Argentina estremecida

CLAUDIO FANTINI

Diógenes caminaba en pleno día con una lámpara encendida; y cuando alguien le preguntaba por qué iba bajo el sol alumbrándose con un farol, el filósofo respondía: "porque estoy buscando hombres honestos".

Si aquel discípulo de Antístenes deambulara por el escenario político argentino de las últimas décadas, al primero que identificaría como un hombre honesto es a Raúl Alfonsín. Pero la inmensa decencia que lo caracterizó no alcanza para explicar el fenómeno que su muerte ha desatado. Nadie esperaba ver escenas de multitudinario dolor como se vieron con las muertes de Eva y de Perón. Se esperaban lágrimas, pero no en la dimensión oceánica que se vertieron. Su larga agonía descarta el factor sorpresa entre las causas del fenómeno. Entonces... ¿por qué la muerte de un ex presidente ya anciano y largamente enfermo generó una conmoción de niveles peronistas?. ¿Por qué le dolió tanto al país que reprobó su gestión en las urnas votando a Menem y que lo hizo renunciar cinco meses antes de finalizar su mandato?.

El tamaño de la despedida confirma algo paradojal: gran parte de la sociedad considera que, desde la recuperación democrática, fue el mejor presidente, sin haber sido exitoso. Y la explicación quizá esté en el fuerte contraste entre lo que simboliza Alfonsín y el modelo de liderazgo que hoy gobierna la Argentina.

El excesivo personalismo con ínfulas monárquicas de Néstor y Cristina Kirchner, así como el desprecio por la búsqueda dialogal de consensos para definir políticas de Estado y la vocación confrontacionista con que el matrimonio presidencial siempre busca imponer su voluntad, resaltan la esencia democrática de un líder que, más que vencer, siempre buscó convencer.

Su perfil austero y su gestión transparente contrastan con la frivolidad y la corrupción del menemismo. Pero el respeto por la oposición y la horizontalidad en la construcción política, contrastan con el verticalismo kirchnerista y su trato a los opositores como si fueran disidentes con intenciones siniestras.

Néstor Kirchner le achacó leyes de impunidad como el Punto Final y la Obediencia Debida, olvidando el juicio a los dictadores y autoproclamándose adalid de los derechos humanos. Sin embargo, fue Alfonsín quien fundó la Asamblea Permanente de Derechos Humanos en aquel abismal año 1977. En esa militancia no había especulación política porque la política estaba suprimida. Quién como él asumía tal militancia sin tener un familiar desaparecido, arriesgaba el pellejo por puro compromiso. Pero no se consideró a si mismo ni refundador de la democracia ni gran impulsor de los derechos humanos. En cambio, Kirchner se autoproclamó prócer viviente.

Con todos sus fracasos, Alfonsín planteó la democracia con los valores de Hans Kelsen: búsqueda de equidad social sin resignar libertades. Con el kirchnerismo volvió la mirada de Carl Schmitt, el pensador que demolió la República de Weimar predicando la dialéctica amigo-enemigo. Y eso explica buena parte de la nostalgia que estremece a la Argentina.

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