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¿Hasta cuándo, argentinos?

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GONZALO AGUIRRE RAMIREZ

El vergonzoso episodio protagonizado por algunas decenas de argentinos con motivo del traslado de los restos de Juan Domingo Perón ejemplifica lo que ha sido una constante en la vida argentina desde 1810: violencia, intolerancia e incomprensión. En suma, descalificación de los unos a los otros -y viceversa- e imposibilidad de entenderse entre sí.

Así ha sido la historia de la República Argentina y así la siguen escribiendo quienes viven en ese país, privilegiado por la naturaleza y desprestigiado por sus habitantes. Principiaron ejecutando al ilustre Liniers, en 1810, que los había salvado de ser colonia inglesa, se mataron de lo lindo entre ellos hasta 1820 y, más tarde, asesinaron al gran Dorrego, a Facundo Quiroga y a Lavalle.

Tanta violencia les trajo a la dictadura de Juan Manuel de Rosas, que duró un cuarto de siglo. Vino a poner orden y al principio lo impuso. Pero luego, a partir de 1838, lo combatieron en incesantes guerras civiles, en las que no vacilaron en mezclar a potencias europeas.

Una sola vez lo derrotaron, con ayuda brasileña -en Caseros- y Rosas, que conocía el paño, aceptó la protección y el asilo inglés. Lo esperaba la ejecución.

Ríos de sangre derramaron los argentinos en vida de Rosas, para combatirlo unos y para sostenerlo otros. Y ríos de tinta vertieron a partir de su muerte -1877- para escarnecer su memoria los primeros y para enaltecerla sus adversarios. Pero nunca se entendieron.

No son de la escuela de Aristóteles, quien hace más de 2.300 años que enseñó que la verdad suele estar en el punto medio y que nadie es dueño de ella totalmente. El otro, el contradictor, a menudo tiene parte de la razón.

Los argentinos creen ser más sabios que el rey de los filósofos y han vivido descalificándose entre sí desde que el resto del mundo supo que existían. Tuvieron un hiato de paz entre 1910 y 1930, gobernados por los añorados presidentes Roque Sáenz Peña -caballeresco y romántico gran señor-, Victorino De la Plaza, silente y flemático, Hipólito Irigoyen, caudillo de cálido arraigo, adorado por su pueblo, y Marcelo Torcuato de Alvear, a quien los europeos respetaban, que vivía en París como en su casa y con quien la Argentina vivió su hora más gloriosa y pareció que finalmente llegaba a ser el gran país que siempre se demoraba.

Pero luego, a partir del 6 de septiembre de 1930, se hermanaron otra vez con la violencia, los errores y el desacierto. Se deslizaron por pronunciada pendiente y en eso están desde entonces, mientras el mundo los observa con estupor y cada vez con menos respeto. Así como antes se dividieron con fiereza en rosistas y antirrosistas, tocó el turno a peronistas y antiperonistas.

Como los primeros prevalecieron ampliamente, dieron, desde hace mucho tiempo, en lidiar ferozmente entre ellos. Así, a su líder, que volvía a su país tras largo exilio, le obsequiaron apenas tocó el suelo de su patria con una recepción sangrienta y grotesca, más penosa que el episodio lamentable de días pasados.

Tienen, ahora, un presidente desatinado, que a nadie respeta -ni al rey de España- y que riñe con todos y por los motivos más nimios y variados. Con nuestro país, entre otros, con la Iglesia, con el ejército y con los periodistas que se animan a enfrentarlo. Todo un matasiete, metido a presidente de un país, que emblematiza una decadencia que se arrastra desde 1930.

¿Hasta cuándo, argentinos?

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