un realizador con maestría para que el producto esté a la altura del personaje elegido y tenga visualmente una sugestión similar a la de su obra.

Esa altura se alcanzó por ejemplo en Andrei Rublev de Tarkovski, sobre el gran pintor de íconos, o en Frida de Paul Leduc, sobre la artista mexicana que embrujó no sólo a Diego Ribera, aunque también se acercaron a ese nivel de persuasión El amor es el diablo (sobre Francis Bacon) o el telefilm que Ed Harris dirigió y protagonizó sobre Jackson Pollock. Ahora, lo notable de Seraphine consiste no sólo en internar al espectador en las emociones apenas visibles de su personaje y en el rudo carácter que sólo se dulcificaba ante el acto de pintar, sino además en conectarlo con la misteriosa fuerza (la del instinto, la de la búsqueda de la belleza) que desemboca en el gesto creador, como una corriente que recorre el brazo del pintor y se alumbra finalmente sobre la tela.

Por otros conceptos, Seraphine resulta una experiencia conmovedora al estudiar a su figura central, esa provinciana montaraz que apenas se comunica con el prójimo, que sólo parece alegrarse en su solitaria comunión con el paisaje, que fabrica secretamente sus propios colores y en cuya absoluta inocencia está el germen de sus cuadros, pero también el de su mansa y lenta pérdida de la razón.

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