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Otro escritor de visita

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El mismo día en que se publicó mi última columna, dedicada a la deslumbrante antología poética de Cristina Peri-Rossi, bellamente editada por Linardi, recibí una llamada inesperada de otro escritor uruguayo desterrado, como Cristina, hace algo más de treinta años, pero con una obra más parca y menos difundida.

Se llama Alvaro Castillo. Sí, usted adivinó. El hijo mayor del exuberante, enciclopédico y casi mítico Guido, cuyo otro hijo, Fernando, también ocupa un lugar relevante en la literatura española, pero como editor.

Alvaro ya era un escritor cuando desembarcó en Madrid, en 1973. Tengo un libro dedicado por él, de 1977 (El calor de enero, relatos, Plaza y Janés). Ya era un narrador maduro. Y con un especial embrujo. Me lo confirmó una reseña de Rafael Courtoisie en El País Cultural hace unos dos años, sobre otros relatos, publicados bajo el título del primero de sus cuentos: Lo fatal.

Es el mismo libro que presentó ayer, en Montevideo. Pero antes de hablar de él, evocaré las pintorescas circunstancias, al fin y al cabo literarias, pero menos académicas, en que Alvaro y yo hicimos amistad. A la llegada de los Castillo, yo ya había escrito los primeros trece capítulos de Curro Jiménez y desde el punto de vista del "rating" y la popularidad del personaje y de Sancho Gracia, el éxito había sido formidable.

Aunque los guionistas (profesión que me inventé en esa oportunidad) podemos quejarnos de que nadie se fija en los créditos, la verdad es que el fenómeno en que se convirtió la dupla Curro-Sancho, me abrió el camino al cine y un año después estaba escribiendo guiones, pero de cine, para cuatro de los directores que habían pasado por la serie.

Pero entretanto también habían cambiado los productores, y sólo su avaricia pudo justificar que decidieran filmar dos capítulos al mismo tiempo, cosa que excedía hasta mi propia avaricia, por lo cual me comprometí a seguir con la serie, pero no al rodaje simultáneo.

Fue el propio Sancho que me dio la noticia de que Guido Castillo y uno de sus hijos, escritor, habían sido elegidos como guionistas. Fue una linda sorpresa y me consoló un poco de lo que estaba viviendo como una invasión. Los pocos encuentros que debimos y pudimos tener mientras duró Curro, dominados siempre por la personalidad y la inagotable amenidad de Guido, me permitieron conocer a su hijo escritor y más bien reservado.

El Alvaro Castillo que 30 años después me citó en el Expreso Pocitos es un hombre locuaz y cálido, que habla con inmenso cariño de su padre octogenario (es apenas tres meses mayor que yo) y con pasión de la literatura.

Su libro pone a prueba la madurez del escritor. Son cinco cuentos largos, unificados por un aparente carácter policíaco (entre Hammett y Agatha Christie, no poca hazaña, y lo confiesa él mismo en algún momento) pero la revelación final siempre tiene más que ver con el carácter del personaje central, trabajado en profundidad y con enorme fineza en todos los casos.

Un comisario que termina , una dramática historia de amor, un pintor genial frustrado por un matrimonio forzoso, un compañero de viaje que confiesa que va a cometer un asesinato, un ex nazi afincado entre nosotros y asediado por sus recuerdos, un hombre resentido que acepta integrar una mafia financiera. El que cuenta es casi siempre un periodista solitario con alguna ambición literaria y una madre exigente. Volveremos a hablar de este libro. Desde ya, es una revelación.

ANTONIO LARRETA

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