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Una dualidad que mata al atletismo

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RAÚL MERNIES

E l torneo Darwin Piñeyrúa debería ser la fiesta máxima del atletismo uruguayo, pero en lugar de vivirla y disfrutarla como tal, pasa inadvertida ante nuestros ojos.

Antiguamente las familias iban a pasar el día a la pista cuando se disputaba el Piñeyrúa. Había música, vendedores y niños que aprovechaban cualquier recta para sentirse atletas e imitar la tan ansiada largada de los 100 metros.

El pasado fin de semana se disputó la 24ª edición del Piñeyrúa, pero la pista estuvo desolada.

En un pequeño sector de las gradas se ubicaron los pocos asistentes que, incluso, eran competidores y el ambiente no se diferenciaba mucho al de un día de entrenamiento con el "plus" de los reporteros gráficos.

¿Cómo puede ser que los dos atletas que ganaron más medallas para Uruguay en los últimos años vengan a competir a la capital por única vez al año y no pase nada?

Seguramente dentro de unos meses, cuando estén en los Juegos Olímpicos, todos se pegarán al televisor para verlos correr por Uruguay, pero ayer también lo hicieron y no se notó.

Aunque el espectador no lo sepa, el público juega un papel importantísimo en el interior del deportista.

No es lo mismo que la panorámica al correr una carrera sean los árboles del Parque Batlle que una tribuna llena haciendo fuerza.

El atletismo uruguayo padece un trágico dualismo: por un lado hay excelentes deportistas, grandes promesas y hasta se trabaja como pocas veces, pero como deporte está muy lejos de generar, en la sociedad, las sensaciones que merece.

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